sábado, 21 de noviembre de 2015

El Viaje...

Escrito en 2011.

La familia García Moreno —compuesta por el matrimonio y sus adolescentes hijos —tenía pensado, desde principios de año, ir de vacaciones al País Vasco en el mes de agosto de 1980.

Llegó el día de la víspera y, antes de acostarse, lo dejaron todo preparado para el día siguiente.

A eso de las nueve y cuarto, tras levantarse, asearse y desayunar, partieron hacia Bilbao a bordo de su arcaico y bien cuidado Citroën C-8 familiar, y, apenas sin darse cuenta, llegaron al destino:

   —Papá, ¿qué os parece si hacemos un alto aquí y aprovechamos para reponer fuerzas? —sugirió José Luis.

   —Me parece estupendo hijo, pero veamos que opinan mamá y Marta —dijo volviendo la vista hacia atrás.

María miró a su hija y esta asintió con la cabeza.

   —Estamos de acuerdo, además, así aprovecharemos para ir al baño.

Entraron en el bar y, mientras José Luis se acercaba hasta el mostrador para pedir cuatro raciones de morcillas de Burgos, una botella de tinto y una gaseosa, tal y como habían acordado durante el trayecto, el matrimonio junto a su hija  se acomodaron alrededor  de una de las mesas que estaban montadas para comer. José Luis observó que en la pared había un cartel con unos números y al lado su correspondiente premio, en pesetas, y debajo del mismo una bolsa que contenía los boletos de participación.

   —¿Qué cuestan los boletos? —preguntó  a la camarera.

   —A veinticinco pesetas cada uno.

   —Pues, me de cuatro, por favor —dijo al tiempo que dejaba cien pesetas sobre el mostrador.

Abrió el primero y, al comprobar que estaba en blanco: «¿esto, qué significa? —interrogó de nuevo a la joven y guapa bodeguera.

    —Los que no tienen premio salen así —respondió sin más.

El segundo boleto apareció con el número 0013 y, tras comprobar que este aparecía en la lista, y comprobar que había obtenido un premio de doce mil quinientas pesetas, se acercó hasta su familia, feliz y nervioso: «¡¿Qué ha pasado ?!, pareces muy contento» —preguntó poniendo cara de asombro Manolo, el padre.

   —Papá, creo que estamos de suerte y hoy, nos va a salir todo gratis, ¡Incluido el viaje! —exclamó.

   —Pues, ¿cómo así, qué ha ocurrido?

   —He adquirido unos boletos y he obtenido un premio.

En aquel mismo instante apareció junto a la mesa el cantinero con las raciones y la bebida… José Luis se sentó junto a los suyos con disposición de comer, pero de repente,  cayó en la cuenta de  que aún le faltan dos boletos por abrir y se dirigió  hacía el mostrador para recogerlos y, para su sorpresa, a unos dos metros antes de llegar, escuchó cómo la camarera le estaba comentando  a otro empleado que ella había abierto los boletos  olvidados y que uno de ellos tenía de premio cien mil pesetas. Acto seguido, él solicitó que le devolviesen el boleto o el premio, entonces ella le expendió en un trozo de cartón el importe de la cantidad agraciada: «¿Qué se supone que es esto?» —inquirió enarcando las cejas, José Luis.

   Con eso, si acudes al «Banco Herrero» te lo abonan —dijo la vinatera con ironía, al tiempo que con la mirada buscaba la complicidad de sus compañeros.

José Luis, al ver que  estaba siendo objeto de burla, decidió llamar a la Ertzaintza —policía autónoma en el País Vasco—, y mientras está explicando  lo ocurrido, y el lugar de los hechos a los agentes, observa que su familia se encuentra en la calle y que estos  están gritando exaltados y con desesperación: «¡Auxilio!, ¡socorro!,  ¡Ayuda, por favoooor! ».

José Luis, raudo y veloz, salió.

   —¿Q…qué ocurre papá? —farfulló gritando.

   —Que nos están tintando, hijo.

   «¿Tintando…? ¡Ay, ay, ay!» —se quejó José Luis, llevándose las manos a la cabeza tras haber sentido un fuerte pinchazo y notar que tenía algo clavado y, dando un leve y certero tirón pudo comprobar que se trataba de un dardo con tres arpones en la punta, observó con detenimiento y sangre fría cómo goteaba un espeso, oscuro y maloliente líquido, que le recordó  la tinta de los calamares. De repente, comenzó a escuchar a lo lejos el sonido de una sirena; pero a medida que esta se iba acercando, el sonido se iba transformando en un incesante y repetitivo pi,pi, pí… pipi,pí…pipi, pííí. Se reincorporó, asustado y temeroso, con el corazón en un puño y, poco a poco, se fue tranquilizando al comprobar que era el despertador el que emitía aquel incesante y torturador sonido; pero aun así y todo, le llevó un par de minutos entender que solo se trataba  de un mal sueño.

Se levantó y, tras pasar por el baño para asearse, dirigió sus pasos hacia la cocina para reunirse con la familia dispuesto a unirse a ellos para desayunar:
«¿Niño, te ocurre algo?» —interpeló su madre—. «Pareces angustiado hijo».

   —Buenos días. No, no mamá: solo que hay cambios de plan.

   —¿Cómo dices?..., ¿no iremos de viaje?

   —Eso es mamá…, o mejor dicho, no a donde teníamos pensado.

   —Pero… ¿por qué?..., si es que se puede saber, claro.

   —Déjalo, mamá: no insistas…, es largo de explicar y aún más difícil de entender. ¡Digamos, que he tenido un mal sueño!...


El resto de los allí reunidos se miraron unos a otros y encogiéndose de hombros permanecieron en silencio: esperando conocer el itinerario de la nueva ruta.  




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