jueves, 24 de diciembre de 2015

A quién corresponda… 2

Escrito el día 19 de noviembre de 2015, antes de salir a buscar el pan.

Aprovechando que, además de estar en la Era de la Información, Digital o Informática, me gusta escribir sobre aquellas cosas que, independientemente de que me satisfagan o preocupen, siento necesidad de compartir lo que veo, vivo, siento y pienso; deciros que: hace unos días decidí darme un paseo por la ribera del Ebro y, al situarme en la senda que discurre bajo los árboles que acompañan al río hasta que este abandona la ciudad, a simple vista, observé que el paisaje dejaba claras evidencias de que estamos en otoño. Esa estación que, según dicen, es la que altera o provoca en los seres humanos la necesidad de resolver el cúmulo de sentimientos encontrados a través de la meditación, la reflexión... y que a los más débiles les puede hacer sentir que han caído en el fondo de un pozo del que les resulta imposible salir por el hecho de no estar capacitados para soportar la tristeza que les pueda provocar aquello que puedan oír o presenciar en un tiempo donde: en noviembre, desde la primera hasta la última semana, los días se despiertan tan grises como pausada y relajante resulta detenerse a contemplar la caída de una hoja; las horas trascurren sin prisa, pero sin pausa; los afligidos minutos, se niegan a perecer tras percibir que ellos serán los próximos en extinguirse por el hecho de haber sido mudos testigos del agónico y efímero suspiro que cada uno de los segundos han ido emitiendo según les iba llegando el minuto, la hora, el día, la semana, el mes, la estación, el año, la Era...

Pero, al cabo de un rato, un poco antes de llegar al anfiteatro, no sé si por casualidad o porque pueda ser cierto lo que argumentaron en su día para justificar la creación de este mamotreto, percibí un lamentable y lastimero susurro a mi espalda: «¡Eh! ¡Oiga! ¡Por favor!», me volví y miré hacia donde intuí podrían haber partido el toque de atención. A través de la vista observé que no había nadie y, encogiéndome de hombros, cuando me disponía a continuar con el rumbo prefijado, entreoí el arrullo de una paloma, una de esas que están el lista de espera para ser exterminadas en cuanto se apruebe el presupuesto de control y captura de animales que están catalogados por el Consistorio como plagas, que entre arrullos y revoloteos gritaba como una desquiciada «¡Eh, tú! ¡No te hagas el tonto!», tratando de llamar mi atención.

   —¡¿Me dices a mí?! —consulté haciendo un gesto con la cabeza, con ademán de sorpresa.

   —¡¿A quién va a ser, si no?!

Durante unos segundos me quedé perplejo.

   —¡¿Qué pasa, que además de ciego y sordo, también, eres mundo?!

Negué con reiteración moviendo la cabeza de un lado para otro, a la par que me encogía de hombros.

   —Espero que no te excuses conque no has oído las exclamaciones de estos pobres árboles.

Les miré y, al contemplar el deplorable aspecto que estos presentaban, mientras el que peor aspecto lucía «por favor no permita que otros árboles corran nuestra misma suerte, para nosotros ya es demasiado tarde», me suplicaba, con una entereza incomprensible para mí, sin que le temblase ni siquiera una de sus perennes e incontables hojas. Al escuchar aquello, además de sentir vergüenza ajena por pertenecer a esta irracional especie y ruborizarme por ello, bajé la mirada hacia el suelo.

   —¡Déjate de hostias y de exhibir tu afligimiento, que no se trata de eso y bien lo sabes! —dijo del mismo modo que había comenzado, entre arrullos y gritos, al tiempo que blandía sus azuladas alas para emprender el vuelo que no la guerra.

Un par de segundos después, comprendí lo que encerraba el interlineado de sus últimas palabras «no es hora de afligimientos ni de lamentaciones, sino de ponerse manos a la obra», y, sin saber el porqué, en vez de tomar el camino más corto para retornar a casa, mis pasos me condujeron contra corriente, se decir, río arriba hasta que al llegar a la altura de la rotonda que está junto al Instituto de Educación Secundaria Fray Pedro de Urbina.


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