martes, 31 de mayo de 2016

Capítulo I Episodio 7 ¿Víctima o Verdugo?

Para Jefferson los días corrían como la pólvora, o al menos así lo percibía. El ajetreo que suponía desplazarse hasta el centro de la ciudad seis días por semana para atender al público como dependiente en una de las pollerías ubicadas en el mercado de abastos, el mismo donde indistintamente de que fuese verano o invierno acudía antes del amanecer y retornaba a casa anochecido. Cinco meses habían transcurrido desde que hiciese las presentaciones entre las féminas y cuatro desde que se habían instalado en el apartamento. En cambio, para María se eternizaban, ya que, además que el avanzado estado de gestación le dificultaba el tener que subir o bajar los 69 peldaños que mediaban entre el portal y el rellano donde se ubicaba la humilde morada, apenas pisaba la calle. El trato con las ancianas que vivían en la primera planta había sido cortado de manera tajante a los pocos días de haberse instalado en el apartamento. Las ancianas fueron pilladas cotilleando sobre la relación que mantenía, según ellas, la extraña pareja. María tan pronto se sentía culpable como satisfecha cada vez que evocaba la desagradable escena: «¡Qué sinvergüenza! ¡Engatusar a una menor para vete tú a saber qué! –murmuró Leandra un poco después de que la saludasen al coincidir en el portal un día festivo. –No me extrañaría que él llevase una doble vida. –¡Oh!, la verdad es que no lo había pensado, ¿y en qué te basas? –curioseó Dolores. –No hace falta ser muy lista para darse cuenta que él solo viene a dormir. –En eso tiene usted toda la razón –vociferó Jefferson–: Para darse cuenta, basta con ser una correveidile ¡Vieja estúpida!  –gritó asomando la cabeza por el hueco existente entre la baranda y las escaleras–: Y, a ti –dictó señalándola con el dedo índice–, te prohíbo terminantemente que tengas trato con estas alcahuetas, ¿te queda claro?». María recordó una vez más como asintió bajando la mirada, y a partir de aquel instante solo se escuchó en las escaleras el estrépito de las dos puertas y los pasos que les faltaban hasta alcanzar la quinta altura. Y tras el desagradable recuerdo, María prosiguió comiéndose el tarro: «¿Cómo estará mi madre?... ¿Se acordarán mis hermanas de mí?... ¿Me perdonará alguna vez mi padre?... ¡Oh, Dios mío!, cuánto me acuerdo de mi familia», pensó y comenzó a llorar al darse cuenta lo sola que se encontraba, y después de enjugarse las amargas lágrimas, dijo poniendo las manos sobre el dilatado y puntiagudo vientre: «Cuando tú nazcas puede que me facilites el acercamiento hacia ellos».

   Ese día, sin saber por qué, se le hizo aún más tedioso que lo acostumbrado. «Si Jefferson se demora unos minutos más tendré que volver a recalentar la sopa», pensó arrugando el entrecejo; pero en aquel instante, al percibir el sonido emitido por la cerradura, el ánimo y su expresión dieron un giro de ciento ochenta grados.

   –Buenas noches, cariño. ¿Cómo es que vienes tan tarde? –dijo con tono afable.

   Jefferson la miró de soslayo.

   –Al salir de trabajar he visto que la rueda delantera estaba pinchada y he tenido que cambiarla –informó secamente, y sin más se sentó a la mesa para cenar.

   Viendo la acritud con la que Jefferson había actuado, al percatarse de la pulcritud que lucían sus manos y la ropa. «Tal y como viene será mejor cambiar el tema de conversación».

   –¿Sabes, cariño? He estado pensando qué cuando dé a luz, sería el momento de retomar el contacto con mi familia –dijo al cabo de un rato.

   –¡¿El qué?! –bramó–. ¡De eso ni hablar! Ellos están muertos, o al menos esas fueron las últimas palabras que pronunció el hijoeputa de tu padre.

   María se acercó a él con la intención de persuadirle con tono afable.

   –Tal vez cambie de opinión si nos presentamos allí con el bebé y...

   –¡Te he dicho que noooo! –rugió dando un puñetazo sobre la mesa–. ¿Qué es lo que no entiendes?

   María bajó la mirada y, cariacontecida por la situación, optó por callarse. Él, en cambio, siguió cenando como si no hubiese acontecido nada.

   –¡¿No cenas?!

   –N… no tengo hambre –tartamudeó, con la vista nublada.

   –Déjate de lloriqueos ni hostias, que aquí: el herido soy yo –espetó al tiempo que retiraba su plato y acercaba el de ella para comérselo.

   María se puso en pie con dificultad. No quería ni podía soportar tanta humillación.

   –Me voy a dormir –susurró.

   –Déjate de hacer teatro y ¡vete dónde te salga del coño!

   Cabizbaja, avanzaba por el pasillo que conducía al dormitorio. Se detuvo un instante para echar la vista atrás y, al observar la serenidad con la que este sorbía la sopa, le sobrevino una perentoria necesidad de evacuar el acúmulo de bilis.


jueves, 26 de mayo de 2016

Capítulo I Episodio 6 ¿Víctima o verdugo?

Tras pasar la noche sin el menor atisbo de actividad marital, Jefferson y María se despertaron como consecuencia de la intencionada cantinela que provenía de la cocina, se levantaron, se asearon y se encaminaron hacia allí.

   –Buenos días –dijeron, por decir algo, al entrar.

   La atareada anciana hizo como que no les había oído y continuó espolvoreando el azúcar sobre media docena de rebanadas de pan embadurnadas de mantequilla.

   –Madruga usted mucho, señora –dijo tratando de romper el hielo, María.

   –La mujer ha de ser la primera en levantarse, así cuando lo haga el marido, este no tendrá que perder más tiempo que el necesario para salir a trabajar –arguyó ásperamente sin mirarla y sin dejar de realizar la labor.

   Jefferson permaneció en silencio durante unos segundos para no echar más leña al fuego, el tono utilizado por su madre así lo aconsejaba.

   –Esto... que le iba a decir, mamá. María y yo pasaremos el día fuera.

   La anciana dejó de hacer lo que estaba haciendo y lo miró con desdén.

   –¿Y?

   Jefferson bajó la vista hacia sus zapatos.

   –No es necesario que prepare nada para comer -dijo con un hilo de voz.

   La anciana abandonó la estancia totalmente decepcionada con los ojos empañados en lágrimas. En ese instante se sintió herida de muerte al dar por hecho que una desconocida la dejaba en segundo plano y que no significaba para su hijo lo que este para ella.

   –Está bien, como quieras –murmuró mientras se perdía por el pasillo.

   Sin dar crédito a la escena presenciada, Jefferson aprovechó el momento.

   –Nos vamos ya, mamá. ¡Hasta la noche! –dijo con un pie dentro de casa y el otro en el rellano.

   –Cuídese mucho, señora –deseó a media voz María.

   Ambos quedaron extrañados al no haber oído ningún tipo de respuesta al salir de la vivienda.

   –Es por mí, ¿verdad? –consultó María en el ascensor.

   –La verdad es que no lo sé. Nunca se ha comportado así. Serán cosas de la edad –justificó Jefferson saliendo del elevador.

   –¿A dónde vamos? –consultó María.

   –En primer lugar, a trabajar un rato y...

   –¡¿A trabajar?! ¿A dónde?

   –...luego, si te portas bien: ya veremos –respondió él, al salir del portal.

   Cogidos de la mano recorrieron la distancia que mediaba entre el edificio y el lugar donde se hallaba el vehículo estacionado, unos pasos antes de llegar, Jefferson introdujo la mano en el bolsillo de su anorak, extrajo un llavero y abrió la puerta del Sedan, se introdujo en él y, a continuación, estiró el brazo derecho para liberar la puerta del copiloto del dispositivo de seguridad, y una vez acomodados, tras abrocharse el cinturón de seguridad, pusieron rumbo hacia el destino que él tenía previsto.

   Un rato después, la pareja se bajaba del automóvil frente al decrépito edificio donde estaba ubicado el deteriorado apartamento. Al apearse del auto, Jefferson se dirigió a la parte trasera para recoger los útiles de limpieza que él mismo había comprado un par de días antes, y tras comprobar que no se dejaba ninguna puerta sin echar el cierre, transitaron hasta llegar al portal agarrados de la mano. Una vez en el zaguán la estrechez de las escaleras les obligó a subirlas en fila india.

   –Buenos días –saludó con voz gastada, una delgada y diminuta anciana que se hallaba, en el primer rellano.

   –Hola, buenos días señora –dijeron casi al unísono, los recién llegados.

   La anciana los miró de arriba abajo inadvertidamente.

   –Perdonad mi atrevimiento, ¿vais a vivir aquí?

   –Sí –respondió en seco Jefferson.

   –Pensaréis que soy una cotilla, pero es que...

   –¡No, por Dios!, que disparate –dijo María, sin ser consciente que a su pareja no le gustaba relacionarse con ese tipo de personas.

   –... nunca se sabe lo que una pueda necesitar –suspiró ruidosamente–. Estamos tan apartadas de la ciudad y Leandra y yo somos tan mayores que cualquier día...

   María bosquejó una sonrisa.

   –Bueno, al menos se tienen la una a la otra.

   –No, no te creas, hija. Ella apenas sale de casa. Es más, si no fuera porque soy la que le trae los encargos, posiblemente, se hubiese muerto de hambre.

   –Imagino que en el caso de que usted no pudiese traérselos, lo haría cualquier otro vecino, ¿no?

   La anciana negó reiteradamente moviendo la cabeza para los lados.

   –No, hija, no. Ya son muchos los años que llevamos solas en este mugriento edificio.

   –No se preocupe por ello, mujer, que de aquí a nada podrá contar con nosotros, ¿verdad que sí, Jefferson?

   –Supongo que sí –respondió con desgano.

   –Mi nombre es Dolores, pero mis amigos me dicen Lola… y si necesitáis algo de mí, ya sabéis donde vivo.

   –Encantada señora Dolores. Lo mismo la digo. Nosotros somos María y Jefferson.

   –Bueno, no os entretengo más y ¡sed bienvenidos!

   –Adiós señora –dijo Jefferson ásperamente.

   –¡Qué tenga usted un buen día, señora! –le deseó María.

   Al llegar a la quinta planta, siguiendo el mismo procedimiento que la vez anterior, tras abrir la puerta, Jefferson condujo sus pasos hacia un mugriento diván de tres plazas que se hallaba en medio de la sala de estar para depositar junto a este los útiles de limpieza. Acto seguido, asió el cepillo de barrer para quitar la capa de polvo que lo envolvía, después se inclinó para sacar del cubo un envase de espuma limpiadora, una bayeta amarilla y, con el spray en una mano y la gamuza en la otra, comenzó a liberar de roña el encarnado sofá.

   –¡Vaya!, cualquiera lo diría –pronunció Jefferson, al descubrir el aceptable estado de conservación. «Como esté así el resto del mobiliario no será necesario comprar nada», pensó mientras se desprendía de las ropas de más abrigo.

   –¿Qué haces? –curioseó ella.

   –Será mejor que te desprendas del abrigo, de aquí a un poco, con el ajetreo de la limpieza, entraremos en calor.

   María asintió un par de veces con la cabeza.

   –Sí, creo que tienes razón.

   »¿Por dónde empezamos? –consultó al cabo de unos minutos.

   Jefferson agradeció la predisposición de la joven alzando y bajando repetidamente el puño con el dedo pulgar hacia arriba.

   –Primero quitaremos las telarañas y el papel de las habitaciones... luego ya veremos –indicó mientras cogía el cubo y se dirigía hacia la cocina.

   –Pero ¡¿qué haces?! –increpó al regresar junto a María.

   Sorprendida por la actitud lo miró a los ojos con afligimiento.

   –Lo que tú me has dicho, cariño, pero cuesta mucho sacarlo de la pared.

   –No, pero así no alma cándida. Espera un poco, verás que fácil es –respondió bajando en tono. Y se prestó a enseñarla reproduciendo uno a uno los pasos que tendría que realizar: introdujo una esponja en el agua que contenía el cubo y, tras escurrirla un poco, comenzó a pasarla sobre el papel. Ella mientras tanto fue eliminando las telarañas del mobiliario y los rincones, valiéndose del cepillo.

   –Ven, ven un poco, María –ordenó alzando la voz un tono.

   –¿Sí? dijo ella, apoyándose con la mano sobre el quicio de la puerta.

   –Cuando el papel ha absorbido toda la humedad, basta con tirar de una esquina para que este se desprenda sin necesidad de hacer fuerza, ves que fácil resulta ahora –explicó enaltecido.

   –¡Ajá!, ya me doy cuenta. Veo que contigo aprenderé muchas cosas –dijo sin ser consciente de lo que más adelante tendría que soportar.

   Un par de horas después.

   –¿Qué te parece si lo vamos dejando por hoy? –sugirió Jefferson.

   María asintió con la cabeza.

   –Estoy de acuerdo, cariño.

   «Como tú digas mi amor, aquí eres el dueño y señor y yo estoy para servirte», imaginó haber escuchado Jefferson.

   María se encontraba inmersa en sus pensamientos mientras se aseaba en bragas junto al sofá sin ser consciente que estaba siendo observada con ojos libidinosos. Las poses que iba adoptando de manera mecánica provocaron que Jefferson se lanzara a por ella con la rapidez y el sigilo que lo hacen los felinos al capturar una presa.

   –Pero ¡¿qué haces?! –chilló asustada mientras caía, quedando inmovilizada en el suelo.

   –¡Shhhh!, ¡Calla! –ordenó al tiempo que le tapaba la boca con una mano y le arrancaba las bragas de un tirón con la otra.

   Ella, en principio atemorizada, se dejó llevar.

   –¡Haz cómo que te resistes! –mandó él con ímpetu.

   La tensa situación la excitó tanto que se metió en el papel tan de lleno, que, de haber tenido que competir con la mejor actriz porno esta no le hubiese llegado ni a las suelas de los zapatos. Culminado el acto permanecieron estirados sobre piso durante unos minutos tratando de reponerse del satisfactorio encuentro. Relajada la tensión sexual nada les retenía allí. Se levantaron para terminar de vestirse y al abandonar el edificio se fueron a comer a un restaurante. El resto de la tarde lo dedicaron a ir de local en local en busca de modelos premamá; algo que satisfizo todas sus expectativas. La alegría de ambos era tan evidente como notoria, aunque por distintas razones: ella por la ilusión de convertirse en madre; él, por la morbosidad de verla enfundada en la amplitud de las prendas.

   –¿Qué te parece este, cariño?

   –Estás preciosa, pero pienso que deberías comprarte algo distinto para lucirlo mientras aumenta el volumen de tu barriga.

   –Sí, tienes razón.

   –Me gustaría que eligieses prendas ceñidas y faldas muy cortas. Ya sabes lo que me excitan esas cosas –le susurró al oído después de darle un apasionado beso. Ella accedió a su petición, y tras abonar el importe, anduvieron hasta llegar junto al Sedan, se introdujeron en él y pusieron rumbo hacia el hogar dulce hogar.

   Al salir del ascensor, el murmullo generado por los pasos y el roce entre las bolsas, pusieron en alerta a la anciana. Esta, al contrario que ellos, se había pasado una tarde horrible conjeturando sobre su futuro.

   Hola, buenas noches —dijeron sonriendo simultáneamente los recién llegados. 

   –¡Vaya!, habéis vuelto, ¿eh? –espetó a modo de saludo, poniéndose en pie.

   –¿Cómo dices, mamá?

   –Me marcho a dormir –dijo con desaire.

   María y Jefferson se miraron con desconcierto.

   –Mamá, ¿no hay nada para cenar? –consultó con tono afable desde la cocina.

   –¡¿Acaso me quieres desquiciar?! –gruñó retorciendo el pescuezo igual que si fuera una lechuza en mitad del pasillo.

   –No entiendo tu actitud, mamá –reprendió a media voz.

   –¡Vaya! ¿No recuerdas lo que me dijiste esta mañana? –increpó blandiendo el bastón.

   –¡¿El qué, mama?!

   –Que no preparase nada para comer.

   –Sí, es cierto, pero me refería solo a mediodía.

   –Pues haberte explicado mejor.

   «Pobre Jefferson, la muy bruja le trata como si fuese un niño», pensó María.

   –¡Ah!, y no se os ocurra hacer el menor ruido –advirtió blandiendo el puño con tono amenazador–. ¡Sería el colmo que, un par de pedigüeños, me impidiesen conciliar el sueño en mi propia casa!

   Ante la vejatoria actitud de la enfurecida anciana, no les quedó otra que optar por irse a dormir sin tener sueño, sin cenar y sin poder mantener ningún tipo de actividad marital.

martes, 24 de mayo de 2016

Capítulo I Episodio 5 ¿Víctima o Verdugo?

La noche abordaba la ciudad de Guayaquil cuando Jefferson maniobraba tratando de estacionar el Sedan junto a uno de los contenedores que el servicio de limpieza tenía distribuidos por la ciudad. María seguía con la mirada el torpe caminar de una oronda septuagenaria de plateados y largos cabellos que avanzaba hacia ellos con dificultad recargando el peso de su cuerpo sobre un endeble bastón, cuya curvatura la hizo pensar que podría romperse en cualquier momento:

   –Pobre mujer –murmuró.

   Jefferson giró la cabeza hacia la joven.

   –¿Cómo dices?

   María señaló con el mentón hacia la anciana.

   –¿Sabes quién es? –preguntó Jefferson.

   –No, la verdad es que no. ¿Debería saberlo?

   –No, claro que no. Ella es mi madre.

   María se ruborizó y estremeció al percibir cómo un nudo se apoderaba de la garganta cuando trataba de articular una justificación.

   –Hola mamá –dijo inclinándose para besarla–, ¿cómo es que andas tan tarde por aquí?

   –Salí a tirar la basura –respondió, con voz trémula, áspero el tono, apenas sin fuelle.

   –Hola –saludó María esgrimiendo una efímera mueca, batiendo tímidamente la mano derecha.

   La anciana la miró de reojo de arriba abajo torciendo el labio superior, y optó por no desvelar su valoración.

   –Bien, subamos a casa, que hay muchos curiosos por aquí –dijo la vieja después de realizadas las presentaciones y emprender los tres el camino hasta su hogar.

   Al entrar en el portal, la anciana iba asida del brazo de su retoño sin importarle lo más mínimo que este dejase en un segundo plano a quién supuso un fuerte rival para ella.

   El ascensor estaba detenido en la cota cero. María se adelantó un par de pasos para abrirles la puerta.

   –Gracias –zanjó secamente la del cabello plateado con rudos modales. «Esta me quiere arrebatar a mi hijito... la muy puta tiene cara de lagarta. ¡Ja! Si sabré yo de tragadoras de sables».

   Al entrar en la vivienda se dirigieron a la sala de estar. Jefferson y su madre se acomodaron en un sofá que estaba orientado hacia el televisor. María continuaba de pie abstraída en sus pensamientos. Un silencio sepulcral invadió la estancia.

   –Jefferson, ¿me indicas dónde está el baño? –preguntó con voz nerviosa, tras rememorar la impenetrable mirada con la que había sido escrutada y la nula atención recibida. Aquello la hizo sentir tan mal que le sobrevino una necesidad perentoria de evacuar el revuelto contenido intestinal.

   –Está al final del pasillo, al fondo, a la derecha –respondió mecánicamente.

   La actitud de Jefferson agravó la apremiante necesidad y María aceleró el paso.

   –Hay algo que me preocupa bastante hijo –anunció a media voz la anciana, tras cerciorarse de que no había moros en la costa.

   –¿El qué, mamá? –consultó él manteniendo el mismo tono.

   La anciana se echó hacia adelante estirando el cuello como una tortuga.

   –No entiendo tu afición por las jovencitas –dijo bajando la voz.

   –Eso es algo que no tiene importancia mamá.

   Al contemplar la pasividad de este, se arrimó un poco más.

   –¿Sabes que podrías tener problemas?

   Jefferson se echó hacia atrás exhibiendo una mueca malhumorada.

   –¡¿Problemas?!, ¿por qué dices eso?

   La anciana puso cara de no haber roto nunca un plato.

   –Podrías incurrir en algún delito y...

   Jefferson negaba reiteradamente moviendo la cabeza de un lado para otro.

   –Parece mentira que digas esas cosas. ¡Cómo se nota que no estás al corriente!

   –¡¿Al corriente de qué, hijo?!

   –De qué va a ser, mama. De la edad de consentimiento sexual en este país es de 14 años. Eso quiere decir que si la persona le apetece tener sexo con cualquiera no está castigado.

   –Y sus padres, ¿qué piensan al respecto?, ellos te podrían denunciar.

   –No lo creo –dijo tajantemente.

   –¿Y qué te hace estar tan seguro?

   –Ella misma se lo ha aclarado esta tarde delante de mí.

   La anciana no daba crédito a la actitud de su hijo, por primera vez en su vida se veía incapaz de hacerle desistir de algo.

   –Podría hacerlo cualquiera que considere que no está bien lo que haces –insistió alzando la desgastada voz.

   –Si te refieres a que alguien podría acusarme de estar cometiendo estupro, no te preocupes por ello, mamá. Es más, para tu tranquilidad te diré que, para ser considerado delito, según el Código Penal de este país. La adolescente debe cumplir con la definición de mujer honesta. –¿Quieres decir que ella no lo es?

   –No, no es exactamente así, pero no te preocupes: lo tengo todo bajo control.

   La anciana se llevó la mano derecha a la cabeza para atusarse el pelo.

   –No pretenderás que sea partícipe de tus actos, ¿verdad?

   Jefferson mantuvo una sonrisa estirada durante varios segundos.

   –No te preocupes, mamá, la estancia aquí será breve.

   Una sombra en movimiento provocó que la anciana mirase hacia el pasillo.

  –¡Shhhh! ¡Calla!, que ha salido del baño –indicó, poniéndose en pie todo lo ágil que le permitieron sus años, encaminándose hacia la cocina.

   Al entrar en la sala, María se percató de que Jefferson fingía estar visualizando las noticias de última hora sin apartar la mirada del televisor. Se sentó en una de las sillas que estaban al otro lado del salón y optó por guardar silencio. «No entiendo su actitud… estoy convencida que han estado hablando de mí». «¡Qué raro que obre así! ¿Nos habrá oído?». Ambos estuvieron haciendo cábalas sobre qué abrían dicho o pensado el uno del otro durante la ausencia de María hasta que media hora después.

   –La cena está lista –anunció la vieja desde la cocina.

   Jefferson y María acudieron raudos al oírla. Se sentaron a la mesa frente por frente y permanecieron en silencio mientras la septuagenaria servía el entrante, y tras dejar en el centro la humeante cazuela que albergaba en su interior una deliciosa sopa de morocho, empezaron a comer después de que la anfitriona se lo indicara con la mirada.

   –Guisa usted muy bien –elogió al terminar sorber la primera cucharada–, está deliciosa.

   –Gracias –respondió secamente.

   María miró a Jefferson y elevó el mentón en señal de consulta. Él negó con la cabeza encogiéndose de hombros.

   Dando el último sorbo de sopa la anciana se levantó. Recorrió los cuatro pasos que distaban hasta el fogón, y tras coger un plato llano regresó y lo depositó sobre la mesa. Cogió el cuchillo que había utilizado para rebanar el pan y haciendo dos cortes dejó la tortilla de papas rellena de camarones dividida en tres porciones; media para su hijo, y un cuarto para cada una de ellas.

   El pan es de soja, ¿verdad? –consultó María rompiendo el silencio, tratando de agradar.
Madre e hijo se miraron y siguieron cenando.

   –Sí, es el único pan que le gusta a mamá –respondió un tiempo después.

   María no entendía el mutismo de la septuagenaria. Ella, con sus halagos, tan solo pretendía mostrar lo agradecida que estaba.

   La anciana se puso en pie y miró a su hijo mientras se limpiaba la comisura de los labios con la servilleta.

   –Me voy a dormir –anunció con respe–. Si te apetece tomar postre, en el frigorífico queda algo de flan.

   –Hasta mañana, mamá –dijo Jefferson.

   –Que pase usted buena noche señora dijo María con tono afable «No sé por qué, pero me temo que no he sido aceptada por la estúpida vieja».

   –Adiós, hasta mañana..., y procura no hacer ruido cuando te acuestes, ya sabes que si no duermo lo suficiente no soy nadie al otro día.

   –No sé, pero tengo la sensación de que no soy del agrado de tu madre –dijo al cabo de un rato mientras trataba de recoger con la cucharilla la última gota del oscuro y delicioso líquido que el trozo de flan había dejado en el plato.


   –Bueno, en realidad, ella es mayor y tiene sus rarezas, pero estoy seguro que pronto os adaptaréis la una a la otra –mintió tratando de hacerla creer que la situación sería transitoria, a pesar de ser consciente que no sería así, pues si algo tenía su madre que la caracterizase era que no daba su brazo a torcer cuando algo no se ajustaba a sus principios.

lunes, 23 de mayo de 2016

Capítulo I Episodio 4 ¿Víctima o Verdugo?



María y Jefferson llegaron exhaustos y jadeantes al rellano de la quinta planta de un decrépito edificio. Jefferson inhaló y exhaló reiteradas veces el aire que demandaban sus pulmones de manera sonora. A continuación, introdujo la mano derecha en uno de los bolsillos de su pantalón para extraer un manojo de llaves:

   –¡Adelante, princesa! –indicó tras haber seleccionado e introducido en la cerradura una de color verde–, las puertas del castillo se abren para ti –dijo acompañando sus palabras con un ademán de cortesía.

   María entró, y tras echar un vistazo a la inhóspita y reducida estancia, hizo un denodado esfuerzo por sonreír, pero, se quedó en un intento.

   Al percibir su negativa reacción.

   –Esto... la he alquilado hace poco... aún no he tenido tiempo de acondicionarla –explicó tratando de justificarse.

   Lo que más la impactó del reducido y desgajado apartamento fueron los trozos de papel, que, hechos jirones colgaban de las paredes junto a las telarañas que se hallaban ubicadas en las lámparas y los rincones de todas y cada una de las estancias en que estaba distribuido.

   –Una vez limpio, con un toque de pintura por aquí y otro por allí –dijo señalando en todas direcciones, Jefferson–, convertiremos este lugar en un cómodo y acogedor nido de amor.

   El rostro de María se redujo igual que un folio al ser estrujado.

   –¿Vamos a pasar la noche aquí? –susurró María.

   –No, no. Hoy iremos a casa de mi mamá; lo de traerte aquí, ha sido para que lo vieras.

   –¡Ajá!, pero de haberlo sabido antes, me habrías evitado el disgusto.

   –Quería darte una sorpresa cuando estuviese terminado y, es por ello que, aún no te había comentado nada –entonó con afligimiento.

   –Me refiero a hoy, a hace un rato, cuando veníamos de camino.

   –¿A caso crees qué después de lo que ha acontecido, mi cabeza pueda estar resolutiva? —dijo malhumorado.

   –¡Oh!, perdóname, no pretendía hacerte enojar.

   Jefferson la miró con desprecio.

   –Pues, menos mal que lo has aclarado, porque si no, ¡cualquiera lo diría!


   María puso cara de chica buena, se acercó a él, y sin mediar palabra se fundieron en un abrazo, y tras una larga y apasionada sesión de besos, abandonaron la estancia con la intención de pasear su amor por toda la ciudad cogidos de la mano, sin ser conscientes de que allá por donde iban eran el centro de atención. Y a pesar del dilatado historial amatorio que Jefferson cargaba a sus espaldas, la forma de caminar, la expresividad de su rostro y el brillo de su mirada dejaba evidencias de lo satisfecho que estaba con su última conquista, ya que: las púberes le proporcionaban el morbo suficiente que necesitaba para satisfacer sus propias ansias y sentir que era él quien dominaba... Una mala experiencia le atormentaba desde tiempo atrás, cuando siendo apenas un adolescente, una cincuentona se encaprichó de él, lo sedujo con agasajos y presentes hasta que logró llevárselo a la cama, y una vez concluido el desagradable encuentro, Jefferson sintió una extraña sensación de asco, fracaso y remordimientos. Y desde entonces le fue imposible mantener relaciones satisfactorias con chicas de su edad.

domingo, 22 de mayo de 2016

Capítulo I Episodio III ¿Víctima o verdugo?




Jefferson se pasó la noche, el día y parte de la tarde haciendo cábalas sobre el porqué de aquel inesperado plantón, tratando de vislumbrar la razón; pero a medida que los segundos iban sucediéndose, la ira ganaba terreno a las conjeturas. El transcurso del tiempo comenzó a hacerse eterno. Los nervios y el mal humor campaban a sus anchas como caballo desbocado. Ansiaba reencontrarse con ella. Jefferson abandonó el hogar familiar dando un portazo que retumbó en el edificio al igual que lo hacen los truenos en las tormentas eléctricas. Al salir del portal caminó directo hacia donde había dejado aparcado el Sedan la tarde-noche anterior. Lo abrió, se acomodó en el asiento, lo puso en marcha, y al cabo de un rato, cumpliendo con el protocolo habitual, lo estacionó en el lugar donde se reunía con María. Quince minutos después, al observar que ella no daba señales de vida, malhumorado, decidió presentarse donde esta moraba. Tras repicar con los nudillos sobre la puerta, al cabo de unos segundos, apareció un hombre corpulento, de mediana edad, aspecto descuidado y cara de pocos amigos.

   –¿Qué le trae por aquí? –preguntó manteniendo las formas.

   –¿Está María? –consultó con tono simpático.

   –¡¿Quién la busca?! –dijo alzando su aguardentosa voz.

   –Dígale que ha venido Jefferson, su prometido –respondió exhibiendo una sonrisa tan densa como espesa es la niebla en algunos lugares durante las noches de otoño.

   –¡No está! –gritó cerrando la puerta con excesiva brutalidad.

   El joven, no contento con el tono ni las formas, volvió a llamar.

   –¿Qué fue lo que no entendiste, abusador? ¿No tienes bastante con haberme deshonrado?

   –¿Y usted...? –inquirió alzando su acampanada voz–. Si estoy aquí, es porque me tengo por hombre y...

   –¡¿Un hombre?! ¡Ja, no me hagas reír! ¡Sabrás tú lo que significa eso!

   –Dígale, no más, que estoy aquí –insistió, dejando entrever que ni sus palabras ni las formas bastarían para intimidarle.

   –¡Marcha de aquí!, no me calientes más, o de lo contrario...

   –De lo contrario, ¡qué! –enfatizó con los ojos inyectados en sangre.

   –...me veré obligado a llamar a la policía.

   –¡Ah!, ¿sí? Huy que miedo… Mire como tiemblo –dijo extendiendo los brazos paralelos al suelo haciendo vibrar las manos exageradamente.

   –¡Lárgate ya, sinvergüenza!

   En ese instante, llorosa y tambaleante, con el rostro evidenciando la brutalidad ejercida sobre ella, apareció María.

   –Cobarde, eso es lo que es usted, ¡un miserable cobarde! –gritó Jefferson sin que le temblase la voz, la mirada desencajada, excretando espuma por la boca como si fuera un perro rabioso.

   –¿Tú, me vas a cuestionar a mí como padre? ¡Tú, que has abusado de una menor! ¡Fuera de aquí malnacido!

   –Lo único que sé –dijo señalándole y agitando enérgicamente el dedo índice en tono amenazador–, es que usted es un mal padre, un maltratador y seré yo el que dé cuenta a la autoridad de lo ocurrido.

   Aprovechando un descuido de su enervado progenitor salió de la casa y se abrazó a Jefferson, mientras tanto, la atemorizada madre guardaba silencio en el interior tratando de que la cosa no fuera a mayores.

   –¡Desvergonzada! –bramó colérico José–. ¿Qué pretendes?

   –Entiéndalo, papá, él es mi novio...

   –Y yo tu padre, ¡descarada!

   –Bueno, ¡ya está bien! –gritó Jefferson–, su hija se viene conmigo y no se hable más –sentenció tirando del brazo de María con fuerza.

   El arrebatado padre miró fijamente a los ojos de su primogénita e hizo un ademán en señal de consulta, elevando reiteradas veces el mentón. María dio un salto para refugiarse detrás de quien suponía que la amaba.

   –¡Mamona!, ¿así me pagas las atenciones y el dinero que he invertido en ti desde el día en que naciste?

   –No papá, así es cómo lo quiere usted.

   –Pues, siendo así, ya estás tardando en irte ¡desagradecida!

   María condujo dubitativamente sus pasos hacia la puerta.

   –¡¿Dónde vas?! –exclamó iracundo el despreciado padre.

   –A recoger mis pertenencias.

   José se interpuso en su camino dejándose llevar por el rencor.

   –Aquí no tienes nada. Todo lo que hay de esta puerta para adentro es mío –manifestó tras desaparecer dando un enérgico portazo.

   En vista de la reacción, la pareja comenzó a alejarse del hogar. Se disponían a entrar en el auto, cuándo el chirriar de los goznes hizo que estos girasen la cabeza, convencidos que tras ella aparecería un afligido padre; pero nada más allá de la realidad.

   –¡Ah!, y por lo que más quieras, no se te ocurra aparecer por aquí –gritó todo lo alto que sus cuerdas vocales le permitieron—: Hazte a la idea de que tus padres y hermanas han muerto –determinó José.

   –¡Vámonos, princesa! –solicitó con ímpetu Jefferson–, qué yo te daré el calor que nunca has tenido.

   María, a pesar de que no tenerlas todas consigo, dio por hecho que Ángela, su hermana melliza, se haría cargo de sus obligaciones. Las mismas que ella había asumido tres años atrás cuando su madre cayó en una de esas depresiones en las que hay que seguir de cerca cada uno de los pasos que dé la persona enferma.