domingo, 22 de mayo de 2016

Capítulo I Episodio III ¿Víctima o verdugo?




Jefferson se pasó la noche, el día y parte de la tarde haciendo cábalas sobre el porqué de aquel inesperado plantón, tratando de vislumbrar la razón; pero a medida que los segundos iban sucediéndose, la ira ganaba terreno a las conjeturas. El transcurso del tiempo comenzó a hacerse eterno. Los nervios y el mal humor campaban a sus anchas como caballo desbocado. Ansiaba reencontrarse con ella. Jefferson abandonó el hogar familiar dando un portazo que retumbó en el edificio al igual que lo hacen los truenos en las tormentas eléctricas. Al salir del portal caminó directo hacia donde había dejado aparcado el Sedan la tarde-noche anterior. Lo abrió, se acomodó en el asiento, lo puso en marcha, y al cabo de un rato, cumpliendo con el protocolo habitual, lo estacionó en el lugar donde se reunía con María. Quince minutos después, al observar que ella no daba señales de vida, malhumorado, decidió presentarse donde esta moraba. Tras repicar con los nudillos sobre la puerta, al cabo de unos segundos, apareció un hombre corpulento, de mediana edad, aspecto descuidado y cara de pocos amigos.

   –¿Qué le trae por aquí? –preguntó manteniendo las formas.

   –¿Está María? –consultó con tono simpático.

   –¡¿Quién la busca?! –dijo alzando su aguardentosa voz.

   –Dígale que ha venido Jefferson, su prometido –respondió exhibiendo una sonrisa tan densa como espesa es la niebla en algunos lugares durante las noches de otoño.

   –¡No está! –gritó cerrando la puerta con excesiva brutalidad.

   El joven, no contento con el tono ni las formas, volvió a llamar.

   –¿Qué fue lo que no entendiste, abusador? ¿No tienes bastante con haberme deshonrado?

   –¿Y usted...? –inquirió alzando su acampanada voz–. Si estoy aquí, es porque me tengo por hombre y...

   –¡¿Un hombre?! ¡Ja, no me hagas reír! ¡Sabrás tú lo que significa eso!

   –Dígale, no más, que estoy aquí –insistió, dejando entrever que ni sus palabras ni las formas bastarían para intimidarle.

   –¡Marcha de aquí!, no me calientes más, o de lo contrario...

   –De lo contrario, ¡qué! –enfatizó con los ojos inyectados en sangre.

   –...me veré obligado a llamar a la policía.

   –¡Ah!, ¿sí? Huy que miedo… Mire como tiemblo –dijo extendiendo los brazos paralelos al suelo haciendo vibrar las manos exageradamente.

   –¡Lárgate ya, sinvergüenza!

   En ese instante, llorosa y tambaleante, con el rostro evidenciando la brutalidad ejercida sobre ella, apareció María.

   –Cobarde, eso es lo que es usted, ¡un miserable cobarde! –gritó Jefferson sin que le temblase la voz, la mirada desencajada, excretando espuma por la boca como si fuera un perro rabioso.

   –¿Tú, me vas a cuestionar a mí como padre? ¡Tú, que has abusado de una menor! ¡Fuera de aquí malnacido!

   –Lo único que sé –dijo señalándole y agitando enérgicamente el dedo índice en tono amenazador–, es que usted es un mal padre, un maltratador y seré yo el que dé cuenta a la autoridad de lo ocurrido.

   Aprovechando un descuido de su enervado progenitor salió de la casa y se abrazó a Jefferson, mientras tanto, la atemorizada madre guardaba silencio en el interior tratando de que la cosa no fuera a mayores.

   –¡Desvergonzada! –bramó colérico José–. ¿Qué pretendes?

   –Entiéndalo, papá, él es mi novio...

   –Y yo tu padre, ¡descarada!

   –Bueno, ¡ya está bien! –gritó Jefferson–, su hija se viene conmigo y no se hable más –sentenció tirando del brazo de María con fuerza.

   El arrebatado padre miró fijamente a los ojos de su primogénita e hizo un ademán en señal de consulta, elevando reiteradas veces el mentón. María dio un salto para refugiarse detrás de quien suponía que la amaba.

   –¡Mamona!, ¿así me pagas las atenciones y el dinero que he invertido en ti desde el día en que naciste?

   –No papá, así es cómo lo quiere usted.

   –Pues, siendo así, ya estás tardando en irte ¡desagradecida!

   María condujo dubitativamente sus pasos hacia la puerta.

   –¡¿Dónde vas?! –exclamó iracundo el despreciado padre.

   –A recoger mis pertenencias.

   José se interpuso en su camino dejándose llevar por el rencor.

   –Aquí no tienes nada. Todo lo que hay de esta puerta para adentro es mío –manifestó tras desaparecer dando un enérgico portazo.

   En vista de la reacción, la pareja comenzó a alejarse del hogar. Se disponían a entrar en el auto, cuándo el chirriar de los goznes hizo que estos girasen la cabeza, convencidos que tras ella aparecería un afligido padre; pero nada más allá de la realidad.

   –¡Ah!, y por lo que más quieras, no se te ocurra aparecer por aquí –gritó todo lo alto que sus cuerdas vocales le permitieron—: Hazte a la idea de que tus padres y hermanas han muerto –determinó José.

   –¡Vámonos, princesa! –solicitó con ímpetu Jefferson–, qué yo te daré el calor que nunca has tenido.

   María, a pesar de que no tenerlas todas consigo, dio por hecho que Ángela, su hermana melliza, se haría cargo de sus obligaciones. Las mismas que ella había asumido tres años atrás cuando su madre cayó en una de esas depresiones en las que hay que seguir de cerca cada uno de los pasos que dé la persona enferma.


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