jueves, 30 de junio de 2016

Capítulo I Episodio 4, Vidas Truncadas


Amaneció un fastuoso día y, tras constatar que todos los integrantes de la banda estaban presentes en la plazuela, Antonio se dirigió a sus aguerridos incondicionales:
   —Cómo ya sabéis, hoy toca día de caza… pero antes,  tengo que  decí que no se puede dispará a ningún animal que tenga dueño, ni a ninguna persona, y que tenemos que  tené mucho cuidao de no clavarnos ninguna flecha… ¡Ah!, y como ya sabéis,  el que no quiera cumplí las órdenes: le echo de la banda. ¿Está claro?
   —¿Y qué vamos a cazá entonces? —preguntó, poniendo cara de desagrado, Leandro.
   —Cazaremos pájaros, conejos y bichos que no sean de nadie —respondió, con tono seco y malhumorado.
   —¿Y aónde vamos a ir? —irrumpió de nuevo Leandro.
   —Vamos a ir a la fuente que está junto al portillo de Valcorchero, a los vivales que hay endentro de los zarzales.
   Después de informar a la tropa condujo sus pasos hasta las casetas de los perros y, tras agacharse, liberó al macho alfa para que este les acompañase. A continuación, se encaminaron en tropel hacia las coordenadas indicadas.  Aún faltaban unos quinientos metros para llegar cuando alzando la mano ordenó detener la marcha:
   —¡Shsss! ¡callarse coño! —decretó con un liviano tono de voz—. A partí de ahora hay que ir en silencio pa que los conejos no se escondan en sus cuevas.
   Un momento después, reanudaron el paso con tanto sigilo como el felino que espera sorprender a su presa.
   Apenas faltaban cien metros para llegar al manantial, cuando se quedaron estupefactos al observar la presencia de un nutrido y diversificado grupo de conejos que, ajenos a lo que se les venía encima, estaban dedicados en cuerpo y alma a satisfacer las necesidades más básicas: unos roían y degustaban afanosamente las tiernas y frescas briznas de hierba que brotaban junto a la fontana; otros, saciaban la sed en el chorro de agua que fluía por el rebosadero junto a las zarzas, mientras que  una treintena de gazapillos y medios-conejos jugaban despreocupados entre las retamas y las coloridas y perfumadas matas de cantueso. Unos y otros actuaban así confiando en la experiencia de un macho adulto que oteaba el horizonte, erguido sobre sus patas traseras desde un montón de piedras. De súbito, el macho alfa emprendió la cacería por su cuenta y riesgo. El escamado roedor olisqueó la presencia de los intrusos y, dando un salto, comenzó a chillar para dar la voz de alarma a la par que velozmente emprendía la huida hacia la madriguera. El tropel organizado tanto por los que huían como por el que les perseguía se podía oír a varios cientos de metros. Entre el cáos, destacaba el incesante, eufórico y agudo ladrido que ponía de manifiesto la ansiedad y el entusiasmo que embargaban al astuto y adiestrado perro. Al cabo de un poco, este comprendió que el factor sorpresa no sería suficiente para salirse con la suya. Por un lado, al ser tan elevado el número de conejos y correr estos en todas direcciones; por el otro, él estaba acostumbrado a cazar en grupo y, como consecuencia, al admitir su fracasado intento: desistió de seguir gastando la menguada energía, dirigió una opaca mirada hacia el arquero mayor y comenzó a jadear con excesiva sonoridad como si estuviese reclamando algún premio.
   Antonio se dirigió hacia él y, puso una rodilla en tierra:
   —Te estás haciendo viejo, mi niño; pero no te precupes: tú siempre serás el jefe de la maná —le dijo al oído, mientras le pasaba la mano por el lomo y, tras achucharle contra su pecho, se reincorporó, se tocó la barbilla con la mano—: Tenemos que escondernos y no hacé ni un solo ruido pa que los conejos salgan otra vez —indicó a los demás.
  Unos minutos después, la calma se fue adueñando del lugar; pero aún así, de nada sirvió el permanecer en silencio y estáticos, como suelen hacer las estatuas de bronce que por doquier adornan plazas y jardines en pueblos y grandes urbes, por espacio de dos horas y, tras darse por vencido, al comprobar que los roedores no hacían mención alguna para dar señales de vida, además de que, por la señales que le enviaba el estómago, presentía que iba siendo la hora de ir a comer.
   —¡Vámonos pa casa, mañana será otro día!  —dijo con rabia, Antonio.
   Durante el retorno, lo acontecido hizo surgir la conversación.
   —La culpa ha sío del Moro —soltó sin más Leandro.
   —No, no. Ha sío del cabrón del conejo cá salió corriendo y chillando —alegó Moreno.
   —¡Callarsos ya, coño!..., qué más da quien haiga tenío la culpa ¡Jodé! —reprendió malhumorado, Antonio.
   Al percibir el discrepante talante del «capitán», ni siquiera fue necesario decir que sería mejor guardar silencio: ya que los enfados de este se erradicaban con rapidez.
   Por la tarde, después de haber estado jugando por las inmediaciones del «Cuartel…», acercándose la hora de dar por finalizada la jornada.
   —Mañana me levantaré a las siete de la mañana pa ir otra vé a cazá —balbució y expuso mirando a Pedro y Vicente—. Si queréis vení... ya sabéis la hora y el lugá de partía; pero, mañana, iremos sin el perro: pa que no nos pase lo mismo que hoy.
   —Estoy de acuerdo —respondió en primer lugar Pedro, el vecino de enfrente.
   —Yo, tengo que preguntárselo a mis padres y si me dejan voy —expresó Vicente. Y, dicho esto, cada uno se fue para su respectiva morada.
   Tras pasar la noche.
   Una vez reunidos, se pasaron a recoger los arcos y, a continuación, emprendieron la marcha ladera arriba, a buen ritmo, para llegar cuanto antes al lugar. En esta ocasión tomaron la precaución, no solo de ir sin hablar, sino también intentar hacer el menor ruido posible. Aun así, de poco les sirvió, ya que los astutos conejos, además de utilizar la vista y el oído para librarse de cualquier amenaza, contaban a su favor con un fino y preciso olfato, algo con lo que no contaba Antonio. Haciéndole ver, una vez más, que para cazar no bastaba solo con la intención. Después de permanecer durante una hora en silencio e inmóviles; tras darse por vencido, tomó la decisión de asumir el nuevo y fallido intento cómo una derrota más y, tras un leve y rápido movimiento de cabeza, sin necesidad de hablar, les indicó que había llegado la hora de abandonar el lugar.
   De regreso a casa, Antonio se detuvo en seco al observar que junto a una de las retamas se encontraba agazapado un hermoso conejo  y, extremando precauciones comenzó a avanzar hacia él cómo si se tratase de una  repetición de moviola futbolística, logró situarse a una decena de metros del animal y, con mucha discreción, se fue reincorporando al tiempo que iba colocando la flecha a la vez que dirigía y tensaba el arco hacia el relajado y absorto animal. «¡Siussss!», silbó mientras cortaba el aire la vertiginosa saeta, durante una par de segundos e instantáneamente se escucharon los estrepitosos y desesperados chillidos que emitió el desdichado roedor al recibir el inesperado zambombazo de lleno en la cabeza. Seguidamente, retumbó un enérgico «¡Bieennnnn!», tras el cual, Antonio partió hacia la presa abatida y, viendo que este había emprendido la huida desorientado y con muy poca energía, corrió tras él hasta darle alcance. Una vez en sus manos, al advertir que aún seguía con vida, le remató dándole un golpe detrás de las orejas, tal y como había observado hacer tiempo atrás a su padrino.
   —¡Jodel, que puntería tienes! —balbució con frenesí, Pedro—. Eres el mejó de toa la banda.
   —Por algo es el capitán —afirmó con vehemencia Vicente.
   Ante la ineptitud de poder evitar la emoción que expresaban el rostro y el brillo de los ojos, conmovido tanto por el acierto como por los elogios.
   —Bueno, bueno.  También ha sío un poquino de suerte —admitió Antonio.
   —Ya, pero tú sabes más y por eso eres el jefe de la banda —zanjó Vicente.
   Al llegar al barrio, Antonio se percató de que la puerta de la piconera estaba entreabierta y, pensando que podría estar allí su padre, condujo sus pasos hasta el lugar. Encontrándose a unos dos metros de la puerta, se detuvo un momento, tomó todo el aire que le cupo en los pulmones, sacó pecho, prosiguió el camino y levantando el conejo con su mano derecha se posicionó frente a la puerta:
   —Mire, papa, lo que he cazao —chilló con agitación y energía.
   Tres segundos después, sin haberse recuperado aún del sobresalto, con el corazón a mil por hora, las cejas enarcadas y los ojos haciéndole chiribitas, su rostro se volvió a demudar pasando de una expresión asustadiza a otra de júbilo en un ¡plis! ¡plas!: así de resuelto era José.
   —¡Mu bien, hijo mío! ¡Ole tus güevos! Estas hecho un güen cazaó… Déjalo aquí, que ya lo llevo yo, aluego, pa casa.
   Antes de abandonar el lugar, Antonio refirió con todo lujo de detalles, valiéndose de su capacidad soñadora, la estrategia utilizada para capturarle.
   —Bueno, papa,… si lo lleva usté a casa,… entonces ya me voy a jugá   —alegó, al tiempo que le daba un par de besos como despedida.
   Unos minutos después, regresaba Manuela de la abacería haciendo elucubraciones sobre que pondría para comer al día siguiente, cuando, de súbito, aceleró el paso al darse cuenta que la portezuela de la piconera aún permanecía abierta y ante la surgida duda: decidió comprobar si había alguien en su interior.
   —¿Qué haces ahí, marido? —lanzó con voz suave a modo de saludo.
  José apartó de su regazo la red que estaba plomeando y se puso en pie.
   —Aquí, preparando los aperos pa mañana. ¡Mira lo ca'traío el Pirata! —respondió, a la par que con el dedo índice señalaba la pieza abatida por su hijo.
   —¡¿Uy, la madre que le parió?! ¿D'ande habrá sacáo ese hermoso conejo? —balbució entre contenta y contrariada.
   —Güeno, él cree que la cazao con el arco porque tiene mucha puntería; pero la verdá es bien distinta: el bicho tié la morrina —Mixomatosis—. ¿No ves que tié la cabeza jinchá? —informo con tono irónico.
   —Sí, sí que lo veo… Y, si él es felí, ¿qué importa cómo lo haiga cazao?
   José asintió y notó un ligero aumento de temperatura en sus mejillas al mismo tiempo y dirigió la mirada hacia el suelo.
   —La verdá es que tiés toa la razón. La pena es que no mos lo poamos comé… ¡Qué rico habría estao el condenao guisao con unas patatas estofás!
   En el barrio, el «capitán» había contado con infinidad de detalles la fructífera cacería a todo ser viviente con el que este se había encontrado, e incluso lo estaba reviviendo en casa junto a sus hermanos: que atónitos no daban crédito a la aventura que este trataba de contarles, ya que eran conscientes de la imaginación y fantasías que gozaba.
   —Menos lobos caperucita —sugirió Azucena desde la cocina.
   Antonio se puso en pie y se dirigió hacia ella cargado de tensión.
   —Ya verás cuando venga papa y veas el conejo. A vé que dices aluego, lista, que tú te crees que eres mu lista y no sabes na de na —le gritó a escasos centímetros de su preciosa cara.
   El ruido producido al abrir y entrar en casa Manuela y José, interrumpió la tirante conversación.
   —¡Venga! dejaros ya de tanta cháchara y ir poniendo la mesa: que vamos a comé enseguía  —balbució Manuela.
   Antonio corrió hacia José buscando con la mirada.
   —Papa, papa… enseñe el conejo, qu'estas no me quieren creé.
   De repente, el rostro de José se tornó tan triste como el que acaba de unirse a un velatorio.
   —Ya no lo tengo, hijo —dijo con voz queda.
   La cara de Antonio era todo un poema.
   —Pos, ¿aónde está?  —logró articular.
   José le puso la mano sobre el hombro con el rostro y la mirada afligidos.
   —Tu madre hijo, que se la dao a una mujé que l'ha dicho que no tenían pa comé   —mintió para no herir los sentimientos del arquero mayor, ya que en realidad:  lo había tirado él mismo antes de subir.
   Una leve sonrisa se dibujó en las comisuras de los labios del resignado retoño.
   —Bueno, está bien, papa… Ya iré otro día a cazá… ¡Qué allí hay muchos!
   José hizo un ademán con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba.
   —Sí, hijo, ya irás; pero tendrás que tené mucho cuidao, ya que, si te ven los civiles con argún conejo en las manos, tendremos que pagá una güena murta.
   Antonio exhibió en su faz un matíz interesante.
   —No se precupe por eso, papa.  Me llevaré la cartera y asín creerán que vengo de la escuela.
   El rostro y el ánimo de José recobraron su estado natural.
   —Asína me gusta, hijo mío, ¡Eres más listo que'l jambre!
   Antonio seguía buscando complicidad en su todo, para él su padre era un ejemplo a seguir.
   —Papa, pa algo tiene que serví la escuela, ¿no?
   José sonrió y le guiñó un ojo en señal de camaradería.
   —Conque no te metas en líos, será suficiente hijo mío.
   Manuela no pudo resistirse a lo que su corazón le aconsejaba.
   —Ya quisieran muchos tené un hijo tan listo, tan cariñoso y tan obediente como el mi Antonio —manifestó desde la cocina—. Anda, hijo mío, ¡vete a lavá las manos!, que, a sabé con lo ca'brás andao hoy.
   Antonio, agradecido retransmitió lo que en su interior albergaba.
   —Y a los demás muchachos tené unos padres tan buenos como los míos.


miércoles, 29 de junio de 2016

Capítulo I Episodio 3, Vidas Truncadas.


Una soleada mañana de mayo de 1971
Damián fue en busca de José. Desde la distancia, observó que este se hallaba sentado bajo la sombra de una verde y florida acacia junto al borde de una de las recién creadas aceras, con las piernas despatarradas. Estando un poco más cerca se percató de que, entre las piernas emergían una veintena de largas y verdiamarillas varas de mimbre, en cuyo extremo, en su parte más elevada, estaban atadas con un trozo de cuerda; en el suelo, descansaba la torneada base del cesto mientras que con sus trabajadas manos comenzaba a entretejer las flexibles ramas; a su izquierda, a unos cincuenta centímetros de distancia, sobre las grisáceas y rugosas baldosas se hallaba abierta una «cabritera» de ennegrecidas cachas, hoja afilada y grandes dimensiones, que era utilizada con destreza por José para recortar las mimbres, y junto a ella un paquete de Celtas largos con filtro y, sobre este, un plateado y metálico mechero de gasolina.
   Uno pasos antes de llegar, Damián se detuvo un instante para recolocarse la indumentaria:
   —Hola, güenos días, compare —balbució.
   —Güenos están, sí que es verdá. ¿Qué le trai tan de mañana por aquí?  —respondió al tiempo que giraba la mirada hacia atrás quien, hasta entonces, se hallaba inmerso en la construcción de uno de los muchos canastos que utilizaba para el transporte y la venta de pescado, el mismo que abandonó la tarea cuando a sus espaldas escuchó y reconoció una voz que le resultaba familiar, el mismo que bajo la blanca y revirada gorra de visera que cubría su cabeza y ocultaba, entre amarillenta y plateada, una tupida cabellera; el mismo que sobre su torso desnudo aún se podía ver una abundante y blanquecina pelambre; el mismo que, sobre su brazo derecho lucía tatuado el rostro de una bella mujer y bajo este una leyenda que decía: «Amor de madre». Y, un poco más abajo, en el reverso del antebrazo, el rostro y el torso de una mujer desnuda; el mismo que, tenía su pantalón, de un suave y fino tergal color crema, remangado hasta la mitad de la pantorrilla; el mismo que, tenía sus grandes pies enfundados, sin calcetines, en unas cómodas y gastadas sandalias de cuero negro; el mismo qué, un rato antes había colgado su camisa de pequeños, claros y oscuros cuadros de una de las puntas que se hallaban clavadas en la parte alta del tronco de una de las acacias que habían sembrado en  una hilera en paralelo con las viviendas.
   Entre ambos existía una gran amistad desde la infancia, y, con el paso de los años, esta había ido a más; ya que, tiempo atrás, Damián se había ofrecido para ser el padrino de Antonio.
  Con el rostro cabizbajo, titubeante y afligido
   —Pos, la verdá, es que le traigo una noticia güena y otra mala.
   Al observar el semblante de este, José se puso en pie con la agilidad que caracteriza a los felinos.
   —¡Cómo asína! ¿Ha ocurrio arguna desgracia?
   Damián negó con la cabeza reiteradas veces.
   —No, no, compare. Tan solo se trata de que habemos acordao, la comare y yo, de dirnos a viví a Madrí. Aquí es mu dificí salí p'alante con tantas bocas que alimentá.
   José suspiró profundamente, un par de segundos después, su demudado rostro recuperó el color y la alegría al comprender que no se trataba de una tragedia.
   —Sí, sí que es cierto. En mi casa, si no juera sío por el río y el picón…, lo que gano en las obras no mos llega pa jacé frente a la vía… ¿Y la mala? —consultó con manifiesto desánimo.
   —Era esa, compare... La güena, es que quiero dejále a cargo del chiscón, ya sabe, por si acaso temos que vorvé y asína poé contá con él,   ¿si a usté le paéce bien, compare?
   —Está bien, ¿y con el ganao que va a jacé, usté?
   —No se precupe, compare. Ya lo tengo vendio, asína que tenga las llaves del candao y no permita que ningún extraño se adueñe.
   —Tranquilo. No se precupe usté por ello, y si ha de regresá ¡Cuente usté con su propiedá!... ¿Y cuándo tién pensao dirse? —balbució.
   —Mañana, Dios mediante.
   Tras dar por terminada la conversación se despidieron con un fuerte abrazo, y alguna que otra lágrima deslizándose por sus mejillas. José alzó los brazos y la mirada hacia el Cielo y sin importarle que otros les pudiesen escuchar:
   —¡Te ruego Señó que le vaya bien a mi compare y a toa su familia! —imploró, suspiró y sacándose un pañuelo de tela del bolsillo se enjugó las amargas lágrimas.

Un tiempo después, sentados en torno a la mesa camilla, esperando para comer.
   —Papa, por qué no me da usté la llave y le cuido yo el chiscón a mi padrino.
   Mirándole de soslayo a través del rabillo del ojo, tras una espaciosa y sonora sonrisa.
   —Güena idea, hijo mío, pero tiés que tené mucho cuidao de no rompé na: por si tié que vorvé el compare.
   Antonio le miró a los cerúleos ojos y se creció tal como lo hacen los pavos reales…
   —No se precupe usté por eso, papa: que ya me encargo yo de to.
   Al día siguiente, reunidos en la plazuela, como siempre, junto al portal de Antonio.
   —¡A vé muchachos! Tengo una sorpresa —dijo elevando la voz, intentando acaparar su atención.
   —¿De qué se trata, Antonio? —preguntó Moreno.
   —Os tengo que decí, que desde hoy, tenemos un cuartel al que debemos defendé cómo si fuera de nuestros padres, y, a cambio, podremos jugá y usarlo pa lo que queramos. ¿Queda claro? —balbució.
   —¿Y ónde está el cuartel? —preguntó visiblemente emocionado, Leandro.
   —Seguirme —indicó Antonio, a la par que iniciaba una repentina y fugaz carrera.
   Una vez que atravesaron la última calle, estando situados frente a la barraca, les informó de que aquella sería el cuartel y, a continuación, la panda emprendió una súbita galopada para recorrer los escasos cincuenta metros que les separaban del tentador lugar, al tiempo que gritaban exaltados.
   —¡Yupiii...yupiii! ¡Bien, Antonio, bieeeeennn! ¡De chupilimanguiliiii!
   Moreno era llamado cariñosamente así por ser este el apodo familiar, y no por el hecho de tener la piel o el pelo negro, era un chaval alegre y sociable. Antonio y él se conocían prácticamente de toda la vida y, a pesar de que Moreno contaba seis años menos, nunca fue ningún obstáculo para su amistad.
   Leandro era otro de los chavales de la banda y acababa de cumplir los nueve. Este lucía media melena de lacios y rubios cabellos y, además de mostrarse poco sociable, era introvertido y pendenciero.
   Al llegar junto a la de la edificación, Antonio se puso en medio y, tras girarse sobre sus pasos:
   —Antes de entrá, hay que hacé un juramento y formá una banda, y si alguien no quiere, que lo diga ahora; pero que sepa, que no volverá a jugá con nosotros... Quién esté de acuerdo que levante la mano —balbució, con voz atiplada. Y, tras comprobar que eran conformes, comenzó a nombrar los cargos que estos ocuparían, en función de su edad, en la recién instituida banda siguiendo para ello lo que este había visto en el recinto escolar.  —El patio del colegio era compartido con el cuartel militar que estaba ubicado en la ciudad, a escasos metros del colegio, donde cada día, Antonio, observaba ensimismado cómo la mayoría de los soldados desfilaban, mientras que los que pertenecían a la banda de música ensayaban, un poco más allá, junto a los servicios públicos, las marchas militares en el Parque de la Coronación.
    —Yo seré el capitán; el Vicente, el teniente; el Pedro, el sargento; el Leandro, el médico y el Moreno su ayudante y los demás soldaos, ¿Queda claro?
   —¡¡Sí!! —respondieron, tras un breve silencio, coincidiendo al unísono, una veintena de fieles y agitados mozalbetes.
   —¡Vale!, siendo asín, ahora tenéis que jurá por Dios y por vuestra madre, que cuidaréis siempre del chiscón cómo si fuera de vuestros padres y que no romperéis na, ni dejaréis que otros lo hagan. ¿Estáis de acuerdo y lo juráis?
   —¡Sí, lo juramos! —respondieron entusiasmados y enérgicamente. Acto seguido, abrió el candado y, al observar lo que había dentro, decidió desprenderse de todo aquello que no les sirviese y, sin pensárselo, se pusieron manos a la obra. Lo primero en sacar, fueron las conejeras; después, continuaron desmontando, con sumo cuidado, el resto de las instalaciones a la par que las iban depositando cuidadosamente sobre el tejado. —Con el fin de preservarlo en buen estado, por si acaso tenía que retornar Damián.
   Así fue como la barraca se convirtió de la noche a la mañana en el «Cuartel General» de la recién creada y organizada banda, compuesta por una veintena de fieles, bravos y obedientes guerreros, cuya edad oscilaba entre los doce años del capitán o el teniente y los cuatro del más pequeño, este último sobrino del «capitán» Hinojal-Sánchez.
   En su tiempo libre, Antonio, además del cuidado de los sobrinos, se encargaba de ir a echar de comer y liberar durante un par de horas o tres al día a los seis perros que su cuñado utilizaba para la caza, los cuales permanecían atados a sus correspondientes casetas.  —Un bidón de chapa, de los utilizados para el agua en las obras, tumbado en el suelo y con un agujero que les permitía la entrada para descansar sobre una mullida y cálida capa de borra. Estos, además de estar situados al resguardo de una pared de piedra que mediaba entre un prado y la plazuela, estaban anclados al suelo con un cable acerado y, sobre la techumbre, varias piedras para evitar que el aire los desplazase.

Tras la migración de Damián, un mes después.
Con el lanzamiento de varios cohetes en la Plaza Mayor se anunciaba a los ciudadanos el inicio de las ferias y fiestas de la ciudad. Antonio disfrutaba «como un enano» recorriendo el recinto ferial en compañía de sus padres y hermanos. Disponían de cuatro días por delante para disfrutar de todo cuanto se había instalado en el Parque de la Coronación. Las atracciones ejercían sobre él un enorme deseo y anhelaba subirse en todas, aunque, era consciente de que tendría que conformarse con deleitarse con las que sus progenitores consideraban de menor riesgo y, como era sabedor de la exigua liquidez familiar, este lo aceptaba de buen grado y trataba de regocijarse de las demás a través de la imaginación.
   Caminando por uno de los paseos que discurría entre las casetas, mientras que los adultos se entretenían mirando y comprando  algunos de los productos que allí se podían adquirir: patatas fritas, churros, gambas cocidas, trozos de coco, chufas, encurtidos, escabeches e infinidad de frutos secos o turrón de cacahuetes, Antonio iba recorriendo una a una, sin perder de vista a los suyos, las barracas dedicadas al tiro con escopetas, dardos… y, aprovechando que sus padres y hermanos decidieron hacer un alto para tomar un refrigerio en uno de los bares, optó por quedase junto a la del tiro con arco, permaneciendo allí por espacio de una hora totalmente abstraído de la realidad: imaginando a los de la banda armados, al estilo deRobin Hood, para defender el acuartelamiento.
   Y, como colofón a las ferias y fiestas, al día siguiente en casa de los Hinojal-Sánchez se volvían a reunir para celebrar el cumpleaños de Antonio y, una semana después, las puertas del colegio se cerraban para dar paso a las vacaciones estivales.
   Al día siguiente, a primeras horas de la mañana junto al «Cuartel…»:
   —¡Atención!, muchachos. Hoy, vamos a ir a cortá retamas, y, aluego, más tarde, en busca de gamonitas. ¿Queda claro?
   —Antonio, ¿y qué vamos hacé con eso? —curioseó Leandro.
   —¡Tú! —indicó, señalando a Moreno—. Entra en el chiscón y coge el hacha y el serrucho que están en el cajón grande, ¡date prisa!, que entoavía queda mucho por andar.
   —A la orden mi capitán —respondió ágil y enérgicamente con un pie dentro y el otro aún fuera de la barraca y, en menos de lo que canta un gallo—: Ya estoy aquí —notificó, al tiempo que le mostraba las citadas herramientas, elevando una en cada mano.
   Tras cerrar la puerta, echar el candado e introducir la llave por el hueco que en su día utilizaban las gallinas cada vez que a estas les apetecía entrar o salir, emprendieron el camino sin más demora hasta llegar al lugar en que abundaban las retamas grandes, en las inmediaciones de la encina Peo, y después de mandar cortar aquellas que a él le parecieron idóneas:
   —¡A vé!, vosotros tres —dijo señalando a Leandro, Miguel y Julio—. Llevá estos palos al chiscón y quedarsos allí endentro hasta que yo llegue.
   —¡Jodél!, ¿y por qué, yo? —reprochó entre dientes, Leandro.
   Antonio se fue hacia él como una flecha, acercó su cara a unos veinte centímetros y le miró fijamente a los ojos con las pupilas tan contraídas como las de un gato a plena luz de un día de verano.
   —Porque yo lo digo, ¿te parece bien?
   Leandro dio un paso atrás a la par que evitaba la intimidatoria mirada.
   —Sí —dijo sin más: «Ya sabemos que es siempre lo que tú digas y si no es así, nos echas de tu lado… ¡así cualquiera, no te jode!».
   Antonio se volvió hacia los otros sin dar muestra del júbilo que le producía el sentirse como el macho Alfa de la manada.
   —¡Seguirme!, que sé un sitio donde hay muchas gamonitas —indicó. Y después de recoger solo aquellas que eran rectas y de la temporada anterior—: ¡Vámonos, ya!, que con estas tenemos de sobra.
   Al retornar al punto de partida, sin previo aviso, salió corriendo hacia la piconera —Pequeño almacén que tenía, José, para guardar las redes y el «cisco»— y, al observar que la puerta estaba abierta de par en par se dejó llevar por los malos pensamientos; pero una vez allí, se tranquilizó al comprobar que era su padre el que se encontraba en el interior:
   —Hola, papa —dijo al tiempo que se inclinaba para darle un par de besos.
  José le miró de soslayo.
   —¡¿De qué vendrás juyendo, Pirata?! —dijo con tono afectivo.
   Antonio puso cara de chico bueno.
   —Papa, ¿puedo cogé l'alambre y el ovillo de cuerda?
   Enarcando la ceja derecha se volvió hacia su hijo.
   —¿Pa qué lo quieres?
   Antonio bajó el tono de voz y la mirada.
   —Pa hacé arcos y flechas.
   —¿Y pa qué son esos achiperres, hijo?
  Antes de responder, temiéndose lo peor, echó un paso hacia atrás.
   —Pa jugá y cazá —susurró.
   José chasqueteo la lengua.
   —La verdá hijo, es que cá día me sorprendes con tus ocurrencias —dijo con tono burlesco—. Pués llevátelo, pero escucha bien lo que te voy a decí: no se t'ocurra cazá gatos, perros, gallinas ni ningún otro animá que tenga amo. Porque, si no es asína, te meto una zurra que te cagas por las patas pa'bajo.
   El afectado rostro de Antonio demudó a una fase de júbilo con la rapidez de un guiño.
   —No se precupe usté, papa, solo cazaremos pájaros y conejos de campo.
   —Y ten mucho cuidao de no jerí a nadie. ¿T'has enteráo bien? —advirtió.
   Antonio asintió reiteradamente con la cabeza.
   —Sí, papa. No se precupe usté.
   Una vez recogido el material, y un par de sacos de yute, se enfiló hacia el acuartelamiento emprendiendo una precipitada y veloz carrera para continuar con los planes previstos.
   —¡Moreno, coge la hoz y vente cormigo! —ordenó enérgicamente, tras retornar.
   —¿A ónde vamos?
   —¡Venga!... ¡Date prisa y no preguntes tanto, Jodé!
   —Es que me tengo que ir a comé enseguía, que aluego, si llego tarde me riñe mí padre.
   —Mi niño, pero si no vamos a tardá na, es solo pa segá un poco de yerba, pa llená estos sacos.
   —¡Vale!, iré contigo, pero en cuantito que sea la hora de comé:  me voy pa mi casa.
   Una vez logrado el objetivo se marcharon prestos a comer, con el fin de volver a reunirse después de la siesta, a eso de las cinco.
   La tarde estuvo animada y laboriosa, sobre todo para Antonio, ya que él, asumió la tarea de construir los arcos y la mayoría de las flechas. El suyo, además lo adornó con unas plumas de gallina negra, dándole así el aspecto de ser el arco de un Jefe Indio y después de realizar varios tiros y comprobar que las flechas no se dirigían en línea recta: «¿Qué pasará si le pongo un poquino más d'alambre en la punta?», pensó.
   —Moreno, traime las estenazas que están en el cajón de herramientas —dijo haciendo un ademán apremio con la mano y, seguidamente, con el utensilio en su poder, tomó una de las gamonitas, la sujetó entre las rodillas y, tras darle cinco o seis vueltas, cortó y apretó el alambre con las tenazas.
   —¡A vé, si ahora hay más suerte! —manifestó, al tiempo que, de un salto, se puso en pie y ordenaba que le acercasen su arco. A continuación, tensó el arma con todas sus fuerzas y, apuntando hacia un milano que sobrevolaba la zona, a la altura de los tejados, efectuó el disparo e impacientemente recorrió con la mirada reiteradas veces la distancia entre el objetivo y la trayectoria de la apresurada saeta, mientras que, con los ojos como platos, observaba abstraído cómo esta se abría paso en línea recta hacia la oscura silueta, que en aquel instante surcaba los aires justo por encima de donde él se encontraba.  Unos segundos después, fue testigo de cómo la flecha impactaba contra la rapaz y de cómo esta abandonaba a toda prisa el lugar después de haber recibido el inesperado impacto, dejando tras de sí una estela de plumas que se precipitaban suavemente en zigzag simulando el vaporoso y pausado vuelo de las mariposas.
   —¡Vaya hoctia que l'has metío! —gritó eufórico Vicente, mientras que los demás aplaudían enérgicamente, sin salir de su asombro.
   Tomó una de las varas e introdujo una punta con la cabeza hacia atrás y prosiguió dándole cuatro o cinco vueltas con el alambre y, después de apretarlo, cortó el sobrante: «Vamos a vé si hay más suerte ahora», pensó mientras apuntaba y disparaba sobre uno de los sacos que haría las veces de diana.
   »Le bastaron un par de segundos, para ser consciente de que algo había salido mal: la flecha había rebotado en el saco y yacía en el suelo junto a este sin más. Antonio corrió desesperadamente con la intención de descubrir cuál era la causa de su fallido intento, mientras que los demás se quedaron estáticos, en silencio y sin saber cómo reaccionaría este después de haber fracasado por segunda vez; pero, para sorpresa del grupo, este regresó junto a ellos con una amplia sonrisa dibujada en los labios. Durante unos segundos, permaneció estático, con los brazos cruzados y las piernas ligeramente abiertas, miró hacía arriba y a la derecha simultáneamente tratando de concentrarse: «Ya sé lo tengo que hacé. Un poquino más d'alambre y, vale».
   —¡Esperarme aquí! —ordenó, tras darse una palmadita en la frente—, que voy a la piconera y vengo enseguía —especificó.
   Diez minutos después, regresó portando en su mano derecha un puñado de puntas.  Moreno pestañeó un par de veces, se encogió de hombros y de manera mecánica hizo un movimiento ligero echando la cabeza hacia atrás contrariado por la incertidumbre.
   —¡¿Pa qué son las púas?!
   Antonio se llevó el dedo índice erguido hacia sus labios y después le sonrió y guiñó un ojo.
   —Me s'ha ocurrío una idea.
   Los demás quedaron impávidos mientras observaban cómo este introducía en la gamonita una punta, con la cabeza hacía atrás y, calculando hasta donde llegaba la testa, cortó un trozo de alambre y justo detrás hizo un torniquete, y poniéndose en pie de un salto, se dispuso a comprobar si había merecido la pena tanto quebradero de cabeza.  Pidió el arco de nuevo, apuntó hacia el saco, giró la cabeza hacia la derecha, cerró los ojos y efectuó el disparo. Unos segundos después, el griterío y los aplausos de los integrantes de la banda le hicieron comprender que esta vez sí lo había logrado y regresó junto a estos caminando erguido, con los pulmones henchidos a rebosar y mirando en todas direcciones: sin tratar de disimular la emoción que le embargaba.
   Aquella tarde, el tiempo transcurrió de manera vertiginosa y, sin apenas darse cuenta, la oscuridad vespertina invadió por completo el lugar.  Después de recoger y colocar las armas en el interior del acuartelamiento se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente, como de costumbre, en la plazuela.
   A la mañana siguiente, el primero en aparecer en el lugar acordado fue Antonio. Y lo hizo acompañado de un cuaderno, un lapicero y dos cartones cuadrados, de unos cincuenta centímetros de lado, bajo el brazo, pegados al cuerpo. En ellos había dibujado unos círculos de distinto tamaño, además de haberles pintado con diferentes colores.  Un par de minutos después, apareció Moreno y, a eso de las nueve y cuarto, el resto:
   —Buenos, días Antonio, ya estamos tos —saludó Leandro, siendo este el último en llegar.
   —Hoy, vamos a prepará un campo de tiro pa vé quien tiene más puntería —anunció «el capitán».
   —¿A qué estamos esperando? —irrumpió Pedro, con voz de pito.
   —¡Adelante, seguirme! —gritó Antonio, al tiempo que emprendía una apresurada carrera y, tras él, al trote, exaltados y gritando enérgicamente corrieron los demás.
   —¡Bien!, ¡Bien!, ¡Bravo!, ¡Vivaaaa!
   Al llegar a la barraca, después retirar el candado de la puerta, Antonio se puso a un lado.
   —Hay que sacá los arcos, los sacos de yerba, el ovillo de cuerda y la hoz —ordenó de manera apremiante. Y una vez cumplido el mandato, tomó la madeja y se dispuso a medir la circunferencia de los sacos para asegurarse por dónde tendría que cortar la sirga. A continuación, perforó los cartones por las cuatro esquinas, a una distancia de unos diez centímetros de los extremos hacia el interior e introdujo el cabo por los orificios, con el fin, de amarrarles por detrás y lograr sujetar las dianas en los costales y, seguidamente, se dispuso a contar treinta pasos para situar la línea de tiro, dando para ello las zancadas tan grandes como le permitían sus largas y musculosas piernas. Una vez concluido, se dispuso a comprobar la eficacia del arco así como su propia destreza.   Efectuados varios y fallidos intentos, al comprender que ni el arco ni él eran tan eficaces como había presupuesto, determinó que sería mejor reducir la distancia, y la fue disminuyendo, de cinco en cinco pasos, hasta que al fin, pudo fijar la línea de tiro a unos quince pasos: a esa distancia, el arco era efectivo y dedujo que lo de acertar en las dianas sería cuestión de práctica.
   —¡A vé, escucharme bien! —chilló, tratando de llamar la atención de los nerviosos e impacientes arqueros—. Iremos tirando las flechas por edades y de dos en dos, primero los grandes, y cuando tiremos las diez flechas cada uno, tienen que ir a recogerlas los siguientes en tirar y asín hasta el final. ¿Queda claro?... En esta libreta, apuntaré tos los puntos que consiga ca'uno, y el que gane, puede decí a ónde vamos o, a qué jugamos esta tarde, ¿estáis de acuerdo?
   —¡Sííí, jefe!, lo que mande el capitán —contestaron la mayoría, casi al unísono.
   Al comienzo del torneo, la competición arrancó bien; aunque sin aciertos, para sorpresa de los mayores. Los problemas, por decirlo de algún modo, surgieron en el turno de los alevines: estos no disponían de suficiente fuerza para tensar los arcos que habían sido elegidos para llevar a delante el evento. Al percatarse del asunto, Antonio dictaminó que realizasen el tiro con sus propios arcos, ya que estos habían sido construidos con ramas más delgadas y flexibles. Pero el problema no quedó ahí y, tras realizar el primer intento, se dio cuenta que la eficacia de los arcos era también menor y trató de solucionarlo: restando la distancia de la línea de tiro para los más pequeños. Y, tras realizar varias pruebas y acortamientos, comprobó que tanto los arcos como los arqueros eran aptos a ocho pasos: así que decretó que la línea de tiro quedaba fijada en quince metros para los mayores de once años y ocho para el resto de participantes. Y, una vez solventados los contratiempos, disfrutaron de lo lindo el resto de la mañana. Sin importarles lo más mínimo que, aquel día, lo único que se anotó en el cuadernillo fueron los nombres de los participantes: ya que no solo fueron incapaces de acertar en las dianas, sino que ni siquiera lo hicieron en los sacos.
   Durante quince días, la banda al completo se empleó a fondo en la práctica y el ejercicio del tiro con arco, entre risas y decepciones, entre fallos y aciertos, hasta que su destreza y el número los aciertos adquirieron la deferencia de aceptable. Fue, entonces y no antes, cuando:
   —Mañana iremos a cazá —reveló y, tras el efusivo revuelo que provocó la noticia, un par de minutos después—: El que no esté en la prazuela, a la hora acordada:  ¡se quedará en tierra! ¿Está claro? —advirtió antes de disgregar la reunión.
   —¿A qué hora, Antonio? —consultó, con los ojos brillantes por la emoción y alzando un par de tonos la voz, Moreno.
   —¿Estás tonto, mi niño? A las nueve y media, como siempre —gritó, volviendo la vista hacia atrás, antes de desaparecer por las escaleras del portal.
   —Era solo pa no llegá tarde —respondió con la mirada triste y el tono suave, mientras se despedía de él, agitando la mano.

sábado, 25 de junio de 2016

Capítulo I, episodio 2, Vidas Truncadas

El tiempo fue aconteciendo sin prisas, pero sin pausas: como siempre.

   Los hermanos mayores de Antonio se fueron casando, con un intervalo más o menos de un año. Por aquel entonces, lo normal era que los bebés no demorasen su llegada y, como cualquier otra familia, esta se llenó de criaturas: Carmen, la hermana mayor, en cuestión de tres años parió dos niños y una niña; la mujer de Manuel, dos niñas, en un intervalo de veintidós meses; la mujer de José, dos niños y una niña en cuatro años. Y, cuando estos visitaban la casa de los abuelos, recaía sobre Antonio la tarea de estar al cuidado de los más pequeños.

   Con doce años, Antonio se había convertido en un chaval de cuerpo atlético, alto, delgado y de tez blanca, tostada por el sol. Su cabeza estaba revestida por una tupida cabellera de negro pelambre, bajo la cual se perfilaba un rostro donde brillaban unos preciosos y rasgados ojos color avellana, circundados por unas largas y rizadas pestañas. Todo el conjunto quedaba rematado por unas orejas bien proporcionadas. Antonio era un chico extrovertido, sociable, tierno, perspicaz, divertido y que, además de ser observador y creativo, disponía de una imaginación fantástica y un don de gentes que le permitía cautivar con facilidad a los demás chiquillos del barrio, entre otras cosas, por sus alocadas ocurrencias y, como consecuencia de su talante aventurero, se convirtió en el dirigente de la chavalería sin tan siquiera habérselo propuesto: ya que estos le veían como un ejemplo a seguir. El hecho de sentirse querido y arropado por todos aquellos que se acercaban hasta su entorno, le proporcionaba seguridad en sí mismo; aunque era consciente de que su imperio y grandezas estaban allí, junto a las faldas de su madre, al cuidado de los sobrinos. Cuando su progenitora le llamaba para que recogiese las meriendas y se las diese a los pequeños, este acudía raudo como un rayo y, al llegar junto a ella, la abrazaba y le daba un par de besos:

   —Pero qué hijo más obediente y cariñoso tengo, además con lo guapo qu'es…, cuando sea mayó, se las va a llevá a toas de calle, ¡El mu granuja! —balbució alzando la voz, mientras dirigía la mirada hacía el resto de mujeres buscando su complicidad y, estas, al escuchar lo que le decía, asentían con la cabeza, y él, al ser consciente de la escena, sonreía y regresaba junto a los chavales caminando, erguido y con el pecho hinchado, tal y como lo haría un palomo buchón que está tratando de cortejar a una hermosa paloma.

   Por aquel entonces, las mujeres tenían por costumbre estar reunidas y sentadas a la puerta de casa, bien tomando el sol, o bien haciendo punto, o simplemente conversando entre ellas mientras vigilaban de cerca los juegos de sus hijos o nietos.

   Al amanecer, con los primeros rayos de sol, desde lo más alto, se percibía el tañer de una bronceada y estridente campanilla anunciando, desde un encalado, grande y vetusto convento, que era la hora de comenzar a laborar. Un poco más abajo, sobre su ladera, entre canchales, retamas, carrascas y alguna que otra encina, discurren en paralelo y a distinta altura, tres filas de blancos edificios que desde la distancia hacen evocar a las melíferas colmenas.

   Coincidiendo con los gritos de la escandalosa campana comenzaba el trasiego de las personas; en primer lugar, unos en bicicletas y otros en ciclomotores, se dirigirán al trabajo los hombres; y en segundo, un par de horas después, la mayoría de las mujeres acompañaban a sus hijos hasta el colegio. Luego, de regreso a casa, estas solían hacer la compra en cualquiera de los dos ultramarinos que existían en el barrio y, una vez en la vivienda, continuaban con las labores del hogar, hasta que, a eso del mediodía, padres e hijos retornaban para dar buena cuenta de los suculentos, apetitosos y frecuentes cocidos de garbanzos. El ajetreo que se formaba a esas horas en el barrio por aquel entonces, visto desde lo alto del cerro de la Data, hacía recordar a las laboriosas y dulces abejas queriendo entrar a sus colmenas y, frente a las edificaciones, el terreno se perdía entre lomas, vaguadas, olivares y huertas, hasta llegar al río Jerte.

   Por aquellas fechas, 70's, algunas de las familias que vivían a las afueras de la ciudad tenían la costumbre de levantar una barraca con el propósito de autoabastecerse de huevos, carne fresca y con el fin de dilatar al máximo la exigua solvencia que les permitía el excesivo y mal remunerado trabajo. Una docena de gallinas ponedoras, un gallo, una veintena de pollos, una pareja de conejas y su correspondiente macho era lo acostumbrado por caseta.

   Una de aquellas familias numerosas —diez hijos—, siendo consciente de que en Plasencia no lograrían salir adelante, tomó la decisión de trasladarse a vivir con toda su prole a otra provincia; renunciando así, a la vivienda de protección oficial que años atrás les había sido adjudicada mediante sorteo administrativo. Damián, el padre de tan extensa descendencia, además de la vivienda, poseía en las inmediaciones de esta una de las más grandes y mejores barracas de la zona. Él mismo la había levantado al abrigo de un titánico canchal de granito, al cual, por la parte de arriba, se podía acceder hasta su cumbre a través de una pequeña e inclinada rampa, de unos dos metros de longitud; en cambio, por el frente, distaban desde la cima hasta el suelo unos siete metros de caída libre, en vertical.
   
   La barraca fue construida por Damián con sus propias manos y reutilizando diversos materiales que él mismo había ido seleccionando en la escombrera de una de las obras existentes en la periferia del barrio. Una vez cruzado el portón que permitía el acceso esta se dividía en dos compartimentos que estaban separados por una portezuela intermedia. La primera instancia, estaba destinada a la reproducción de conejos; para ello, a mano derecha, se hallaban alineadas tres jaulas que habían sido realizadas artesanalmente por Damián. Estas estaban constituidas con madera y recubiertas con una malla metálica y, también, contaban con dos departamentos, uno que permitía salir a comer y hacer sus necesidades a las conejas y el otro, íntegramente realizado en madera, destinado a los partos, dónde en su interior y a oscuras, permanecían los pequeños gazapos hasta que estos abrían los ojos y se cubrían de pelos. Una de aquellas jaulas era exclusivamente para el macho; las otras dos, eran ocupadas cada una por su correspondiente hembra. También, entre estas, había un anexo en forma de corral, delimitado por una valla de un metro de altura, el cual era destinado al crecimiento y engorde de los gazapos una vez que estos eran destetados y apartados de sus progenitores. A mano izquierda, sobre unas rudimentarias estanterías de madera, descansaban recipientes con pienso, bolsas de pan duro y un sinfín de herramientas que eran utilizadas para mantener en perfecto estado la edificación, así como la limpieza de la misma.

   En uno de los rincones, colgaba del techo un excelso haz de hierba fresca que cada mañana era sustituido por otro recién segado por Damián. A unos tres metros de la entrada, hacia el fondo, se hallaba otra puerta que permitía el acceso al departamento destinado a la producción de huevos y pollos, este contaba con un espacio de unos doce metros cuadrados y a su vez, estaba fragmentado en otras tres estancias. En el fondo, se hallaba un ponedero que había sido construido en su totalidad con madera, cuya capacidad permitía albergar a seis gallinas a la vez dónde, estas, depositaban los huevos sobre un lecho de mullida y confortable paja; a mano derecha, reclinada sobre la pared, descansaba una especie de escalera con tres peldaños de un metro y medio de longitud y separados entre ellos verticalmente por unos cincuenta centímetros, dónde cada atardecer se subían y preparaban para pasar la noche, junto a una docena de lustrosas gallinas, tres lindos y escándalos gallos; en el lado izquierdo, desde la pared hasta el fondo, delimitado por una estructura de madera y una malla de alambre, a modo de corraliza, se encontraba la zona dedicada a la cría y engorde de pollos: ya que con frecuencia salía clueca alguna de las gallinas. Entre el espacio destinado a la puesta de huevos y el dormidero, existía un pequeño agujero que era abierto y cerrado desde el exterior cada alborada y anochecida por Damián.

   Cada amanecer, las estimuladas volátiles prorrumpían corriendo de un lado para otro cacareando, como si la vida les fuese en ello; tratando de campar a sus anchas en la zona más agreste entre las retamas, los carrascales y los floridos y perfumados cantuesos; o bien junto al regato, donde rebuscaban, escarbando y rastrillando con sus patas, en busca de las jugosas lombrices; o bien entre los juncales o el aromático poleo, dónde estas se hartaban de saltamontes y toda clase de insectos que eran atraídos por la frescura del arroyo. Del mismo modo, se desplazaban hasta el lugar infinidad de alegres y ruidosos gorriones, que mezclaban su alboroto con el incesante cacarear y relajante murmullo que el agua producía al zigzaguear entre los obstáculos y los distintos desniveles del accidentado lugar. Todo ello, unido a la fragancia que producía la mezcolanza floral, la luz y el calor del sol: hacía sentir a las aves que estaban en el Paraíso. Los alborotadores gallos, no hacían otra cosa que cantar desde lo más alto, o corretear detrás de las asustadizas y desplumadas gallinas, con el único propósito de cumplir sus requiebros y demostrar así, la gallardía frente a los posibles rivales y  uniéndose también, a la algarabía formada por los airosos  alados, el ladrido de varios perros, que exaltados aullaban con desesperación; provocados por el incesante e irritante repique de campanas que provenía del cercano y prehistórico convento, el cual, era una Casa de Oficios regentada por unas religiosas consagradas a la Orden de San José Obrero.

   Damián era un hombre más bien pequeño y escuálido, que aparentaba ser más mayor de los 52 años que en realidad tenía, debido entre otras cosas, al tono y el aspecto de su piel llena de pliegues y ennegrecida por los efectos del sol. Sobre su cabeza, cubriendo el espeso y ceniciento pelaje, una raída boina de negra lana encasquetada hasta las pobladas cejas, y bajo estas, unos diminutos, tristes y oscuros ojos, tan negros como las endrinas, llamaban la atención sobre unas imperecederas ojeras. Su nariz era grande y quebrada, con los orificios bien amplios; sus labios rectos y delgados, sobre el superior lucía un estrecho, cuidado y ceniciento mostacho; su disminuida boca, carcomida y ennegrecida. Todo en él hacía que pareciese un ser huraño y malicioso. Sin embargo, cuando hablaba se podía apreciar que era un ser generoso, afable y cabal. Su vestimenta tampoco decía nada a su favor, solía vestir con pantalón y camisa azul tinta, aunque descoloridos por el uso; pero siempre en perfecto estado de revista. «La pobreza y la suciedad no tienen por qué ser inherentes».




jueves, 23 de junio de 2016

Así comienza el capítulo I, episodio 1 de Vidas Truncadas


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13 de junio de 1957
Al amanecer, en casa de una humilde familia natural de Extremadura, venía al mundo el séptimo hijo de José Hinojal y Manuela Sánchez, peón de albañil, él; sus labores ella. Con la llegada del bebé, la unidad familiar quedaría constituida por José, de 41 años, Manuela, de 37, Carmen, de 18, Manuel, de 16, Joselito, de 14, Dolores, de 12, Juana, de 10, Azucena, de 8 y, el último en llegar, Antonio. El matrimonio y su extensa prole habitaban en una reducida vivienda de protección oficial ubicada a las afueras de la ciudad, en un floreciente Barrio Obrero; que con el tiempo se extendería a lo largo y ancho de la Data, una extensa finca dedicada a la explotación agrícola y ganadera. El escueto salario de José apenas cubría las necesidades demandadas por tan dilatada familia y, además de tener que recurrir al arte de pescar con redes como oficio complementario, en otoño e invierno, se dedicaba a hacer y vender picón (El picón era el método más utilizado para proporcionar el calor en los hogares y mitigar, por tanto, la crudeza del duro invierno extremeño).
   José era descendiente de una extendida y prolífica estirpe que durante generaciones había abastecido a la ciudad con todo tipo de pescado fluvial. Además de ser un hombre extrovertido, le placía gastar bromas y hacer reír a los demás y, a pesar de que tenía el hábito a exagerar cualquier situación que narrase, quienes le conocían lo consideraban una excelente persona.
   Manuela venía de una reducida estirpe de jornaleros agrícolas. Era una mujer grande, afable y entregada a los demás. Sobre su cabeza sobresalía una esplendorosa y rizada mata de pelo castaño; sobre su expresiva y redonda cara se hallaban unos alegres y esféricos ojos marrones; junto a su fina y recta nariz, unos delgados y lívidos labios y, rematando el conjunto, un corto y grueso cuello. Manuela era una encantadora mujer de brazos y piernas gruesas y pesadas. Su caminar era tan sosegado y relajado como ella misma. Era de mente lúcida y resuelta. Le gustaba vestir con estampadas batas abotonadas y para sus martirizados y sufridos pies, cuando acudía a la zapatería: «Me busque usté un 36 pa pies delicáos», decía después de saludar a los presentes.

Manuela era una mujer comedida, sensata y reservada; motivo por el cual, recayó en ella la tarea de dirigir la casa y a todos los que en ella convivían y, además de encargarse del cuidado de los hijos, preparar la comida, limpiar la casa…, tenía que salir a vender el género por el barrio y, en los días de mercado, junto a la escalinata de la plaza de abastos. También era quehacer de ella, en auxilio de sus hijas, el reparar y fabricar las redes. Redes que acabaría rematando él, tras colocar en estas los flotadores de corcho natural en la parte superior y el plomeado en la zona inferior: todo ello, debía de estar bien equilibrado para que estas cubriesen desde el lecho hasta la superficie del río.

   A pesar de que José y Manuela no sabían leer ni escribir, estos trataban de inculcar a sus descendientes los mismos valores y principios que en su día habían adquirido de sus respectivos progenitores.
   En casa de los Hinojal-Sánchez la relación paterno-filial estaba basada en el cariño y el respeto mutuo. No era necesario el castigo para que estos acatasen las órdenes ni para cumplir con las obligaciones que cada miembro tenía asignadas. En el caso de los hermanos mayores, tendrían que jugar y estar al cuidado de los más pequeños.
   Por aquel entonces, fueron muchas las parejas que se instalaron en el barrio y, como consecuencia de la prolífica generación, este se fue transformando en un paraje lleno de color, griterío y llantos que evidenciaban que el entorno rebosaba de vida. Las jóvenes mamás, cuando el tiempo y el clima lo permitían, se reunían para conversar mientras los chiquillos correteaban y jugaban a escasos metros de sus faldas. La atávica costumbre, dio lugar a que entablasen conversación y surgiesen así los primeros lazos entre ellas. Por aquella época, la necesidad era algo que afectaba a la mayoría de las familias españolas, pero gracias a la solidaridad y el desinterés entre unos y otros, aquellos vecinos, con el paso del tiempo, lograron convertirse en una gran familia. En el barrio se compartían alimentos, cariño y comprensión con la intención salir adelante en aquellos años, tan difíciles en cuestiones económicas; pero, sin embargo, tan llenos de humanidad y sentimientos. Cada vecino cooperaba de acuerdo a sus posibilidades y, si era necesario, se implicaban hasta el punto de que la familia más necesitada pudiese lograr remontarse.
   En la década de los 60's aún eran evidentes en España los vestigios de su origen rural, y, aunque había comenzado el cambio hacia la industrialización: en algunas zonas del norte de Extremadura, el cambio llegó sosegadamente y, el mundo agrario al que había pertenecido durante siglos, subsistió hasta bien entrada la década de los 90's. Sin ir más lejos, el barrio de la Data en los 70's no solo estaba sin pavimentar, sino que además carecía de alumbrado público. A seis metros escasos de donde terminaba el conjunto de viviendas, discurría en paralelo y en perpendicular un pequeño arroyo que, en invierno, con reiteración se desbordaba e inundaba la parte baja de la barriada. En la plazuela se formaba una balsa de agua que podía demorar meses en desecarse. El lugar era frecuentado por los zagales del vecindario y, tras las inundaciones, estos se divertían con infinidad de juegos como: las carreras de barquitos a la deriva, cruzar el charco con las bicicletas, e incluso los más atrevidos, ponerse a nadar en mitad del charco.
   El barrio de la Data fue creado junto a una de las múltiples vías pecuarias, que desde la Edad Media se han venido utilizando casi hasta la actualidad para el trasiego de ganado de unas provincias a otras, es decir, la trashumancia. Por esta vía en concreto, entre las primeras y últimas décadas del siglo XX, acostumbraban pasar, en los últimos días de mayo, los ganaderos que trashumaban, rumbo a las Sierras de Gredos principalmente, con grandes rebaños de cabras, ovejas y ganado morucho, este último pasaba por la noche para evitar cualquier percance desagradable en la ciudad. Los trashumantes aprovechaban los descansaderos que existían en las inmediaciones del barrio para abrevar en las fuentes circundantes y reponer fuerzas tanto los animales como las personas que intervenían en el traslado de los rebaños. Era habitual también que, tras su paso, acampasen en la cañada un gran número de familias de etnia gitana. Estos acudían en caravanas que, al más puro estilo del oeste, eran arrastradas por las caballerías. Los gitanos solían llegar al barrio, a primeros de junio, coincidiendo con las ferias: con el fin de dedicarse a la compra-venta de caballos, mulas, asnos. Año tras año aprovechaban el lugar para pasar allí el verano ya que, además de que los animales podían deambular libremente por la cañada, los cuadrúpedos obtenían el sustento necesario para sobrevivir.    En la periferia de la barriada existían infinidad de fuentes que, además de servir como abrevadero para el ganado, eran utilizadas para el uso y consumo personal.
   Era frecuente también ver a payos y gitanos socializando. Tanto los chiquillos para compartir los juegos como los adultos con sus iguales, que, cuanto se celebraba alguna boda siguiendo el ancestral rito étnico, solían invitarles a participar en el evento (Aquella época fue la propulsora de ir haciendo cambiar las formas de relacionarse unos con otros y de hacer posible el mundo en que vivimos actualmente. Los comienzos fueron difíciles para todos e incluso, a día de hoy, por ambas partes, hay quienes no han logrado superarlo).