sábado, 11 de junio de 2016

Capítulo I Episodio 10 ¿Víctima o Verdugo?

Transcurrido un tiempo, más o menos largo, los celos se instalaron en el cerebro de Jefferson, y poco a poco María y él se fueron distanciando. Imaginaba a María satisfaciendo los deseos sexuales del doctor practicando todas las posturas que alberga el Kamasutra. La ansiedad generada propició que comenzase a tomar alcohol para evadirse, y como consecuencia de ello se quedó sin empleo.

   –Cariño, creo que deberíamos hablar y...

   Sin quitar la vista del televisor, exhibiendo la misma actitud que mostraría un gato que quiere ser cogido por quien lo acaba de lanzarle un vaso de agua.

   –¡No hay nada que hablar! –exclamó Jefferson malhumorado.

   –Así no solucionaremos nada, ni siquiera sé lo que te ocurre –participó con voz pausada María.

   –Ni lo sabes ni te importa... así es que ¡déjame en paz!, ¿vale?

   María se acercó con la intención de abrazarse a él.

   –¡Quítate de aquí, hostias! –gritó apartándola de su lado bruscamente–. ¡Me das asaco!
María, a pesar del vejatorio trato recibido, volvió a intentarlo al cabo de un minuto. Las ganas de abrazarlo restaban importancia a lo que le dictaba su propia dignidad como ser humano. Él se levantó de un salto del sofá y, con la mirada y el rostro desencajados, se dirigió al dormitorio murmurando palabras ininteligibles y, unos segundos después, tras ponerse una prenda de abrigo, dando un portazo salió de la vivienda y se lanzó escaleras abajo echando pestes por la boca con tanta desesperación como el que va huyendo del mismísimo diablo.

   María se hizo un ovillo en un extremo del sofá abrazada a sus redobladas piernas apoyando el mentón sobre sus temblorosas rodillas afligida, atormentada, llorando la pena negra: sin saber el porqué de aquella desagradable situación.

   Tres horas después, el abrazafarolas retornó a casa borracho como una cuba. Ella, viendo el estado en que se encontraba, optó por abstraerse de la realidad tratando de pasar desapercibida; pero de nada le sirvió, ya que el muy sinvergüenza lo tenía todo premeditado.

   –Ves como tengo razón –dijo alzando la voz el despreciable Jefferson.

   María alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia él con más miedo que incertidumbre.

   –L… lo siento..., d… de veras que lo siento –articuló con voz trémula.

   –Ya no eres la dulce y complaciente niña que conocí junto a la Columna de los Próceres.

   –Yo sigo siendo la misma –susurró–, el que ha cambiado eres tú.

   –¡Cállate, estúpida!... ¿Cuánto hace que no te miras a un espejo? –recriminó el maltratador al tiempo que la prendió con fuerza de un brazo y tiró de ella hasta llegar al cuarto de baño–: ¡Mírate! ¿No ves lo fea que te has puesto?

   –Y… ya no m… m… me quieres, ¿v… verdad? –dijo con voz entrecortada.

   –¡Deja de mentir!, yo nunca te he querido.

   –P… pero yo a ti sí, y m… mucho más de lo que te puedas i… imaginar–explicó entre sollozos–. ¿D… de verdad que no sientes n… nada por mí?

   –Sí, sí que siento y mucho, ¡asco es lo que me das!, ¿aún no te has dado cuenta, zorra? –espetó el malnacido al tiempo que, agarrándola por los hombros, la zarandeaba como si fuera una indefensa muñeca de trapo.

   Allí mismo, el muy cerdo, la tiró al suelo, la arrancó las bragas de un tirón y se echó encima de ella con la intención de tomarla como si fuera un animal salvaje. Ella, aterrada, optó por dejarse hacer sin oponer resistencia creyendo que así terminaría antes aquella humillante situación; pero muy a su pesar, su actitud consiguió enfurecer aún más al perturbado. Ni siquiera el desconsolado llanto del bebé al presenciar la escena le hizo desistir de lo que tenía en mente, incluso antes de haber salido a beber aquel aciago domingo.

   –¡Resístete hija de siete padres! ¡Vamos defiéndete mala puta!

   De repente, María notó un escalofrío recorriendo su cuerpo de arriba abajo, el corazón pasaba de latir a palpitar, el cerebro le indicaba que tenía que huir o pelear y lo intentó reiteradas veces, pero, en principio, un hormigueo y, posteriormente, el entumecimiento de su rostro, pies y manos imposibilitó hacerle frente aquel desalmado y se dejó llevar por el desamparo creyendo que la muerte sería inminente. El estado de shock en que se encontraba impidió mantener bajo control los esfínteres, y como consecuencia de ello, Jefferson comenzó a golpearla con brutalidad en el abdomen, los costados, glúteos… Algo que le excitó tanto que terminó eyaculando sobre ella bramando como lo hacen los ciervos en las berreas. Después, se incorporó, se miró al espejo para comprobar cómo se reflejaba la satisfacción en su rostro. Abrió el grifo para refrescarse la cara, asió una toalla para secársela, y tras atusarse el pelo, se dirigió hasta el dormitorio principal, se echó sobre la cama, se cubrió con el edredón y, al cabo de unos minutos, se quedó profundamente dormido.

   Una hora después, el desesperado llanto del bebé le despertó, y al comprobar que María continuaba tendida en el baño, temiéndose lo peor, corrió hacia ella e hincándose de rodillas junto a esta puso la oreja sobre el pecho y al sentir que, aunque despacio, el corazón seguía latiendo.

   –Despierta, despierta –susurró al oído, después de agitarla con suavidad para que viniese en sí.

   María desunió los párpados del ojo derecho con recelo, «pienso, luego existo», se dijo para sí mientras abría, de igual modo, el izquierdo.

   –¿Qu… qué ha pasado? ¿Dó…dónde estoy? ¿Po…por qué llora el niño?

   –Lo siento de veras –dijo Jefferson, fingiendo llorar–. Perdóname, por favor. Te juro por 
Dios que no volverá a ocurrir.

   Confusa por la conducta de este, María intentó ponerse en pie, pero las fuerzas y el lacerado cuerpo la fallaron. Él se ofreció para acompañarla hasta el sofá, haciendo de bastón. Mientras tanto, el pequeño José Carlos permanecía erguido, aferrándose a los barrotes de la cuna hipando con la intención de saltar de esta y recibir el afecto que tan a menudo le era denegado por estar ausentes sus progenitores la mayor parte de la jornada. Con el paso de los días, las atenciones y el afectuoso trato, María comenzó a hacer cábalas sobre su futuro junto a ese hombre al que había llegado a amar y a odiar con todas sus ansias. «Tal vez la culpa no sea del todo de él... Quizás soy yo, que no le doy lo que necesita... Creo que en el fondo él me necesita y tiene miedo a que le abandone… quizás sea por eso que se vea obligado a amenazarme con quitarme a mi hijito si le dejo. No, no creo que sea capaz de matarnos si le dejamos solo. Él me quiere y estoy segura que con el tiempo cambiará». Pero nada más allá de la realidad. La desdichada joven tuvo que pasar por reiterados episodios de maltrato y arrepentimiento hasta que un día se dijo para sí misma que hasta allí habían llegado. Ese día, a pesar de que era domingo y encontrarse indispuesta, María acudió a trabajar como hacía habitualmente, pero, a eso de media mañana, le dio un vahído y cayó al suelo desplomada como un fardo.

   –¡¿Qué ha sido ese golpe?! –dijo el odontólogo a la par que abría la puerta que daba acceso a la consulta–: ¡Oh, por Dios!, ¿qué le ha pasado? –preguntó desconcertado.

   María lo miró a los ojos tan pálida como la faz de un difunto.

   –No es nada, no se preocupe –dijo con voz afligida.

   –¿Ha tropezado con algo?

   –¡No!, creo que ha sido un mareo. Al salir de casa me he sentido mal y...

   –Pues, no haber venido mujer –participó con afecto.

   María agradeció el gesto con una tímida sonrisa.

   –Ya, pero es que el trabajo...

   –Nada, tranquila, ¡cámbiese de ropa! La llevaré a casa.

   Un rato después, tras detener el vehículo en el lugar indicado, María se apeó del vehículo.

   –Muchas gracias don Alejandro –dijo inclinándose, mirando hacia el interior del automóvil.

   –De nada mujer, y si mañana sigue igual, no es necesario que acuda a trabajar. Es más, tómese los días que necesite.

   –Gracias, muchas gracias –dijo con voz entrecortada.

   –María, espérese un poco, ¡por favor –dijo llevándose la mano al bolsillo de la americana.

   María volvió a inclinarse al percibir un inentendible balbuceo.

   –Perdón, ¿cómo dice, señor?

   –Que con las prisas se me olvidaba que hoy es día de cobro para usted.

   María, agradeciendo el gesto, extendió el brazo para recibir la remuneración semanal: tal y como habían pactado antes de ser contratada.

   –Adiós señor. Hasta mañana si Dios quiere –dijo para despedirse.

   –Lo dicho, María, tómese el tiempo que necesite y cuídese.

   María suspiró, tomó aire, y encogida y angustiada comenzó a recorrer el trayecto que mediaba desde allí hasta su casa; ya que, para evitar que su patrón no estuviese al corriente del lugar ni las condiciones en que esta vivía: había optado por bajarse del vehículo tres calles antes de llegar a su destino. Tras rebasar el umbral del portal, comenzó a subir las escabrosas escaleras ayudándose de la barandilla con ambas manos. Antes de superar el segundo rellano se vio obligada a detenerse durante unos minutos, apoyándose sobre las rodillas tratando de recuperarse de la fatiga que le provocaba escuchar aquella escandalosa respiración asmática. «Ya solo me faltan veintidós peldaños… tengo que conseguirlo sea como sea», pensó antes de reanudar la marcha, aferrándose con fuerza a la metálica barandilla con una mano y con la otra buscando un punto de apoyo en la desconchada pared. Al cabo de un rato, conseguido el objetivo, se posicionó frente a la puerta de entrada, introdujo su mano en uno de los bolsillos de la gabardina, sacó la llave y, después de introducirla en la cerradura, comenzó a girarla con sigilo para no despertar a su hijo. Para su sorpresa, nada más poner el pie dentro del apartamento, se percató de la insufrible escena: Jefferson se hallaba tumbado en el sofá desnudo de cintura para abajo y junto a él se encontraba, en una posición tan obscena como despreciable, José Carlos. De manera mecánica, sin dar crédito a lo que había visto, María retrocedió un par de pasos y comenzó a hacer tanto ruido como pudo, con la intención de que el depravado tomase conciencia de que había llegado.

   –¡¿Qué haces aquí?! –gritó con voz pastosa–, esto no es lo que parece, puedo explicártelo –dijo mientras avanzaba hacia ella dando tumbos de un lado para otro, como consecuencia del estado de embriaguez en que se encontraba.

   María se quedó petrificada al observar el contraste que reflejaba la lujuriosa mirada con la violenta expresión dibujada en su rostro de Jefferson, y nada pudo hacer para evitar que el sádico y lascivo abusador se abalanzase sobre ella; quien aprovechando el estado de excitación que le había producido la inesperada visita, como si estuviera poseído por el mismo diablo: la emprendió a golpes con ella, la arrancó la ropa y la penetró salvajemente hasta quedar desfallecido sobre ella. Un poco después para cualquiera, una eternidad para quien se vea en una situación así, al percatarse que se había quedado dormido, María aprovechó para liberarse de él con cautela. Se puso en pie como pudo y marchó con paso vacilante hasta el dormitorio. Se vistió todo lo rápido que los nervios y la debilidad la permitieron, cogió a José Carlos de la mano, y con tanta prudencia como pudo abandonaron el maldito lugar.

   Al pisar la calle, el corazón la dio un vuelco. La Divina Providencia quiso que en aquel instante pasara por allí un taxi. María levantó y agitó la mano con desesperanza para que este se detuviese.

   –Hola, buenos días, ¿dónde la llevo? –dijo, con tono amable, el orondo y casi anciano conductor.

   María, tratando de taparse el dolorido y ardiente rostro poniendo al pequeño como escudo entre ella y el profesional, le indicó la dirección y permaneció en silencio durante el trayecto. 
Al llegar al destino, tras abonar el importe de la carrera, madre e hijo se bajaron del arcaico vehículo y recorrieron lentamente los veinte metros que mediaban entre la calle y la deteriorada edificación a la que se dirigían. Tras repicar con los nudillos sobre la decapada y enmohecida portezuela de entrada entreoyó un murmullo en el interior, y unos segundos después el chirriar de los goznes al abrirse la puerta.

   –¡¿Qué haces aquí?! Pero ¡Cómo te atreves, descarada! –dijo poniendo el grito en el cielo su progenitor al tiempo que daba un iracundo portazo.

   –Papá, ¡por favor!, te ruego que me abras –imploró poniéndose de rodillas, entre sollozos.

   Al escuchar las súplicas y el desconsolado llanto de José Carlos, el corazón consiguió vencer a la testaruda y obstinada razón que el rencor le hacía llegar a través de las alteradas neuronas, y tras reabrir la puerta, se posicionó junto a su hija, la ayudó a reincorporarse y cogió a su nieto en brazos:

   –Perdóname hija mía por haber reaccionado tan injustamente, tú sabes lo mucho que te queremos y ¡no te imaginas lo que hemos sufrido con tu ausencia! –dijo cabizbajo mientras se adentraban en la vivienda.

   –Lo siento de veras papá, pero él me tenía prohibido que mantuviese contacto con la familia, me amenazaba con quitarme a mi hijito si se enteraba que incumplía sus órdenes.

   –Sabía que ese malnacido nos traería problemas, que su amor por ti no era más que una patraña para apartarte de nosotros.

   Al levantar la cabeza, observó el amoratado rostro de su primogénita, por ser esta la última en salir tras el doble alumbramiento:

   –Pero ¿qué es lo que te ha hecho ese malnacido?

   María comenzó a narrar con pelos y señales todo cuanto había ocurrido aquella mañana, él no podía dar crédito a que un ser humano fuese capaz de maltratar a una persona tan indefensa como era su propia hija.

   En la sala de estar sonó el teléfono. Lupita, la hermana pequeña de María, corrió hasta allí para atender la llamada.

   –¿Quién es? –dijo tras descolgar el auricular.

   María Fernanda se emocionó al oír la angelical voz.

   –Soy la tía cariño mío. ¿Qué tal estás guapa?

   –Hola tía, yo estoy bien, la que está mal es María que se ha venido a casa con su hijo porque su novio la ha pegado una paliza que casi la mata.

   Un nudo en la garganta imposibilitó que María Fernanda tragase saliva.

   –Pe… pero ¿qu…qué dices?, ¿es…está papá?

   –Sí tía, está en la cocina con María.

   –Dile que se ponga, ¡corre, hija mía!

   Las conjeturas dieron rienda suelta a la imaginación de María Fernanda. Lupita regresó junto a su padre y hermana.

   –Papá, dice la tía que te pongas al teléfono.

   Mientras José se dirigía a la sala de estar, María se desplazó hasta habitación donde era requerida por su madre con voz lastimera.

   –Dime hermana.

   –¿Qué le ha ocurrido a María?, ¿qué ha pasado?, ¿Está bien? –consultó con voz atropellada.

   José comenzó a narrarle punto por punto hasta donde él sabía por mediación de su hija. Una hora después se reunió con su esposa e hija y les contó lo que había acordado con su hermana: Lo mejor para María es que salga del país cuanto antes.
María se quedó perpleja al escuchar aquello.

   –Pero si no tenemos plata, ¿cómo va a viajar? –preguntó la encamada.

   –No hay problema, mi hermana correrá con todos los gastos y mañana mismo recibiremos el dinero a través de la Western Unión.

   José y su esposa miraron hacia su hija con ademán resignado. María reaccionó unos segundos después.

   –Pero, si no hemos traído más ropa que la puesta, ¿cómo lo vamos a hacer? –consultó angustiada María.

   –No importa –dijo José–. Tu hermana y tú seguís siendo tan iguales que su ropa te servirá…, en cuanto a la del pequeño, nos iremos apañando con lo que haya guardado de cuando erais pequeñas, puesto que él se quedará aquí con nosotros.

   María negaba moviendo la cabeza de un lado hacia el otro.

   –Pero ¿cómo me voy a ir sin mi hijito?

   –Es lo que hay mi hija, no tenemos otra opción y lo que interesa es que tú te pongas a salvo de ese hijoeputa. Por favor, te ruego que no me lo pongas más difícil –indicó haciendo el ademán de súplica con las manos.


   –Está bien, papá, si no me queda más remedio: tendrá que ser así –dijo afligida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario