miércoles, 15 de junio de 2016

Capítulo II Episodio 4 ¿Víctima o Verdugo?

Iñaki se disponía a salir de picos pardos, tal y como venía siendo habitual en los últimos años cada vez que el día de cobro coincidía próximo al que le correspondía guardar fiesta. Era domingo. Sobre la cama se hallaba un pantalón vaquero, una camisa de entretiempo, unos calzoncillos claros y un par de calcetines oscuros, y junto a esta, en el suelo, unas playeras de buena calidad. Un rato después, antes de salir al rellano, cogió del perchero que estaba ubicado en el recibidor una cazadora negra de polipiel, se la puso, hizo un par de movimientos con los brazos para terminar de ajustársela, echó un vistazo a la vivienda para asegurarse de que no se dejaba luces encendidas ni grifos abiertos, llevó la mano derecha al bolsillo trasero del gastado vaquero, sacó la billetera y comprobó si llevaba suficiente dinero para llevar a cabo el tan anhelado momento y liberarse de la tensión acumulada desde la última vez. Se detuvo junto a la puerta principal, se inclinó para recoger a Tigre del suelo, ritual que llevaba a cabo prácticamente desde el primer mes que el morrongo se había instalado en el hogar, y lo colocó entre sus brazos como si fuera un bebé. El dependiente felino se había habituado a tumbarse junto a la puerta con la intención de impedir la salida. Tigre odiaba quedarse solo, y cada vez que Iñaki se ausentaba él se ponía triste, y cada vez que eso ocurría, se dirigía hasta el comedero y aliviaba sus penas llenando el buche hasta hartarse, y después se ponía a maullar melancólicamente hasta el regreso de su dueño.

   Antes de salir al portal, Iñaki se detuvo un momento y giró la muñeca para consultar el reloj de pulsera: «Aún es pronto, así que haré el camino a pie», se dijo para sí mismo, sin importarle lo más mínimo ni el fresco de la noche ni el tener que caminar casi los tres kilómetros que mediaban entre el punto de partida y el destino previsto. Total, no sería la primera vez ni la última que hacía aquel recorrido, e independientemente de hiciese calor, frío, lloviese, o incluso de que nevase, y se lanzó a la aventura.

   Al llegar a la altura del antiguo convento de La Merced, es decir, donde actualmente se halla ubicado Bilborock, un lugar lleno de vida y un centro de sinergias constantes, preparado para acoger, además de música, todo tipo de actividades de interés para la juventud: cine, teatro, danza, instalaciones, laboratorios de experimentación, conferencias, presentaciones, …, su corazón comenzó a palpitar, no por lo inclinado del trazado, sino por las ganas que tenía de llegar al sitio que se había prefijado.

   Un rato después, tras acceder al interior del burdel, condujo sus pasos hasta situarse al otro extremo de la barra:

   –Hola, buenas noches –saludó con tono afable, una mujer de mediana edad, que, ligera de ropa, atendía la barra excesivamente maquillada, al detenerse frente a esta, Iñaki—. ¿Qué le sirvo, caballero?

   De fondo se escuchaba la alegre y movida canción Me sabe a humo, de Los Chunguitos

   –¿Tienen cerveza sin alcohol? –consultó exhibiendo una tímida sonrisa.

   –Sí, claro. ¿Alguna marca en especial?

   –¡Psche!, me da igual, pero, si puede ser, que no esté muy fría, ¡por favor!

   La exmeretriz abrió el botellero y después de remover el contenido extrajo un botellín.

   –¿Le viene bien así? –preguntó a la par que lo acercaba al cliente.

Iñaki extendió el brazo para comprobarlo con el reverso de la mano.

   –Sí, así está bien. Gracias.

   –¿Se la sirvo en vaso?

   –Sí, por favor.

   A pesar de que era la cuarta vez que entraba en el local, la curiosidad hizo que sintiese necesidad de escrutar cada centímetro, pero lo llevó a cabo con tanto disimulo, que: nadie se percató. De repente, cesó la música. La encargada de servir las copas se giró sobre sí misma, y tras realizar el cambio de disco en la minicadena que estaba junto a la caja registradora, comenzó a sonar la canción de Soy un perro callejero, de Los Chunguitos.

   –Hola, buenas noches –dijo, con voz melosa, la recién llegada.

   –Hola respondió Iñaki–, ¿qué tal?

   –Bi…bien, ¿y tú? –respondió dejando entrever lo nerviosa que estaba al apoyar una de sus manos sobre el hombro de Iñaki.

    –Tú eres nueva, ¿verdad? –dijo por decir algo.

    Ella bajó la mirada, al entender el poco interés que despertaba en él.

   –¿S… se nota mucho? –farfulló afligida.

   –No, no, la verdad es que al verte me he quedado sin palabras…

   La joven enarcó una ceja y permaneció en silencio.

   –…suelo venir por aquí de vez en cuando y es la primera que he visto a una chica tan guapa y tan joven como tú y…

   –Hoy es mi primer día en este mundo, y no sé por qué me he venido abajo después de haberme atrevido a dar el primer paso.

   –…no te preocupes, en cualquier trabajo, es lo que suele pasar.

   –¿Me invitas a una copa? —sugirió con vergüenza.

   –Sí, claro, pero antes me gustaría saber algunas cosas sobre ti.

   –¡¿El qué?! –dijo extrañada.

   –Me gustaría saber cómo te llamas, pero tú nombre de verdad, no el que utilices para trabajar.

   –¿Y es necesario, eso?

   –Pues, que menos que saber el nombre de la persona con la que me voy a tomar una copa, ¿no?

   –Está bien, mi nombre es María, soy ecuatoriana y hace algo más de un año que estoy en este país. ¿Y tú?

   Él se acercó para darle un par de besos en las mejillas.

   –Encantado, María. Mi nombre es Iñaki Gato Goytisolo.

   Pese a la escasa intensidad del alumbrado, Iñaki observó que el rostro de la joven parecía un poema.

   –¡¿Te ocurre algo?! –preguntó circunspecto.

   –Esto… ejem –carraspeó la bella ecuatoriana–, nunca oí nada igual.

   –¿Te refieres a mi nombre, o a los apellidos?

   La principianta asintió un par de veces con la cabeza.

   –Como todo en la vida tiene su porqué, mi padre, ¡qué en paz descanse!, se llamaba Ignacio Gato Lobo; dos apellidos muy habituales en Zamora, su ciudad natal. Mi madre, ¡qué Dios la tenga en la Gloria!, se llamaba Amaia Goytisolo Gorostiza, dos apellidos muy del País Vasco, y cuando vine al mundo, como era y es costumbre en mi familia, por parte paterna, me impusieron su nombre. Mi madre no se opuso a continuar con la tradición, y para evitar confusiones en el futuro, propuso que para dirigirse a mí lo harían como Iñaki, algo que amigos y familiares aceptaron sin más.

   –¡Ah!, entonces…, tú eres español y vasco a partes iguales, ¿no?

   –Sí y no, ya que: depende de según el punto de vista que le quieras dar.

   Los nervios de María se fueron distanciando a medida que avanzaba la conversación.

   –La verdad es que no te entiendo, ¿podrías ser un poco más claro?

   Iñaki mostró su perfecta dentadura al sonreír.

   –Soy bilbaíno de nacimiento y español de sentimientos.

   El desconcierto expresado en el rostro de la joven era más que evidente.

   –Verás, el tema que planteas da para mucho; pero no es la hora ni el lugar más indicado para ser tratado.

   –Perdona, pero no comprendo lo que me quieres decir.

   –Es un tema que requiere de ser tratado con mucha cautela, porque, de lo contrario, podríamos vernos envueltos en serios problemas.

   María enarcó las cejas.

   –¡Oh!, discúlpame, no era mi intención.

   –No pasa nada, tranquila. ¿Te apetece otra copa?

   Ella asintió encogiéndose de hombros, él levantó el brazo y chasqueó los dedos para llamar la atención de la camarera.

   –¿Sí? –dijo esta al tiempo que se bajaba del taburete que estaba junto al equipo de música y la caja registradora.

   –Pónganos otra ronda –indicó señalando con el índice hacia la copa y el botellín que esperaban ser retirados o sustituidos por llevar estos vacíos más de una hora.

   Iñaki y María reanudaron la conversación y, entre copas, canciones, humos risas…, de una cosa se fueron a otra. Iñaki le contó que desconocía por completo el hecho de vivir donde moraba era por algo hecho a propósito o por pura coincidencia, ya que, las razones con respecto al porqué sus padres se habían instalado en un edificio ubicado en la plaza Moraza, según le había indicado su padre en más de una ocasión, era debido a que: «dando un salto aquí, otro allí y la barriga en el medio se convertía en Zamora». Algo que nunca supo Iñaki era si lo decía en serio o simplemente por hacerse el gracioso, ya que su padre se fue de este mundo el 31 de diciembre de 1978 y dos años después el día 24 del mismo mes fallecía su madre, y con ellos se le fue toda la familia. Llegados a ese punto de la noche, a Iñaki no le importó decirla incluso que el puesto que ocupaba en el servicio de limpieza era porque la empresa contemplaba la posibilidad de que este pasara de padres a hijos, si estos así lo decidían, independientemente de que el cese fuera como consecuencia de jubilarse o por defunción. Sin entrar en detalles, María le explicó el calvario que la había tocado vivir y el verdadero motivo por el que se vio obligada a abandonar su país, y al recordar a su hijo en aquella situación, rompió a llorar angustiosamente; culpándose mentalmente de no haberse dado cuenta antes y haber evitado las muchas veces que este habría sido violado por aquel depravado ser. Iñaki la estrechó fuertemente entre sus brazos tratando de consolarla. Y para cuando quisieron darse cuenta, Marcela estaba llevando a cabo las correspondientes acciones para realizar el cambio de luces y silenciar al incesante equipo de música, al menos por unas horas.

   –Señoras y señores, ha llegado la hora de echar el cierre al garito, ¡por favor!, ruego: vayan abonando las consumiciones, gracias –anunció afablemente, tal y como tenía por costumbre al llegar la hora fijada por la Ordenanza Municipal.

   De retorno al hogar, a pesar de que no había llevado a cabo el motivo por el que se había desplazado hasta la parte vieja del Gran Bilbao, Iñaki iba más que satisfecho. La cercanía que le brindaba aquella joven hizo que se olvidase por completo de su retraimiento a la hora de exteriorizar sus emociones y sentimientos. Lo había pasado tan bien, que el hecho de recordarlo, sirvió para que el trecho que tenía que recorrer pasara totalmente desapercibido. Tanto que, para cuando quiso darse cuenta, se encontraba con Tigre entre sus brazos.

    –¿Qué te pasa, cariño? ¿Me echabas de menos? –consultó rascándole entre el cuello y las patas delanteras.

   El astuto y zalamero felino emitió un miau tan corto y lastimero que obligó a su dueño a tener que justificarse.

–A caso creías que no regresaría, o es que aún no sabes que los que están en el acuario y tú sois mi única familia –consultó con tono afligido, a pesar de dar por hecho que después de haberse hartado a comer se habría tumbado todo lo largo que era sobre el trillado sofá y quedarse dormido, por el hecho de que eso era lo que le ocurría a él cada vez que llenaba el estómago. Mientras tanto, el minino no hacía otra cosa que ronronear tanto por el placentero masaje como por la entonación que le daba al pronunciar cada una de las frases que su amo le dedicaba.

   Al cabo de un rato, Iñaki le depositó en el suelo y se dirigió hasta la cocina con la intención de cenar algo antes de meterse al sobre. Y estuvo a punto de caerse un par de veces, Tigre tenía la costumbre de seguirle restregándose contra las piernas de este, con el rabo erguido y la punta ligeramente torcida hacía la derecha, acompañándolo con el característico sonido que emiten al ronronear cada vez que se sienten felices: en señal de agradecimiento.

   Al terminar de recoger la mesa y liberar al mantel de las migajas de pan por la ventana, Iñaki se dirigió hacia el aparador donde estaba ubicado el acuario, abrió uno de los cajones para coger en envase que contenía el alimento de los peces, levantó la tapa y espolvoreó unas cuantas escamas a lo largo de la abertura para distribuirlo y que los impacientes peces saciasen las ganas de comer tal y como les tenía acostumbrados, tras regresar a casa después de concluida la jornada laboral.

   Antes de irse a dormir, Iñaki entró al cuarto de baño, precisaba cambiar el agua al canario, había tomado varias cervezas y la vejiga le indicaba que estaba a punto de reventar. Tigre le siguió, y mientras su dueño miccionaba, se tumbó en el suelo y comenzó a golpear sobre este con la cola en señal de protesta por la exigua atención recibida tras su interpretación melodramática, fingiendo aquel afligido maullido y el posterior ronroneo al ser rascado de aquella manera unos minutos antes.

   –¡Ven aquí, cariño mío! –dijo inclinándose para cogerlo.

   –Miiiaaauu –susurró el zalamero y taimado morrongo.


   Iñaki echó un vistazo desde el pasillo para asegurarse que no dejaba nada encendido antes de entrar al dormitorio. Luego se desvistió, y vistió de cama con un colorido pijama, abrió la cama, se metió entre las sábanas, apagó la lámpara que había sobre la mesita de noche, y unos segundos después, Tigre se encaramó sobre la piltra dando un salto e intentó por todos los medios que su adorado amo le dedicase unas caricias pasándole la mano por el lomo, algo que le recordaba a su madre cuando esta le lamía desde la cabeza hasta el comienzo de la cola en señal que cariño y protección. Después bastaron un par de minutos para que ambos se quedasen dormidos, como cada noche, Iñaki con la testa pegada al cabecero, orientada hacia el norte; Tigre lo haría apoyando la cabeza contra el piecero y el lomo haciendo presión contra los pies de su compañero de alcoba. 

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