domingo, 12 de junio de 2016

Capítulo II Episodio I ¿Víctima o Verdugo?

Miércoles, 16 de enero de 1985
Un reloj de carrillón anunciaba las nueve de la noche desde la sala de estar. María se despertó sobresaltada, jadeante, nerviosa y confundida. Se estremeció al descubrir que se trataba de una terrible pesadilla que la situaba a miles de kilómetros, se pasó la mano por la sudada frente y suspiró ruidosamente. Había dormido profundamente durante cinco horas, algo que hacía tiempo se había convertido en una tarea imposible. La oscuridad en el dormitorio no llegaba a ser total, un destello de luz se colaba a través del ostentoso cortinaje de seda adamascada en azul francés. María extendió el brazo y pulsó sobre el interruptor de corriente de una lámpara de metal decorado y finas tulipas de cristal engalanado que estaba sobre una mesita de noche con la encimera de mármol, cajón y armarito a juego con el cabecero y piecero de estilo Luis XVI, todo en nogal con marquetería y ornamentos de bronce macizo. Se levantó, y tras abrir la bolsa de equipaje, se vistió con un chándal rosáceo. Caminó hacia la puerta y al girar la manilla de bronce para salir del dormitorio observó que un folio descendía hasta las pulimentadas lamas de roble que cubrían el suelo, con tanta calma como sosegado resulta el vuelo de una mariposa que, harta de haber viajado y libado de flor en flor, decide que ha llegado la hora de retirarse a dormir. María se inclinó para recoger y leer la nota:

«Cariño, en el frigorífico te he dejado comida preparada, he salido a trabajar y no es necesario que me esperes despierta, llegaré tarde».

   María condujo sus pasos hacia el ventanal del cuarto de estar, y apartando a un lado el cortinaje, comprobó que, además de que había anochecido, el chirimiri se mantenía inalterable. Unos minutos después entró en la cocina. Abrió el refrigerador, su rostro demudo en ademán de sorpresa, no podía dar crédito a lo que estaba viendo, a excepción de una docena de huevos que estaba dispuesta en el compartimento apropiado, nada de lo que albergaba el electrodoméstico le recordaba a la comida típica de su país ni le gustó la pinta que tenía aquello que su tía le había dejado preparado; pero como «A buen hambre no hay pan duro» y el que sentía María era igual que el de un lagarto que termina la hibernación, optó por coger un par de huevos, y buscando en el mobiliario una sartén, se topó con una patata de más de medio kilo, la peló, la lavó, la secó con un paño, la troceó en dados más o menos regulares, y al terminar de freírlas hizo lo mismo con los huevos. Se sentó en un taburete junto a la mesa y devoró el improvisado menú en un par de minutos. Y tras reposar un poco, recogió de la mesa todos los utensilios, abrió el grifo del agua caliente y comenzó a fregar el plato, los cubiertos y el vaso que había utilizado para acompañar los alimentos con cerveza, y al terminar de barrer y pasar la fregona en la cocina, caminó hasta la sala de estar, conectó el televisor y se sentó frente a este sobre un señorial y cómodo sofá de tres plazas, de estilo Luis XV, hasta que, a eso de las doce y media, aburrida y extrañada por la tardanza de su añorada tía, a pesar de que ni siquiera tenía sueño, decidió irse a dormir. Al llegar al dormitorio, se desvistió, abrió la cama y se metió entre las sábanas portando tan solo las prendas más íntimas.

   A las ocho en punto, la inconfundible melodía hizo que María se despertase sobresaltada, y tras vestirse y abrir la ventana para que la habitación se ventilase, al percatarse del sepulcral silencio que moraba en la vivienda, abrió con sumo cuidado la puerta y se desplazó por el largo pasillo hasta el cuarto de baño con tanto sigilo como si fuera un felino que está apunto de abalanzarse sobre su presa. Un rato después, tras haber dado rienda suelta a sus esfínteres para liberarse de la presión que ejercía el contenido de su intestino grueso y la vejiga sobre el abdomen, se lavó las manos, el rostro, se peinó y retornando al pasillo caminó hasta la cocina, pulsó sobre el interruptor de corriente al entrar y fue directamente hacia la ventana para subir la persiana hasta arriba y así evitar el tener que mantener la luz encendida y rebuscar en el mobiliario los ingredientes que necesitaba para prepararse un tazón de café y migarlo con los restos de pan, tal y como lo había predispuesto la noche anterior. Una vez que terminó de desayunar, al comprobar que su tía no daba señales de vida, se acercó hasta el ventanal y observó que además de haber cesado la sutil lluvia, el tránsito de vehículos y personas era fluido a pesar de lo temprano que era. Regresó junto a la funcional mesa y se acomodó en uno de los cuatro taburetes que la circundaban apoyó los brazos sobre esta y encajando la cabeza entre las palmas de las manos «No sé yo, si podré acostumbrarme a vivir en este lugar, es tan distinto a mi Guayaquil», recapacitó a la par que por sus mejillas comenzaron a deslizarse las amargas lágrimas que emergían desde lo más profundo de su ser.
María Fernanda entró en la cocina.

   –Buenos días, ¿por qué lloras, cariño?

   –H… hola tía –dijo poniéndose en pie para abrazarse a ella–. La v… verdad es que ni siquiera lo sé, e… estaba asomada a la ventana y, de repente, el miedo se a… apoderó de mi pensamiento y… y me sentí tan sola qu…que al acordarme de mi bebito… su… supongo que fue por eso que…

   –Tranquila cariño mío, está todo tan reciente que es normal; pero puedo dar fe que de aquí a un tiempo tu dolor será más llevadero… y no dudes de mis palabras, pues, yo también pasé por lo mismo que tú hace más de veinte años, y a pesar de que aún continúo extrañando a la familia y al país, estoy convencida de que mi vida no sería igual si tuviese que regresar. Estoy tan agradecida a España y al País Vasco por lo bien que me recibieron sus gentes y el trato cercano que mantengo con ellos, que mi corazón está dividido de igual por igual.

   –Tía, ¿puedo hacerle una pregunta?

   –Sí, claro, puedes hacerme las que tú quieras, mi vida.

   –¿Esta casa es suya?

   El rostro de María Fernanda demudó como de la noche al día «¡Qué coño!, y ¿por qué no?, si, al fin y al cabo, yo no he cometido delito alguno», pensó durante un instante antes de decidir contarle algo que ningún familiar tenía la más remota idea, porque así lo había decidido ella.

   –Te voy a contar algo por ser tú y porque me apetece que lo sepas; pero eso sí, espero que esta conversación quede entre nosotras.

   –Puede usted darlo por hecho, tía, mi boca permanecerá cerrada a cal y canto como si de una tumba se tratase.

   –A ver… por dónde empiezo para que no te pierdas ni me demore mucho. Esto… al llegar a España, Indalecio Echeverría, el chófer de una acaudalada familia de Neguri fue a recogerme al aeropuerto tal y como habíamos acordado la señora de la casa y yo por teléfono…

   –Perdón, ¿qué es Neguri?  

  –Neguri es un barrio selecto que surgió entre finales del siglo XIX y principios del XX como residencia de invierno de familias adineradas provenientes principalmente de Bilbao y Madrid. Neguri es el barrio residencial por excelencia de Bilbao y se caracteriza por los palacetes que están a pie de costa y por su marcado estilo inglés; pero a partir de los años sesenta, la construcción de viviendas se democratizó y comenzaron a residir en él familias de clase media.

   »Recuerdo lo bien que me acogieron los señores y el servicio doméstico, tanto unos como otros eran personas maravillosas. Un domingo que salí a pasear, aprovechando que me correspondía descanso, coincidí con una paisana que, por cómo iba vestida, intuí que la vida le iba mucho mejor que a mí, recuerdo que, al vernos, ambas sonreímos y, después de saludarnos, comenzamos a conversar y, al despedirnos, acordamos reunirnos en aquel sitio todos los domingos y así fue como comenzó nuestra amistad.

   »Al cabo de un año, más o menos, me aburrí de servir en aquella mansión donde el trabajo era excesivo para el mísero salario que recibía y le comuniqué al ama de llaves que había decidido dejar la casa y esta, sin tiempo que perder, se lo hizo saber a la señora. Al salir del majestuoso palacete, mi amiga me estaba esperando a bordo de un Mercedes Benz modelo 280 color gris, que era conducido por su compañero sentimental. Al llegar a su apartamento, ambos me hicieron saber que podría quedarme a vivir allí a cambio de un alquiler asequible y contribuir económicamente a partes iguales en la reposición de artículos de limpieza y alimentación hasta que me pudiese independizar. Durante dos años estuve realizando labores del hogar en distintas casas; pero al darme cuenta que así no llegaría a ningún sitio, le pregunté a Marcela que dónde trabajaba ella y me dijo que en un club de alterne. –¿Y eso qué es?, le pregunté, pues, hasta entonces no había escuchado esa palabra. Aún recuerdo el gesto que realizó y la cara que se le quedó. –¿De veras que no sabes de qué va eso?, me dijo. –Tan cierto y verdadero como que estamos aquí, le respondí. –Es un sitio donde se reúnen hombres y mujeres para hablar, tomar una copa y si se tercia, pues, ya sabes. –¿El qué he de saber?, dije sin salir de mi asombro. –Pues, mantener relaciones sexuales, ¡qué va a ser si no!, contestó con tono despectivo. –¿Y tu novio no te dice nada?, pregunté inocentemente. –Él es quien regenta el club y todas las noches nos felicita a todas y cada una de las chicas que allí trabajamos. –¡Ah!, ¿entonces el motivo de que te vaya tan bien es a cambio de acostarte con hombres? –Al principio cuesta un poco, pero con el transcurso del tiempo acabas acostumbrándote, y aunque no disfruto de los encuentros sexuales: lo hago por los placeres que me proporciona el comprar y gastarme el dinero dónde, cuándo y con quién quiero, me dijo sin más.

–Tía, ¿usted, también hace eso?

   –Sí, a pesar de que la familia cree que sigo trabando en el primer sitio, comencé a ejercer el oficio más viejo del mundo, pero no me arrepiento de nada, porque gracias a ello conocí a D. Rodolfo Eguiluz Basterra –dijo señalando con el mentón hacia un portarretrato que enmarcaba a un distinguido y apuesto anciano–, una maravillosa persona, que un buen día quiso la Providencia que se hallase paseando por Las Cortes, el Barrio Chino de Bilbao, justo cuando estaba yo a punto de entrar en el Gato Negro, el club de alterne donde llevaba trabajando un par de meses. –Perdone usted señorita, me dijo poniendo su mano derecha sobre mi hombro, ¿le puedo hacer una pregunta? –Sí, claro, las que usted quiera, le dije. –Me gustaría hablar de un asunto con usted, ¿le importaría tomar un café, conmigo?, me dijo mostrando una dulce sonrisa. Busqué con la mirada en el interior del local y consulté a Marcela, que ejercía allí como encargada de barra, haciendo un gesto con la cabeza hacia arriba y al asentir esta, haciendo el mismo gesto que yo, pero a la inversa. –Está bien, acepto su invitación, le respondí, y nos dirigimos hacia el bar La Ochoa, que estaba al otro lado de la calle, y al entrar, después de invitarme a tomar asiento alrededor de una de las mesas que estaban destinadas al servicio clientes y comensales, de manera cortés me preguntó que cómo lo quería. –Con leche, por favor, le dije exhibiendo una leve sonrisa, y al cabo de un rato regresó con ambas manos ocupadas con sendos platillos y sobre estos su correspondiente taza de café, cucharilla y azucarillo, con tanta destreza como si su se tratase de un experimentado camarero de salón. Al llegar junto a la mesa, los deposito sobre esta, se sentó frente a mí, cogió el sobrecito de azúcar por una esquina, lo sacudió un par de veces para que esta se acumulase a un lado, rompió el envoltorio para verter el contenido en la taza, tomó la cucharilla, la introdujo en el líquido y comenzó a remover hasta que consideró que el azúcar se habría diluido del todo, se llevó la taza hacia la boca y, tras dar un sorbo y dejar la taza sobre el plato. –Me gustaría que trabajases para mí, me soltó de repente y casi me atraganto con el trago que corría por mi garganta hacia abajo en aquel momento. –¿Cómo dice?, le pregunté. –Me parece usted una linda jovencita y considero que no sería justo que se pierda en el mundillo de la noche, y es por ello, que me gustaría ofrecerla un puesto de trabajo. –¿Y en qué consistiría?, le pregunté. –En que realizases las tareas del hogar, me dijo con voz pausada. –Ya he estado antes y el sueldo que ofrecen es muy poco para lo mucho que hay que hacer… –Bueno, todavía no hemos hablado del salario, me dijo poniendo serio el semblante. –¿Cuánto estaría dispuesto a pagar?, le dije. –¿Le parece bien cien mil pesetas al mes, seguro y los derechos a aparte?, me respondió sin que le temblase la voz. –No sé qué quiere decir usted con eso, le dije. –Darte de alta en la Seguridad Social y cotizar por ti para el futuro; dos días libres a la semana y fiestas de guardar y un mes de vacaciones remuneradas por año, me aclaró. –La oferta me parece razonable, pero es que vivo de alquiler en casa de ellos…–No importa, si quieres te puedes quedar a vivir en la mía sin necesidad de tener que abonar nada, me dijo sin dejarme terminar la frase. –Me ha convencido usted, ¿cuándo puedo comenzar?, le dije sin más, y me quedé complacida al observar el brillo que adquirieron sus vivarachos ojos y la expresión que mostraba su rostro. Así fue como le conocí y cambié mi estilo de vida. Y al cabo de un año, a pesar de que no había ningún tipo de atracción por ninguna de las partes me pidió que me casara con él, algo que al principio no entendí, pues era consciente de que no perseguía acostarse conmigo porque así me lo había hecho saber antes de atreverse a dar el paso final.

   –Tía, pues, no entiendo por qué una historia tan bonita tenga que permanecer en secreto y en cambio las historias desagradables tengan que andar de boca en boca y se esparzan con tanta rapidez como la pólvora; pero me imagino que si usted así lo ha decidido tendrá sus motivos.

   –Lamentablemente para mí, lo tuve que mantener en secreto por causa de las arraigadas convicciones religiosas que imperan en casa de mis padres y hermanos; para ellos sería una deshonra el saber que su hija y hermana, además de haberse prostituido, se había casado por lo civil, y posiblemente, pensarían que por intereses económicos, con alguien que por edad podría ser mi abuelo: esa es la única razón de ocultarles la verdad cuando regresaba cada año a Ecuador y ellos me decían que si no tenía pensado casarme y formar una familia –suspiró e hizo una pausa para tomar aire, se enjugó las lágrimas que corrían por sus mejillas con un pañuelo de papel, se sonó la nariz y prosiguió–: Nuestra relación matrimonial a… apenas duró un año, justo el tiempo que le habían no… notificado en el hospital, tras serle descubierto el cáncer de pulmón que le venía minando la vida desde tiempo atrás y… y que de no ser porque acudió a su médico de cabecera pe… pensando que se trataría de un simple catarro, nada de cuanto aconteció hubiese ocurrido; pe… pero no queda ahí la historia, ya que es… estando aún de cu.. cuerpo presente en el tanatorio alguien se acercó a mí con una carpeta, y tras saludarme y da… darme el pésame, se identificó y me dijo que al leer la prensa y ver la esquela en la sección de necrológicas, cumpliendo con el encargo que en su día le hiciese su estimado y fallecido amigo, me entregó un sobre que estaba lacrado al tiempo que me decía que D. Rodolfo Eguiluz Basterra me había nombrado heredera universal de todos sus bienes muebles e inmuebles –dijo María Fernanda, con voz entrecortada–, la notificación me dejó  paralizada durante unos segundos; pero lo que más me impactó de todo aquello fue el descubrir que el testamento había sido firmado al día siguiente de haber aceptado su propuesta laboral. La generosidad y el buen trato que recibí de él durante ese breve espacio de tiempo hizo que me enamorase como si fuese una quinceañera y aún conservo ese lindo sentimiento a pesar de han transcurrido seis años, siete meses y quince días de su fallecimiento –suspiró sonoramente y miró hacia el techo como si del mismo cielo se tratara, se besó en la palma de la mano, la inclinó hacia arriba y sutilmente sopló para enviársele con todo su amor.

   –Que curiosa la forma de actuar de este generoso caballero, ¿verdad que sí, tía?

   –Rodolfo era amante del arte y dedicó parte de su vida y dineros en adquirir y coleccionar piezas de estilo francés de los siglos XIV, XV y XVI, su herencia o legado como a él le gustaba nombrar, consistía en esta vivienda con su contenido y una cantidad de dinero suficiente que me permitió vivir de manera holgada durante más de cinco años, y desde  entonces hasta ahora, me gano el sustento ejerciendo un oficio que gracias al cuerpo que aún conservo, a los amigos y clientes que tengo, me permite seguir llevando una vida más o menos digna invirtiendo apenas cuatro horas en uno de los clubs del Barrio Chino.

   –No entiendo por qué tiene usted que vivir así, con lo fácil que habría sido poner en venta todo, retornar a Ecuador y vivir allí como una reina acompañada por la familia que tanto la extraña y quiere.

   –Es tan simple de explicar cómo difícil pueda resultar el entenderlo, pero considero que un acto tan noble como el que hiciese en su día mi difunto esposo y de obrar así: mi honorabilidad y el amor que siento por él me harían sentir como un ser desagradecido y puede que tal vez mi conciencia me impidiese ser lo feliz que soy y, hoy por hoy, es un riesgo que no quiero correr –dijo con voz entrecortada.

   –Tiene usted toda la razón, tía, discúlpeme si mi forma de verlo le ha molestado.

   –No te preocupes por nada, cariño, sé perfectamente que no había ninguna mala intención en tus palabras. ¿Qué te parece si nos vamos a dar una vuelta por la ciudad y aprovechamos para comer fuera de casa? –consultó exhibiendo una amplia sonrisa.

   –La verdad es que me molesta que me vean así con el rostro y el ojo tan hinchado y amoratado, pero viendo con la ilusión que usted lo ha dicho, está bien: vayamos a dónde usted quiera –Dicho esto, ambas se vistieron para la ocasión con sus mejores galas, María Fernanda caminó hacia el mueble rinconero que albergaba en una de sus baldas un antiguo y negro teléfono de estilo francés, en baquelita, descolgó el auricular, y ayudándose de un bolígrafo hizo girar la ruleta para ir marcando los números de uno en uno con la intención de solicitar un taxi. 

   Al salir del portal, el servicio solicitado las estaba esperando.

   –Hola –dijeron casi a la par las dos Marías, al abrir la puerta trasera.

   –Hola, buenos días, ¿a dónde les llevo?

   –A la Gran Vía, por favor –indicó la de más edad.

   Unos minutos después, siguiendo las indicaciones de María Fernanda, el taxista detuvo el vehículo a la altura de uno de los restaurantes de la zona. Al bajarse, a María le llamó la atención, además del masivo tránsito de vehículos, personas y lo diferente que es Bilbao de Santiago de Guayaquil, un llamativo letrero.

   –Tía, ¿quién era es señor?

   –Cierto día, paseando por esta calle cogida del brazo del que fuera mi único marido, le hice la misma pregunta, y según me dijo, el día 15 de junio del año 1300 fue fundada, por primera vez, la villa de Bilbao por parte del señor de Vizcaya: Don Diego López de Haro –explicó, exhibiendo una amplia sonrisa al terminar mientras con la mano derecha empujaba la puerta para entrar en el restaurante, y una vez que se acomodaron en la mesa, después de que un joven y agraciado camarero les llevase el menú solicitado, comenzaron a degustar una ensalada mixta, bacalao a la bilbaína y una porción de tiramisú. Y tras reposar la comida, tomarse un café y abonar el importe que indicaba el tique que estaba sobre la mesa, ambas se levantaron, se colocaron el abrigo y se despidieron de empleado con un «Hasta luego», María Fernanda, con un simple «adiós» su ahijada y con un «Adiós, hasta luego. Gracias por su visita señoras», el camarero. Después caminaron unos metros hasta llegar a la altura de un centro comercial de renombre.


   »Entremos aquí, cariño, a ver si hay alguna prenda que te guste –dijo María Fernanda tratando de no herir los sentimientos de su ahijada; ya que, desde que habían puesto el pie en la Gran Vía, los transeúntes no hacían más que mirarlas, porque el atuendo con el que la niña de sus ojos había aterrizado en el País Vasco era el típico de su pueblo, y a pesar de que en cualquier tiempo los habitantes de la ciudad de Bilbao han sido y son personas de mente despejada no dejaban de sorprenderse por la indumentaria, más que nada por su vistosidad.

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