domingo, 31 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 8, Vidas Truncadas


El ocho de junio de 1985, después de salir de trabajar, Antonio y Teresa decidieron  acercarse hasta el ferial con la intención de darse un par de vueltas por la zona de las atracciones; pero al observar que estás estaban siendo cerradas al público hasta el día siguiente, optaron por acceder a la zona del Parque de los Pinos y contando con el beneplácito de los porteros, se adentraron en una de las muchas casetas privadas que se hallaban instaladas en la zona y, entre bailes y risas, la fiesta y la noche continuó avanzando sin ser conscientes del transito del tiempo.
   Dos horas después, cansados de bailar, dirigieron sus pasos hacia la zona de mesas y acordaron sentarse a tomar un par de copas tranquilamente:
   —A las güenas noches —dijo Mª Manuela, la Chaparrita—. ¡Dichosos lo ojos que te ven, Teresa!
   —Me alegro de verte Manoli… Créeme que siento de verás no haberme despedido de vosotras el día que rompí mi relación con Pepe; pero entiende que, cuanto menos tiempo estuviese allí…
   —No te precupes, mi niña, no hase farta que justifiques na: toas sabemos qu'eres güena gente.
  Al escuchar aquello, a Teresa se le alegraron los ojos.
   —Pero no os quedéis ahí en pie. ¡Sentaos aquí con nosotros! —invitó haciendo un gesto con la mano derecha a los recién llegados.
   —Supongo que vosotros dos ya sos conocéis, ¿no? —inquirió la Chaparrita mirando a Antonio y a Ernesto, su compañero sentimental.
   Los dos asintieron haciendo un gesto con la cabeza a la vez.
   —Vamos, Ernesto. Acompáñame a por las bebidas, ya sabes que en ferias solo sirven en la barra —indicó Antonio, y ambos se dirigieron hacia el mostrador.
   —¿Y cómo te va con él? —consultó la Chaparrita.
   —Muy bien, la verdad es que muy bien.  Sin duda alguna, es el hombre de mi vida; aunque, a decir verdad, cuando no estoy junto a él me aburro bastante.  Creo que eso de estar en casa cruzada de brazos esperando a que llegue tu amor: es algo que puede conmigo y me desespera.
   —Te entiendo, mi niña, y, más, después de llevá tanto saños en la noche.
   —Eso es lo que peor llevo; pero, por todo lo demás, estoy encantada… Es muy cariñoso conmigo y me trata como a una reina…   ¿A ti qué tal te va la vida?
   —La verdá es que der mi Ernesto no me puéo quejá, aunque sé perfestamente que su único interés es seguí cormigo, porque, cómo bien sabes tú, a él, no le gusta jincá er callo… Lo que me va mal ahora es er trabajo. Ar día siguiente de dirte, Pepe puso de encargá a la Marini, y cómo bien sabes tú: esa hija de p… no me pué ni vé… ¡Ah!, me s'orvidaba, ¿sabes que hay un clú que s'arquila en la zona La Vera?
   —No, no tengo ni idea, desde que estoy con Antonio apenas sé del mundo exterior.
   —Te lo digo, porque, como antes m'has dicho que t'aburrías en casa…
   —Me parece una buena idea. Mañana le comentaré, a ver qué le parece.
   —Si acaso es que sí: ya sabes que pués conta cormigo pa trabajá juntas de nuevo.
   Al observar que ellos regresaban pusieron fin a la conversación.
   —¡Vaya mierda de camareros!, media hora para servir cuatro p… copas —vociferó Ernesto al llegar junto a las damas y, tras el retorno, continuaron hablando y bebiendo hasta que la música cesó y, a través del micrófono, les comunicaron que había llegado la hora de cerrar e invitaban amablemente que fuesen abandonando la caseta.
   Al salir a la calle, cegada por sol, entrecerrando los ojos, Teresa miro el reloj de pulsera y comprobó que eran las nueve y diez.
   —Me temo que habrá que ir pensando en irnos a dormir —indicó con voz pastosa.
   —Sí, será lo mejó pa tos —corroboró la Chaparrita.
   —Bueno, pos, no s'hable más, ya nos veremos otro día —sugirió Antonio, dando la conversación por finalizada.

Cuatro horas después.
El bullicio formado por las charangas a su paso por de la calle del Sol les imposibilitaba el seguir durmiendo.
   —Cariño, ¿qué te parece si nos apartamos un poco de todo este ruido?  —sugirió con voz melosa, Teresa—. Tengo la cabeza a punto de estallar.
   —Me parece bien. Yo estoy igual; pero no creo que encontremos ningún sitio sin ruido…
   Teresa le dedicó una mirada tierna.
   —¿Por qué no nos vamos a comer a algún pueblo? —sugirió con voz suave.
   Antonio asintió.
   —Sí, claro.  ¿Te apetece ir al ventorro del Regino?
   Teresa, animada por la respuesta, puso cara y ojos de chica buena.
   —Me gustaría poder visitar los pueblos de La Vera, me han hablado muy bien de ese lugar,   ¿qué te parece, cariño?
   El rostro de Antonio adquirió un tono alegre y jovial.
   —Estupendo.  Conozo un sitio en esa zona que estoy seguro t'encantará.
  Se fundieron en un abrazo, se besaron apasionadamente, se levantaron y, tras ducharse, perfumarse y vestirse con atuendos cómodos, se dirigieron hacía donde estaba aparcado el automóvil, se subieron a este y, a través dela Calleja Larga  —Avda. de La Vera—, llegaron a la estación de servicio Los Cerezos, estacionó el vehículo y se adentraron en la cafetería para desayunar tranquilamente, y después de llenar el deposito de combustible prosiguieron el viaje por la N-110 y, a unos quinientos metros de la estación de servicio, tomaron, a mano derecha, la carretera de Jaraíz —actualmente la EX-203—, hasta que a la mitad de camino, entre Torremenga y Jaraíz de la vera:
   —Cariño, vas a tener que parar un momento —sugirió Teresa.
   —¿T'ocurre algo?
   —Nada grave, pero es algo que nadie puede hacer por mí y no puedo aguantarme ni siquiera un minuto más...
   Ante el improvisado desconcierto, accionando el intermitente derecho, Antonio se apartó de la carretera y detuvo el vehículo justo en frente de un conjunto de casas bastantes deterioradas, que tiempo atrás albergaron un club de alterne según se podía apreciar, desde la distancia, por el rojo farol que permanecía en la cima de una larga barra de hierro incrustada sobre el tejado, e in situ podía leerse en un maltrecho y oxidado cartel «Se alquila», junto a un número telefónico.
   Siendo sabedora de la improbabilidad de que por las inmediaciones pudiese haber alguien, se apeó del automóvil y, sin demora alguna, se arremangó la falda hacia la cintura, se bajó las bragas y vació su vejiga justo al lado del coche..., unos segundos después, se enjugó sus partes con un trozo de papel higiénico que llevaba en el bolso de mano, se subió la intima prenda, se bajó la saya y, tras reajustarse la indumentaria, se introdujo y acomodó en el asiento del copiloto:
   —Cariño, ¿has visto?
   —¿El qué, mi niña?
   —El cartel de se alquila.
   —¡Ah!, te refieres a eso. Sí, sí que l'he visto.
   —¡¿Y no te sugiere nada?!
   —Sí, que está abandonáo, y, por lo que se vé: desde hace mucho tiempo.
   —Cariño, ¿de veras que eso es todo lo que te sugiere?
   Antonio se encogió de hombros.
   —La verdá es que no se m'ocurre na más.
   El rostro de Teresa se irradió de júbilo.
   —Podríamos alquilarlo y abrir nuestro propio negocio, ¿qué te parece?
   —Mal.
   —¡¿Mal?! ¿Por qué?
   La faz de Antonio se tornó tan seria como la firma de un juez.
   —Mu fací.  Yo estoy más tieso que una mojama..., y porque sé, a ciencia cierta y así me l'has hecho sabé, tú tampoco lo tienes.
   Teresa esbozó una sonrisa.
   —Sí. Cierto es que no dispongo de efectivo... pero se te olvida, que puedo empeñar o vender las joyas que tengo en casa: total, ya no me las pongo.
   Él asintió.
   —Bueno, siendo asín es otra cosa.
   Teresa rebuscó en su bolso un bolígrafo y tomó nota del número que aparecía en el roñoso cartel y, del mismo lugar extrajo un par de cigarrillos, se los puso entre los labios y, tras darles fuego, le pasó uno a Antonio y, después de dar una larga calada, exhaló con energía la humareda al tiempo que miraba hacia Antonio, sin poder evitar la satisfacción que denotaban el brillo de sus lindos ojos negros y la amplia sonrisa dibujada en su rostro y prosiguieron con el viaje hasta llegar al siguiente pueblo y, sin más dilación, a eso de las tres,  llegaron al lugar elegido para comer.
   —¿En serio que no has oío hablá del lago de Jaraíz?
   —Tan cierto como que estamos aquí, mi amor.
   —Pos, además de bonito, en este sitio preparan la paella casi mejó que en Valencia… y un pollo asáo que ni te cuento. ¿Has probáo alguna vé el zorongollo?
   Teresa negó con la cabeza un par de veces.
   —¿Eso qué es, cariño?
   —Una ensalá de pimientos asáos, ¡que está de muerte!
   —Pues, ya sé lo que me voy a pedir para comer —dijo sonriendo ampliamente, dejando a la vista la blancura y la perfecta alineación de su dentadura.
   Un rato después de degustar y reposar la comida, a eso de las cinco y media, Teresa se dirigió hasta el mostrador, introdujo unas monedas y realizó una llamada desde el teléfono público y, tras ponerse en contacto con el dueño del burdel, acordaron reunirse media hora más tarde junto a las puertas de este para echar un vistazo al local. Entre tanto, Antonio había solicitado al camarero el importe de las consumiciones y entregado doscientas pesetas más de lo que indicaba el tique emitido por la caja registradora.
   Al regresar junto a su amor:
   —Gracias, cariño —dijo al tiempo que lo abrazaba desde atrás.
   Antonio se puso en pie y se volvió hacia ella confuso.
   —¡¿Gracias por qué?!
   Ella le abrazó aún más fuerte.
   —Por traerme a este maravilloso lugar —dijo emocionada.
   Él la estrechó entre sus brazos y la besó con pasión.
   —Ya te dije que te gustaría.
   —Este lugar es maravilloso y ni siquiera sabía de su existencia.
   Antonio la miró fijamente a los ojos.
   —Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos yendo, ya?
   Teresa miró el reloj.
   —Habérmelo dicho antes —dijo llevándose las manos a la cabeza, en ademán de desesperación.
   Un rato después, tan puntual como el Abuelo Mayorga, a las seis en punto.
   —Hola, buenas tardes —dijo el recién llegado, mientras trataba de recoger del asiento de atrás un par de muletas, de esas antiguas que se ponían bajo la sobaquera.
   —Hola —respondieron casi al unísono, la pareja.
   —Soy Agapito Hernández, el dueño de todo esto que tenemos enfrente —especificó, estando fuera del automóvil, al tiempo que les tendía su mano—: Supongo que ustedes me están esperando, ¿verdad?
   —Sí, así es… Me llamo Teresa y él, es Antonio, mi marido.

   Efectuados los saludos, accedieron al interior del edificio. Una vez visitadas las instalaciones y comentando el estado en que estas se encontraban, Teresa propuso al dueño que ellos asumirían los gastos de limpieza y puesta en marcha del local a cambio de tres mensualidades, y que, si en un futuro próximo la cosa funcionaba: podrían incluso formalizar el contrato de compra-venta tanto de la edificación como de los terrenos donde esta se hallaba ubicada y, siendo conforme el dueño, tras un apretón de manos dieron por formalizado aquel contrato verbal, Agapito les entregó las llaves y se despidieron los tres  con un: «hasta otro día».

sábado, 30 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 7, Vidas Truncadas


Los días festivos pasaron como una exhalación en Salamanca, la pareja retornó a Plasencia apenas sin comunicación verbal durante el trayecto; aunque no por ello, dejaron de dedicarse expresivas miradas. Teresa iba pensativa; Antonio, con la mirada puesta en la carretera, en silencio y meditabundo.
   —Ahora viene cuando la matan —dijo, un par de kilómetros antes de llegar a la ciudad.
   —¿Cómo dices? —interrogó, haciendo un gesto en señal de incomprensión.
   —Cariño, llévame directamente a la plaza —dijo enérgicamente.
   Antonio asintió en silencio.
   Al llegar a la altura del cuartel de la Constancia, giró hacia la derecha tomando la Avda. del Ejército y, al término de esta, girando a la izquierda, a través de la calle del Rey, accedieron al casco viejo.
   —No, no pares.  Aparca dónde puedas —indicó, y, tras un apasionado beso—: ¿Has entendido lo que te he dicho, cariño?
   —Sí —respondió al tiempo que la guiñó un ojo.
   Teresa condujo sus pasos con decisión, a través de los soportales, hasta llegar al club.  Abrió la puerta y, tras apartar enérgicamente el cortinaje hacia la izquierda, se introdujo en el local.
   —¡Hombre! ¡Dichosos los ojos que te ven! —exclamó con ironía Pepe—, ¿qué tal las vacaciones, señora? —enfatizó con retintín.
   —¡Muy bien!... Es más, a decir verdad, mucho mejor de lo que me había imaginado —respondió, sin ocultar su pletórica satisfacción.
   —¡Vaya!, eso me complace aún más —mintió.
   —Bien, dejémonos de tantas tonterías y vamos al grano.
   —¿Al grano? —preguntó, enarcando la ceja derecha.
   —Tenemos una conversación pendiente, ¿no recuerdas? —indicó, con voz suave.
   Entraron al pequeño vestuario, ella con las ideas muy claras; él, lleno de interrogantes.
   —¡Tú dirás!...
   —Estoy harta de fingir un amor que no siento y…
   —¡Ah!, se trata de eso —irrumpió de nuevo, sin dejarla terminar.
   —De eso, y de que para ti, no soy más que un trofeo.
   —¡¿Un trofeo?!, ¡Vaya!,  eso sí que es nuevo para mí.
   —No te hagas el desentendido. Tú no eres tonto y sabes perfectamente de lo que te estoy hablando.
   —Pues, la verdad es que no sé por dónde vas.
   —Estoy más que harta de que me exhibas delante de tus amigotes.
   —¡Ah!, ¿de veras piensas eso?
   —Entre nosotros nunca ha existido el amor... Lo sabes perfectamente.
   —Entonces, según tú,  ¿qué es lo que hay?
   —Puro materialismo.
   —Sigo sin comprender…
   —Pues es muy fácil. Tú satisfacías mis caprichos, y, a cambio, me lucías delante de tus amigos como si fuera tu mejor tesoro.
   —En realidad, ¿qué quieres decirme?
   —Pues, que esto se ha terminado.
   —¡Así!, ¿sin más?
   —Creo que está más claro que el agua, ¿no?
   —Sabes que a mí no me han de faltar mujeres, así es que, ¡cómo tú quieras!, pero eso sí: te irás con lo puesto.
   —Por mí no hay ningún inconveniente.
   —¡No sé qué te ha podido dar ese muerto de hambre!... ¿O es que crees que no sé dónde y con quién estabas?... Plasencia no es más un «pueblo» y aquí todo se sabe.
   —No estoy obligada a darte explicaciones, pero, ya que te empeñas: quiero que sepas que en estos quince días ha sido capaz de hacerme sentir amada.
   —Ya, pero con el amor no se come y, a ti, además de comer, te gusta vestir y vivir muy bien.
   —¿Sabes qué?... Viendo cómo te estás poniendo, te diré que con él ni siquiera necesito fingir los orgasmos.
   —Siendo así no hay nada más que hablar —indicó alzando la voz, Pepe—, ¡Ya estás tardando en irte!
   —¡Por favor! —dijo llamando la atención a la camarera, Teresa—: ¿Me puedes dar la rosa que está en el vaso que hay junto a la caja registradora?
   —Sí, claro ¡cómo no!
   —Gracias —dijo sin más. Un par de segundos después, salió del local sin despedirse ni siquiera de las chicas y caminó erguida y con paso firme hasta la salida: con la satisfacción dibujada en su rostro por haberle dicho de una vez por todas en lo que realmente estaba basada la relación entre ella y «don Pepe».
   Antonio, al ver que Teresa regresaba, se levantó del pétreo banco y salió a su encuentro.
   —Bueno, ya está todo arreglado —indicó, al tiempo que se abalanzaba sobre su verdadero amor.
   —¿Qué tal, mi niña?
   —La verdad es que ha sido mucho más sencillo de lo que me había imaginado. En el fondo, él sabía que tarde o temprano esto sucedería.
   —Espero que con el tiempo no me pase a mí lo mismo ca él.
   —Qué tonto eres, cariño —reprendió con voz melosa—. Lo que hay entre tú y yo: se llama amor.
   —¿T'apetece tomá algo?
   Teresa sonrió pícaramente y le guiño un ojo.
   —Sí, vayámonos a tu casa...  Me apeteces tú, mi amor —dijo con voz melosa.
   —Tendremos que ir a buscá algo pa cená —propuso Antonio.
   Teresa asintió, se abrazó a él y, antes de dirigirse al domicilio, pasaron por uno de los bares, se hicieron con un par de hamburguesas y unas cervezas y, al llegar a casa, tras ducharse y hacer el amor bajo la templanza del chorro de agua, se acomodaron en el sofá y comenzaron a dar cuenta de los alimentos adquiridos: la práctica de sexo, además de satisfacer sus instintos, les provocaba un hambre ineludible.

A la mañana siguiente, a eso de las once y media, salieron de casa y, tras tomarse un café con churros en un bar de la calle del Sol, dirigieron sus pasos hacia donde estaba aparcado el vehículo:
    —¿Adónde vamos ahora, cariño? —consultó con voz melosa Teresa.
   —A la Data... Quiero que conozcas a mí padre y a mi hermana Azucena.
   —Me parece bien, aunque para ser sincera, te diré que: me da un poco de corte.
   —No te precupes, que todavía no s'han comío a nadie.
   Al llegar a la plazuela vio que su padre caminaba hacia la piconera y al pasar junto a este detuvo el vehículo:
   —¡Hombre, hijo! ¿Cómo tú pa'quí, a estas horas?
   —Pos, pa verle a usté, papa…, y, pa presentarle a Teresa.
   Consumados los respectivos saludos y estacionado el automóvil, caminaron los tres con dirección al hogar familiar.
   Media hora después apareció en casa, cargada con tres bolsas de alimentos, Azucena.
   —¡Hombre!, dichosos los ojos que te ven, hermano —dijo Azucena.
   Completado el protocolo familiar.
   —Hermana, te presento a Teresa, la mujer de mi vida.
   —Encantada —dijo haciendo un ademán de cortesía—. Os quedaréis a comer, ¿verdad?
   Antonio asintió.
   —¿Tú que crees?
   Padre e hijo se quedaron conversando en el salón, Azucena se introdujo en la pequeña cocina y Teresa permaneció junto a la entrada de esta y mientras se preparaba la comida se fueron dando a conocer.
   Después de comer, salieron los cuatro a tomar café al bar de Ramón y, desde allí, Antonio telefoneó al resto de sus hermanos para consultarles que si les venía bien reunirse el sábado en el ventorro de Regino, con el fin de invitarlos a comer y presentarlos a su verdadero amor.
   El día del evento amaneció esplendoroso. Desde primeras horas, estaba preocupada y llena de interrogantes por el hecho de saberse el centro de atención en el acto previsto. A eso de las doce, Teresa y Antonio llegaron a la Data, allí les estaba esperando, sentado en las escalerillas del acerado, con los nervios a flor de piel, José, el mismo que  se puso en pie con tanta agilidad como un gato montés al verlos llegar:
   —¡Amos, jodé!, que llevo aquí dos horas d'espera —dijo a modo de saludo.
   —Pos, ya sabe usté que hasta las tres no vamos quedáo con los demás.
   —Ya, pero a mí me gusta enllegá a los sitios con bien de tiempo, hijo.
   —No se precupe usté, papa, que nadie nos va a quitá el sitio.  Ya estuve hablando el martes con el Regino pa hacé la reserva.
   —Hola hija mía, ya me pués perdoná: con los nervios ni siquía t'he saluao.
   —No se preocupe usted por eso.  No es el único que está nervioso.
   —Ya estamos, ¿no?  Pos, ¡hala! vámonos —indicó Antonio.
   Quince minutos después, se encontraban a las puertas del merendero, un vetusto edificio, que al igual que el resto de ventorros existentes en la zona, data desde la Edad Media y surgieron a raíz de la trashumancia. En los alrededores de estos existían unos prados y cercados que eran utilizados por los ganaderos como descansadero de los animales tras varios días de camino, hacer noche allí y a su vez para reponer fuerzas con los suculentos platos pastoriles que se servían en estas ventas.
   Al bajarse del automóvil, a Teresa le llamó la atención que los cerezos colindantes al inmueble estaban cuajados de blancas flores. Al percatarse Antonio de la emoción de esta, con el dedo índice la invitó a mirar hacia los pueblos y se quedó maravillada al contemplar que el Valle del Jerte estaba completamente revestido de blanco. Padre, hijo y «nuera» entraron al local y, tras tomarse unas cervezas, salieron al exterior y caminaron durante una hora por los alrededores: disfrutando de una entretenida conversación, del envolvente paisaje y acompañados en todo momento por el agradable y diversificado trino de los pájaros, que, locos de alegría se encontraban en pleno cortejo primaveral.
   Los primeros en hacer acto de presencia, a eso de las dos y media, fueron Manuel, su mujer y los hijos de ambos. Diez minutos después, aparecieron los demás integrantes de la extensa familia y, según fueron llegando, Antonio les iba presentando a Teresa como la mujer de su vida «Bueno, pues enhorabuena, mi niña, y bienvenida a la familia»  —Estas fueron las palabras más repetidas entre los familiares.
   A las tres en punto, siguiendo las indicaciones de Regino, entraron al comedor, entre adultos y niños, una treintena de comensales, que, entre el bullicio de los menores esperaban impacientes para degustar una exquisita caldereta de cabrito y filetes de ternera o tortilla de patatas para los más pequeños. De postre, las cuajadas y el flan casero fueron los más demandados por los adultos; los pequeños, se decantaron por las natillas caseras, el arroz con leche y las floretas con miel. Después de reposar la comida y, de que algunos tomasen café, copa y puro, decidieron acercarse hasta el pueblo más cercano, Navaconcejo, con la intención de pasar el resto de la tarde juntos. Hasta que, a eso de las nueve, regresaron a Plasencia y, tras despedirse hasta otro día, cada uno se fue para su respectiva vivienda.
El miércoles, a primeras horas de la mañana, Teresa y Antonio salieron a dar una vuelta por la zona centro para comprar un poco de fruta y de paso echar un vistazo por los comercios de los alrededores:
   —Cariño, necesito comprarme ropa más acorde a nuestra situación.
   —Sí, claro.  Cómprate lo que quieras.
   —Creo que de momento con un par de pantalones, dos blusas y tres o cuatro camisetas será suficiente… Bueno y también un par de zapatillas de cuña, que de andar todo el día con zapatos tengo los pies destrozados.
   —Mi niña, no es necesario que me des tantas explicaciones, compra lo que necesites.
   Efectuadas las adquisiciones, se encontraron con José bajo los soportales y estuvieron tomando cañas hasta que, a eso de las dos menos cuarto, este se despidió de la pareja.
   —Bueno, ¿cácemos ahora? —consultó Antonio.
   —Cariño, ¿qué te parece si nos quedamos a comer por cualquier bar de la zona?  La cocina es algo que nunca me ha llamado la atención… ¡Vamos!, hablando en plata: que quitando el freír cualquier cosa no se más.
   —No te precupes: yo, ni siquiera sé freí un güevo... pero, ya aprenderemos, y si no, pos, comeremos lo que sea.
   Cinco minutos después de que el Abuelo Mayorga golpease cuatro veces sobre la campana, llegaron a casa y, dejándose llevar por el deseo, hicieron el amor un par de veces. Al terminar, permanecieron abrazados y jadeantes durante diez minutos, prendieron un cigarrillo, lo fumaron a medias y, tras apagarlo en un reducido cenicero de cristal, de los de todo a cien, se quedaron dormidos sobre el encarnado sofá.
   Pasadas dos horas, Antonio se despertó sobresaltado.
   —¡Jodé!,  ya ni m'acordaba —dijo alzando la voz, mientras descargaba la vejiga en el pequeño cuarto de baño.
   —¿El qué, cariño?
   —Que tengo que ir a trabajá.
   —¿Ya ha pasado un mes?... ¡No me lo puedo creer!
   —Pos, sí.  Ya sabes que, cuando se está bien, el tiempo pasa sin que nos demos cuenta... pero no te precupes, que pa las once o asín estaré aquí.
 Teresa suspiró sonoramente,
   —Tendré que ir acostumbrándome, por lo que se ve, no me queda otra.
   —Serán solo un par de días a la semana. El fin de semana te podrás vení allí cormigo.
   —Pues sí.  Tienes razón, no había caído en ello.
   Antonio se desvistió, caminó hasta el baño y se introdujo bajo la ducha.  Veinte minutos después caminaba, erguido y con el pecho hinchado cual si fuera un palomo buchón hacia la Puerta del Sol embutido en un elegante traje azul oscuro, camisa blanca y unos cómodos, negros y brillantes zapatos.
   Al llegar al centro de trabajo, este fue recibido efusivamente por el personal.
   —Se te ve muy contento —dijo la taquillera con segundas intenciones—. ¿No estarás enamorado, verdad?
   —¡Vaya!, no sabía que tenías poderes adivinatorios —exclamó con tono jocoso—, aunque la verdá es que, cara de bruja sí que tienes, joía.
   —No, cariño para eso aún me faltan tablas —respondió entre risas—. Todos aquí, ya sabemos que estás viviendo con Susana…
   El rostro de Antonio demudó hacia un gesto de sorpresa.
   —¡Ah!, ¿sí?
   La taquillera sonrió ligeramente.
   —Ya, sabes querido... Plasencia es más que un «pueblo»… y, además de que el otro día me pareció veros saliendo de tu casa, soy bastante cotilla.
   —Sí, sí, ya veo que estáis bien informáos.
   —¿Y para cuándo es la boda?
   —¡¿Boda?! No sé. Esto…, ehem, dejémos correr el tiempo, ¿te parece bien? —dijo intentando poner punto y final a la indiscreta conversación.
   La joven y atractiva empleada asintió.
   —Sí, claro. El tiempo y solo él es quién siempre tiene la última palabra.
   La música comenzó a hacerse notar y, a las ocho en punto, se abrieron las puertas al público.
   Tres horas y media después, Antonio regresó junto a su amada.


viernes, 29 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 6, Vidas Truncadas


El lunes, a eso de las nueve, irrumpió en el local de manera inesperada un Antonio pletórico. Teresa sintió cómo si su corazón recibiese el doble de sangre de lo normal, el ritmo cardiaco se aceleró y sus negros y rasgados ojos adquirieron un brillo especial.
   —Ojú, hay que vé lo qu'es el tiempo. Unas veces pasa volando y otras…, cuando deseas algo se quéa quieto —dijo a modo de saludo, Antonio.
   —¿Y qué es eso qué tanto anhelabas? —curioseó Teresa, abusando de su confianza.
   —Verte a ti, mi niña.
   —¡Ah, sí!,  pues, la verdad es que no lo entiendo —concretó dibujando en su cara un gesto notablemente burlesco—.Ya sabías dónde encontrarme…
   —Aunque no me creas no es tan fací.
   —No, si no te estoy pidiendo cuentas.  Solo estamos conversando.
   Teresa acudió a servir a uno de los clientes.
   Antonio se quedó callado por espacio de unos minutos, cabizbajo y meditabundo.  
   —Estás muy pensativo, ¿te ocurre algo? —profirió al regresar junto él.
   —No, na —mintió—. Cosas mías.
   —Pues, cualquiera lo diría por la cara que se te ha quedado. En fin, tú sabrás, pero ya que estás aquí trata de disfrutar del momento.
   —Sí, tienes razón. Porme un güisqui doble con mucho hielo.
   Después de servirle la copa, al observar el serio semblante que mostraba, Teresa optó por retirarse hacia la otra esquina de la barra y se acomodó sobre el taburete que solía utilizar cuando el local estaba tranquilo. Desde allí observaba furtivamente intentando interpretar cada uno de los gestos que Antonio emitía al mover los ojos y la cabeza, mientras este agitaba y hacía girar los cubitos de hielo en el ambarino licor.
   Unos minutos después, tomó un sorbo largo.  Se puso en pie, introdujo la mano en el bolsillo y tras depositar un billete de mil sobre el mostrador.
   —¡Hasta luego! —dijo al aire, sin apartar la mirada de los cortinajes que daban a la salida.
   —Adiós —susurró Teresa y, con el alma hecha pedazos y los ojos inundados, condujo sus pasos hasta la estancia dónde esta se cambiaba de ropa.
   Media hora después, salió con la intención de continuar la noche como si nada hubiese ocurrido.
   —¡Venga chicas, qué no decaiga la noche! —enunció con una amplia sonrisa—: Tomemos una copita,  que la vida sigue y tenemos derecho a disfrutar de ella. —Y, aunque trataba de hacer ver a los presentes su euforia, sus hermosos ojos dejaban claras evidencias de que su estado anímico no concordaba con lo que reflejaba su manera de actuar.
   El tiempo siguió cursando sin detenerse por nada ni por nadie: como siempre.
   La noche del martes, cada vez que alguien accedía al prostíbulo, el corazón de Teresa comenzaba a latir al doble de lo habitual; pero, cuando los ojos no hallaban la figura que su corazón deseaba, tras un largo y sonoro suspiro: «¡Hay tonto; pero quien te mandará a ti, a estas alturas de tu vida!», escuchó decir a su mente tratando de entristecer y bajar los humos al generador de nobles sentimientos y motor de vida.
   El miércoles, aunque el día había despuntado resplandeciente, este nada pudo hacer para evitar que, durante más de doce horas, Teresa se abstrajese del desánimo… Su mente se había propuesto hundirla tratando de hacerla entender que el anhelo de su alocado corazón no era más que una utopía y que, por tanto, carecía de toda lógica.
   Al atardecer, a eso de las ocho, como si de un ritual se tratase, siguiendo los mismos pasos todos los días. Tras introducir la llave y darle un par de vueltas, Teresa subió la persiana, abrió la puerta, activó las luces de cierre y apertura, y se introdujo en el local. Un rato después, fueron apareciendo las chicas y, mientras estas se transformaban para ejercer el oficio más viejo del mundo, dispuso seis vasos de tubo sobre el mostrador y comenzó a preparar los combinados según las preferencias de cada una de ellas.
   A partir de las ocho y media, con el intercambio de luces, el aspecto del local se transmutaba tanto que quienes lo frecuentaban presentían como si el hecho de atravesar aquellos oscuros cortinajes sirviese para adentrarse en otro tiempo y lugar totalmente apartados de la realidad que se vivía puertas afuera. Con la música aguda y alegre comenzaba el trasiego de clientes entre copas, fumando, bebiendo, bailando, riendo… Estos tenían a su disposición siete largas horas para disfrutar de todos los placeres que sus bolsillos les permitiesen.
   Una hora después de abrir el establecimiento, intentando ahogar sus penas, Teresa dejó envolverse por los placeres de Baco, mientras en su interior se estaba librando una dura batalla: su mente no cejaba en su empeño de herir al corazón, pero este en vez de hundirse: a medida que el alcohol se iba mezclando con la sangre se fue creciendo y cada vez latía con más insistencia, hasta que al final la mente se fue nublando como consecuencia del efecto de los combinados.
   —Manoli, ¡hazte cargo de la barra y llámame un taxi!, por favor —ordenó con voz de apremio al tiempo que se adentraba en el pequeño habitáculo para cambiarse de atuendo—: «Necesito salir de aquí ahora mismo».
   Treinta y cinco minutos pasaban de las once cuando llegó a la sala de fiestas:
   —Buenas noches —dijo con voz pastosa, mientras trataba de desprenderse del abrigo para depositarlo sobre el mostrador de recepción.
   —Hola buenas —saludó la encargada de recoger la ropa y atender la taquilla.
   La recepcionista abandonó su puesto y apresuradamente salió al recibidor.
   —Permítame acompañarla —manifestó al tiempo que la ofrecía el brazo, al darse cuenta del estado en que se encontraba la recién llegada.
   Teresa la miró y subió el tono de voz sin ser consciente.
   —No, gracias.  No es necesario. Aún soy capaz de caminar sin caerme.
   La empleada asintió mostrándose afligida.
   —Bien, como usted quiera...  pero si necesita algo, no dude en hacérmelo saber.
   Teresa esbozó una sonrisa.
   —¡Vale!, lo tendré en cuenta.
   Al acceder a la planta baja, se dirigió hasta la barra.  El camarero, extrañado al verla sola se acercó.
   —Hola, buenas noches Susana. ¿Le preparo lo de siempre?
   —No, gracias.  Prefiero un Gin tonic, aquí en la barra.
   Antonio se encontraba conversando con un conocido junto a la pista de baile, cuando, sin saber por qué, sintió una necesidad impetuosa de ascender hasta la primera planta y fue alcanzar el último peldaño y, sin poderlo evitar, su corazón aumentó el ritmo, el brillo de sus ojos se intensificó y condujo sus pasos rápidamente hasta situarse junto a ella.
   —¡Oh!,  Teresa, ¿cómo asín cás venío?
   El encargado de la barra se quedó perplejo al oírle y; dirigiendo la mirada hacía Antonio, negó un par de veces con la cabeza tratando de hacerle entender que había errado el nombre.
   —Podría decirte: «Pos mira, que no tengo sueño y al pasá por aquí, sin sabé por qué, he entrao, sin más» —refirió con tono irónico—, pero, como detesto las mentiras, te diré que: he venido porque me apetece estar contigo, ¿qué te parece?
   —¿Tengo que respondé ahora mismo? —demandó sin saber qué decir.
   —No, no, tranquilo.  Para ello tienes toda la noche.
   —Pos, ya te diré cuando me s'ocurra algo.
   —Me gustaría que me hicieses compañía en aquél rinconcito, ¿sería posible? —sugirió ella.
   —Sí, claro.  Será un placé… Anselmo, cuando puedas nos sirves un par de copas en la mesa uno —indicó antes de que ambos dirigiesen sus pasos hacia el coqueto y apartado lugar.
   Después de aclarar que el verdadero motivo por el que se vio obligado a abandonar de aquella manera tan brusca y perentoria, y que por eso mismo se vio incapaz de atreverse a visitarla el martes, no era otro que por una indisposición intestinal, y que, curiosamente, había remitido de la misma manera que se presentó apenas un par de horas antes de acudir a trabajar.  Al terminar de narrar la historia, sin poder contener la emoción Teresa reía y lloraba al mismo tiempo.
   —No, si lo que no me pase a mí…, no le pasa a nadie —afirmó Antonio.
   Ella suspiró profundamente y después resopló varias veces tratando de contener el cúmulo de sentimientos encontrados.
   —Me encantaría que siguieses contándome más cosas de ti.
   —¿Y qué quieres que te cuente, mi niña?
   —¡Todo! Me interesa saber todo de ti.
   La candidez con la que Teresa pronunció aquellas palabras propiciaron que Antonio eliminase cualquier atisbo de timidez y continuó desde el mismo punto en que lo había dejado días atrás.
   Abstraídos por completo de la realidad entre risas, copas y anécdotas llegó la hora de cerrar. Al cesar la música y realizar el cambio de luces fueron conscientes de dónde se encontraban. Ascendieron buscando la salida, Antonio la ayudó a ponerse el abrigo y salieron juntos del local con dirección a la calle del Sol. Al comprobar las dificultades para caminar que presentaba Teresa.
    —¿Quieres que t'acompañe?
   Ella le miró, se pasó la punta de la lengua por los labios y le hizo un guiño.
    —Sí. Ya sabes dónde —dijo con voz melosa.
   Antonio negó moviendo la cabeza.
   —Pos, la verdá es que no lo sé.
   —Te he dicho que me apetece estar contigo —articuló con voz altiva y pastosa—.  ¿Qué es lo que no entiendes?  ¡Quiero acostarme contigo! ¿O es qué no te enteras?
   Eso mismo era lo que él anhelaba desde que la viese por primera vez. Llegaron a casa y, tras desprenderse del abrigo y darse un par de intensos y apasionados besos en el salón, accedieron a la habitación. Antonio abrió la cama y se fue al servicio. Cuando regresó, observó que Teresa se había quedado profundamente dormida sobre las sábanas. La cubrió con las mantas y el edredón y se marchó a dormir al sofá.
   A media mañana, Antonio se adentró en la pequeña cocina para preparar café.  El agradable aroma invadió hasta el último rincón del apartamento.  Teresa se despertó y al comprobar que había dormido sola, guiada por su fino olfato llegó hasta la cocina:
   —Hola, buenos días. ¿Qué tal has dormio?
   Teresa se abrazó enérgicamente apoyando la cara sobre el pecho de él y estuvo en silencio durante varios minutos.
   —¿Qué te pasa?... ¿Por qué lloras?
   —Gracias, gracias —musitó al tiempo que se afianzaba más a su cuerpo.
   —No tienes na cagradecé.
   La estrechó entre sus brazos y le dio un sutil beso en la frente.
   —Gracias por ser como eres y por respetarme como mujer —respondió entre sollozos.
   Teresa caminó hacia el cuarto de baño.
   —¿Te gusta mu dulce, el café? —consultó desde la cocina, Antonio.
   —Me da igual —dijo al regresar junto a él.
   Se tomaron el café y, tras una sucesión de apasionados besos terminaron en la cama entregándose con exaltación. Tres orgasmos después, se levantaron con la convicción de que nadie les había hecho sentir aquella placentera sensación.
   —¿A qué no te vienes conmigo, cariño? —propuso Teresa.
   —¡¿A ónde?!
   —De vacaciones
   —¿Y, Pepe?
   —De él no te preocupes, que, ya me encargo yo.
   —¿Y mí trabajo, qué?
   —No sé, invéntate cualquier cosa. Pero quiero que esta tarde, a las siete, me recojas en la plaza, junto a la farmacia Mateos.
   —Pero, mi niña. Sí ya son las cuatro.
   —Recuerda, a las siete, ni un minuto más ni uno menos.
   Tras realizar un par de llamadas desde un bar, Antonio se puso en contacto con Huberto y, tras comunicarle que le había surgido un imprevisto, argumentando que durante los siguientes días no habría ninguna actividad en el local, solicitaba disfrutar desde ese mismo instante el comienzo de uno de los periodos vacaciones que le correspondían al año, según lo pactado tiempo atrás por ambos de manera verbal.
   —No hay problema Antonio.
   Unos minutos después, se puso en contacto con su hermana para hacerla saber que iba a estar fuera unos días y, que de su regreso, ya la informaría con tiempo suficiente.
   A eso de las cuatro y media, Teresa cruzaba la puerta que permitía el acceso a su domicilio y, con sigilo, caminó hacia el dormitorio principal.  Una vez allí, extrajo un fajo de billetes de uno de los visones que colgaban en un amplio y perfumado armario. Un rato después, se hallaba sobre la cama intentando echar el cierre a una abultada maleta:
   —¡Qué pasa contigo! —exclamó alzando la voz Pepe, desde la puerta—. ¿Qué horas son estas de aparecer?... ¡Se puede saber de qué vas, tía!
   —En estos momentos no me apetece discutir ni dar explicaciones —respondió fríamente con voz suave y pausada.
   Él se creció.
   —¡¿Acaso crees que no tengo derecho a saber a dónde vas, o de dónde vienes?!
   Ella hizo un gesto con las manos.
   —Por favor, te ruego que no insistas.
   —¡¿Ah, no?!
   —No es el momento.
   —¿Entonces cuándo? —exclamó fuera de sí, gesticulando exageradamente con las manos.
   —Ya hablaremos cuando regrese.
   —¡De eso ni hablar! —exclamó con los ojos inyectados en sangre.
   Teresa le miró y habló como nunca lo había hecho: desde el desprecio.
   —¿Sabes qué te digo? —indicó señalándole con el dedo índice—. Me voy a tomar unos días de relax ¡Tengo derecho a disfrutar de la vida!
   —¡Esto no puede seguir así! —bramó con ira, Pepe—. ¡Tenemos que hablarlo!
   —Sí, por supuesto que lo haremos, pero ya sabes cuando... —dijo dando un portazo al salir de la vivienda.
   Una y otra vez retornaban a la cabeza de Pepe, las últimas palabras emitidas justo antes de que esta recogiese la maleta y abandonase el domicilio para dirigirse hasta la cafetería Goya, lugar dónde, tras depositar el equipaje sobre una de las butacas de la terraza y acomodarse ella en la contigua, solicitó y tomó un par de cafés tratando de hacer tiempo hasta que, Antonio, diese señales de vida.
   Faltaban cinco minutos para las siete cuando, hizo un gesto al camarero para indicarle que sobre la mesa dejaba el importe de las consumiciones.  Asió la maleta con su mano izquierda y le hizo un gesto de despedida, con la mano derecha, al tiempo que dirigía sus pasos hacia la farmacia.
   Puntual y preciso, como el Abuelo Mayorga, apareció a bordo de su R6, en el lugar indicado. Teresa abrió la puerta trasera y depositó la maleta junto a una negra y abultada bolsa de deportes, cerró el portón, se acomodó en el asiento del copiloto y salieron de la ciudad, por La Puerta de Berrozanas, con dirección a la plaza de toros.
   Estando en la gasolinera de Feycar, mientras el empleado llenaba el depósito siguiendo indicaciones, Antonio se desplazó hasta la cafetería e introdujo varias monedas en la máquina expendedora de tabacos y extrajo dos cajetillas, una de tabaco negro para él y una de rubio para ella.
   Al regresar, abonó el importe del combustible, se introdujo en el vehículo y, tras comprobar de un vistazo que los espejos retrovisores estaban orientados correctamente, accionó la puesta en marcha.
   —Bueno, mi niña. Tú dirás pa ónde tiramos ahora —inquirió al tiempo que la daba una suave palmada sobre la cara interna del muslo izquierdo y la guiñaba un ojo.
   Utilizando las manos a modo de megáfono.
 —¡Atención, pasajeros!, el coche con destino a Salamanca va a efectuar la salida en breves instantes. ¡Disfruten del viaje! —dijo Teresa.
   Durante el trayecto, entre risas, guiños y miradas que hablaban por sí solas: embelesados, intentaban vocalizar al compás siguiendo el ritmo de las canciones que emitía la frecuencia modulada.
  Una vez remontaron el angosto y retorcido Puerto de Béjar, hicieron el resto del viaje sin apenas ser conscientes, la oscuridad vespertina se había hecho dueña y señora de todo el paisaje, excepto de la distancia que abarcaban las luces del vehículo. A lo lejos se divisaba la luminiscencia que emanaba de lo que parecía una gran ciudad. Un par de kilómetros antes de llegar a esta se distinguía una especie de lucero rojo que parecía surgir en medio de la nada:
   —Cariño, cuando llegues a la altura de aquella luz roja paras un momento.
   —¿T'ocurre algo?
   —No, no tranquilo, pararemos  para tomar algo.
   Unos minutos después, se fueron haciendo visibles los camiones y coches que abrazaban por los cuatro costados a un ostentoso y prehistórico edificio, en cuyo renovado interior se podía gozar de los placeres de la música y el alcohol, en compañía de lindas señoritas.
   —¡No me lo puedo creer! ¿Pero qué ven mis ojos? —gritó Luisa, al salir desde detrás de la barra tan pronto como le permitieron sus ágiles piernas para fundirse en un fuerte abrazo.
  Retirado a un par de metros, Antonio contemplaba perplejo la escena sin comprender la desaforada efusividad.
   Teresa se giró hacia él:
   —Mamá, te presento al hombre de mi vida —dijo a modo de presentación—.  Antonio ella es, Luisa, mi madre.
   —Encantáo —articuló tímidamente.
   Luisa exhibió una alegre y sincera expresión facial.
   —Puedes llamarme Luisa.
   Él asintió.
   —Está bien, como usté diga, Luisa.
   —Podías haberme avisado hija y no habría abierto hoy.
   —Ya sabes que me muevo por impulsos, mamá.
   —Pues ya va siendo hora de que vayas cambiando algunas costumbres —apuntó esgrimiendo una expresiva sonrisa—. ¿Os apetece tomar algo?
   —Sí, para mí una cerveza. ¿Y para ti, cariño?
   —Otra.
   Teresa barrió el local con la mirada.
   —¿Dónde está Arturo, mamá?
   —En Madrid, arreglando unos asuntos familiares…, y, por lo que me ha dicho por teléfono, el asunto va para largo.
   Media hora después, al salir del local.
   —¿Con las prisas no te habrás dejado las llaves en Plasencia, verdad? —gritó Luisa desde detrás de la entreabierta puerta.
   —No, mamá. Ellas siempre viajan conmigo —dijo blandiendo el llavero.
   —Si os apetece cenar —sugirió con el mismo tono Luisa—. En el frigorífico hay comida hecha.
   —Está bien, mamá.  ¡Hasta luego!
   —Adiós, adiós.
   —Adiós, señora —dijo Antonio, al tiempo que hacía un gesto con la mano en alto.
   —Con Luisa será suficiente —recalcó atrevidamente—.  ¡No me hagas sentir vieja, que aún soy joven!
   Al llegar a domicilio materno.
   —¡Bienvenido al hogar cariño!... Me apetece darme una ducha, ¿me acompañas, mi amor? —susurró Teresa, al oído con voz melosa después de un largo y apasionado beso.
   —Qué cosas tienes… ¡Cómo no voy a queré!...  Ya sabes que: contigo me voy al fin del mundo.
   —Cariño, allí, al fondo y a la derecha, está el baño —le indicó mientras se dirigía hacia la cocina y, tras comprobar que el calentador estaba encendido, regresó.
   Ambos se despojaron de toda indumentaria y, mientras llegaba el agua caliente hasta el dispositivo con forma de teléfono, se abrazaron y besaron con ardor.  Y, después de introducirse bajo el cálido líquido y enjabonarse, llevados por el deseo, hicieron el amor con frenesí; percibiendo en cada segundo, cómo sus cuerpos se fundían en uno solo al penetrar la pasión a través de sus dilatados poros, concibiendo como sus corazones latían exaltadamente, entre jadeo y jadeo, al compás hasta que juntos alcanzaron el clímax. Después, durante unos minutos, se quedaron abrazados, inmóviles, exhaustos; recostados sobre la pared, mirándose con ternura y satisfacción, hasta que: bajo el relajante chorro recobraron el aliento y el ritmo cardíaco.
  Tras salir de la bañera, caminaron desnudos y abrazados hasta una de las habitaciones, se vistieron con ropa cómoda y regresaron a la cocina con la intención de reponer el desgaste energético empleado en aquel enloquecedor encuentro.  Después de cenar, tras fumarse un par de cigarrillos, decidieron sentarse en un cómodo sofá frente al televisor y, por espacio de un par de horas, siguieron atentamente la programación televisiva entre besos, arrumacos y carantoñas, hasta que vencidos por el cansancio decidieron irse a dormir.

Pasada la noche.
Tras levantarse, antes de que salir a la calle, Teresa dejó una nota escrita de puño y letra sobre el anaquel del espejo ubicado en el cuarto de baño:
   «No te preocupes por nosotros, mamá. Pasaremos el día fuera. Quiero enseñarle la ciudad».
   Con el amanecer, los primeros rayos de luz trataron de asomarse tímidamente a través del escaso espacio que mediaba entre los oscuros nubarrones; pero bastaron un par de horas, para que la caprichosa y cambiante primavera permitiese alzarse con la victoria al astro rey.  A eso de las diez y media, sentados en el interior de una cafetería cercana al domicilio de Luisa, se hallaban inmersos, después de haberse tomado como entrante un zumo de naranja y degustando un café con tostadas.
   Veinte minutos después, tras fumarse un cigarrillo y abonar la consumición, salieron cogidos de la mano de aquel acogedor establecimiento:
   —Creo que será mejor que nos desplacemos en autobús hasta el casco viejo, ¿qué te parece, cariño?
   —D'acuerdo, mi niña, lo que tú digas.
   Antonio se quedó estupefacto al divisar la grandiosa y señorial Plaza Mayor.
  Teresa, al observar el interés con el que este se iba fijando en cada uno de los edificios, comenzó a ejercer de guía turístico:
   —Mira, cariño, ves las diferencias que hay en ese edificio.
   —Sí.
   —Es porque en realidad son dos edificios que están unidos.  La Catedral Vieja, es de estilo románico, y la Nueva, de estilo gótico.
   —Aquella fachada es mu bonita tamién —indicó señalando con el dedo índice.
   —Esa es la Casa de las Conchas y, al parecer, según cuenta la leyenda, es una muestra de amor y se dice, también, que debajo de una de las conchas hay una moneda de oro.
   La mañana cursó entre interesantes historias y emblemáticos edificios y, a eso de las dos y media, llevados por un voraz apetito se adentraron en El Bardo:
   —Hola, buenas tardes, ¿mesa para dos? —solicitó Teresa
   El camarero asintió con un gesto.
   —Buenas tardes señores —saludó con voz clara el joven y espigado maestresala—: Acompáñenme, por favor —dijo y, a continuación, después de acomodarles y ofrecerles la carta de degustación, se retiró.
   Un par de minutos después, fue requerido, mediante un gesto, por Antonio:
   —Pa mí, me traiga un chuletón de ternera y una ensalá.
   Teresa continuaba leyendo sin tener muy claro si optaría por tomar carne o pescado.
   —¿Ha elegido ya señora?
   —Sí, merluza en salsa verde, sepia a la plancha y una porción de tiramisú.
   —¿Tomará postre, el señor?
   —Sí, tráigame un flan casero y tamién una cuajada con miel.
   —¿Algún vino en especial?
   Ella consultó con un gesto mirando a Antonio.
   —No, no, yo prefiero cerveza.
   —Entonces, tráiganos un par de cervezas a cada uno, si no le importa.
   —Lo que gusten los señores —sostuvo con voz suave—.
   Satisfecha la necesidad fisiológica con el suculento y delicioso manjar, después de tomar café, fumarse un par de cigarrillos y abonar la cuenta: prosiguieron deleitándose con la monumental ciudad caminando por la zona de las universidades y calles aledañas.
   —Mi niña, ¿qué te parece si nos sentamos un ratino? —sugirió.
   —Espérate un poco, que quiero llevarte hasta mi rincón preferido.
   —¿Falta mucho?
   —No, cariño. Estamos llegando.
   Unos minutos después, al llegar junto al arco de la pétrea pared, grabado sobre uno de los sillares podía leerse: «Huerto de Calixto y Melibea».
   —Este es el lugar, entremos a disfrutar de él y de las preciosas vistas que nos ofrece el río a su paso bajo el puente romano.
   —Sí que es bonito este sitio.
   —Aquí, según Fernando de Rojas, se encontraban de manera clandestina Calixto y Melibea…
   —¿Y esos quién son?
   —Él, un escritor qué publicó en 1502 una novela de amor, y ellos, los enamorados.
   —¿Esta estatua es la Melibea, esa?
   —No, mi amor. Ella es Celestina.
   —¿Y cómo t'has aprendío  esas cosas?
   —Pues, unas en el colegio, otras escuchando a la gente mayor y el resto leyendo.
   —¡Jodé!, la de cosas que m'he perdío por no gustarme los libros. A tu láo parezo medio bobo.
   —No cariño. Cada persona es como es, y tú cuentas con muchas  cualidades que no se adquieren por mucho que se lea: eres una persona noble, respetuosa, educada y muy cariñosa.
   —Gracias. Tú m'haces sentí un hombre afortunáo.
   Sellaron la conversación con un prolongado y efervescente beso y, tras acercarse y arrojar, Teresa, una moneda al pozo de los deseos: abandonaron el novelesco jardín, abrazados, él por la cintura y ella, con el brazo de este por encima de su hombro. Anduvieron dedicándose efusivas miradas y muestras de amor hasta llegar al hogar familiar.
   La feliz pareja paseó su amor deambulando, durante cinco días, por los alegóricos y populares rincones de la inmemorial y patrimonial ciudad.
   El miércoles, se decantaron por disfrutar de la acogedora vivienda y hacer compañía a Luisa:
   —Chicos, ¿qué os parece si mañana vamos a comer por ahí fuera?
   —Me parece genial, mamá.
   —Tengo pensado cerrar el local un par de días por razones morales y, ¡qué coño!, porque me merezco un descanso.
   El jueves, a media mañana, salieron de casa con dirección a la Plaza Mayor. Estuvieron tomando cañas hasta que, a eso de las tres, decidieron entrar a comer en El Bardo y, sobre las cuatro y media, después de haber saboreado y reposado los manjares, salieron del local y se quedaron merodeando por las inmediaciones de la Catedral Nueva, con la intención de ver los pasos procesionales.
   —Voy a sacá tabaco —indicó, al tiempo que se dirigía hacia la máquina expendedora—, ¿necesitáis vosotras?
   —No, cariño —respondió ella, tras consultar con la mirada a su madre.
   Él continuó cruzando la calle.
   —¿Qué te parece, mamá?
   —Además de guapo, ¿supongo? —articuló con tono irónico, enarcando una ceja, Luisa.
   —Sí, claro.  Además de su imagen, mamá.
   —A decir verdad, por lo poco que he visto, me parece un chico noble, cariñoso y, también, que parece estar muy enamorado; aunque, según mi punto de vista, le percibo bastante inmaduro y…
   —¿Y eso es malo, mamá?
   —En principio no debería, pero nunca se sabe por dónde te puede salir un hombre con esas características. ¿Y Pepe qué opina, hija?
   —No, nada, mamá.  Pepe aún no lo sabe; pero tendrá que entenderlo. Él, mejor que nadie, sabe que nuestra relación nunca ha estado basada en el amor.
   —¡Ah!, ¿no?,  pues, cualquiera lo diría, hija:  se os veía tan feliz, a los dos…
   —No, no. Para nada mamá. Puro escaparate. En realidad, él satisfacía mis caprichos a cambio de lucirme ante los demás. Pepe es una persona fría y calculadora y, llegado a este extremo, no me extrañaría que en sus planes estuviese la idea de encontrar una mujer llamativa para atraer a los futuros clientes hasta el club. Él está acostumbrado a estar rodeado de muchas mujeres y a despilfarrar el dinero. ¡No sabe vivir de otra manera!
   —¡Vaya!, hija, no dejas de sorprenderme.
   —¿El qué, mamá?
   —¡Por fin!, ya iba siendo hora que te dieses cuenta de que hay cosas en la vida más importantes que el lujo y el dinero.
   —Sí, ahora sé lo que siempre quise sin ser consciente de ello: a mi lado necesito a un hombre que, además de decirme que me quiere y que soy lo más importante para él, me haga sentir que es cierto.
   —¡Vaya!, veo que tú también estás enamorada de verdad.
   —Mamá, a través de sus preciosos ojos puedes acceder hasta los más profundo de su ser.
   —Me alegro por ti, hija.  Espero y deseo que su inmadurez no te haga pasar malos momentos.
   —Calla un poco, mamá, que viene ahí —susurró.
   Un instante después, los tres reanudaron el camino y la conversación de manera plácida hasta llegar al domicilio familiar.


Capítulo III Episodio 5, Vidas Truncadas


El martes, amaneció despejado y resplandeciente. Padre e hijo se encontraban bajo los soportales disfrutando de la conversación con un conocido y de la templanza proporcionada por los rayos del sol de aquella mañana del mes de febrero. Antonio condujo sus pasos hacia el escaparate de la tienda de souvenirs, algo le había llamado la atención sobremanera. «¡Vaya, esto me viene que ni al pelo!», pensó mientras accedía al local:
   —Buenos días —dijo estando dentro.
   —Hola, buenos días —respondió con voz suave la joven que estaba tras el mostrador—. ¿Puedo ayudarle en algo?
   Antonio asintió y sonrió simultáneamente.
   —Sí.  He visto algo ahí afuera que m'ha gustáo y quisiera llevármelo, si es posible.
   La chica le acompaño hasta la calle y él señaló con el dedo índice lo que le interesaba.
   —Sí, puedes llevártelo.  Es muy original y tiene buena aceptación entre el público.  La semana pasada se vendieron muchos —explicó la rubia y simpática dependienta.
   —Me lo envuelva pa un regalo, por favó.
   Tras abonar el importe, salió portando una vistosa bolsa de papel.
   El rostro de José demudó de alegre a sorprendido en lo que tarda un parpadeo.
   —¡Ea!..., ¿es que es el cumpreaños de anguno de la familia y  me s'ha pasao, hijo?            
   —No, papa. Esto es pa otra cosa —respondió sin más.
   La mañana continuó avanzando.
   Padre e hijo dieron un par de vueltas más por el mercado, se tomaron unas cañas y, a eso de las dos, emprendieron el camino hacia la Data, para comer con Azucena.
    Por la tarde, como venía siendo habitual, fueron a jugar a las cartas y, después de cenar, tras despedirse de su padre y hermana, se encarriló directamente hacía el club.
   Tras apartar los oscuros y pesados cortinajes, se adentró en el local:
   —¡Vaya, sí que pareces formal! —manifestó Teresa, al tiempo que le dedicaba una explícita mirada.
   —Perdón, ¿cómo dices?
   La sonrisa que este exhibió le hizo pensar a Teresa que, además de atractivo, parecía interesante.
   —Qué eres un hombre de palabra.
   —¿Y eso a qué viene?
   —Viene, a que ayer, al marcharte, dijiste «hasta mañana», y ¡aquí estás!
   —M'apetecía tomá una copa y, ¿a ónde mejó que aquí?
   —¡Ah!, eso está muy bien y, además, es señal de que te ha gustado el ambiente que  aquí se respira.
   —Bueno, eso y, por qué no decirlo, pa verte a ti.
   Teresa sonrió.
   —Pues gracias por lo que me corresponde, ¿te apetece un JB?
   —Sí, claro, pero, tamién, me gustaría cáceptases esto —dijo al tiempo que la ofrecía el obsequio.
   Los ojos de Teresa adquirieron un brillo especial.
   —Cómo no ¡Faltaría más! —profirió visiblemente emocionada.
   Después de agradecerle con reiteración y darle un par de besos en las mejillas por aquel inesperado regalo, Teresa guió sus pasos hasta la caja registradora y depositó en un receptáculo luminiscente una coqueta rosa de tela roja, en la que colgaba una diminuta etiqueta:
   «Con todo mi cariño para ti», escrito a mano por Antonio.
   —Manoli, encárgate de la barra —dispuso Teresa, antes de servirse un Gin tonic y pedirle a Antonio que la acompañase hasta una de las mesitas que estaban predispuestas para que los clientes obtuviesen un poco más de tranquilidad e intimidad.
   —Bueno, ¿y qué te cuentas? —expresó Teresa, tratando de romper el silencio, al tiempo que se ponía cómoda recostándose sobre el acogedor sofá.
   —Pos, la verdá es cáhora mismo m'he quedáo sin palabras. ¿Qué quieres que te cuente?
   —No sé…, digamos que me apetece saber de ti. Así es que tú mismo…  Te diré que no tengo prisa y que puedes comenzar por dónde te apetezca.
   Antonio retrocedió en el tiempo hasta su más tierna infancia, Teresa le escuchaba embelesada y entre aventuras y risas llegó la hora de cerrar sin que estos fueran conscientes del transcurso del tiempo. Pepe llevaba más de media hora en el local, e incluso había hecho caja y pagado a las chicas. Al encender este las luces de cierre y apertura, Teresa y Antonio regresaron a la realidad, sintiéndose como unos chiquillos que han sido descubiertos haciendo algo que les estuviese prohibido.
   —¡Vamos! qué ya va siendo hora de salir del país de la maravillas —exclamó con tono despectivo Pepe.
  Teresa se volvió hacia él enarcando la ceja izquierda.
   —¿Algún problema? —consultó torciendo el aterciopelado rostro.
   —No, de momento ninguno.
   —Pues, tengamos la fiesta en paz —respondió, bajando un tono la voz, tratando de controlar la situación
   —Disculpe usté, don Pepe: la culpa es mía.
   —Tranquilo chaval. Puedes dirigirte a mí solo por mi nombre. De todas formas mi enojo no tiene nada que ver contigo. Solo trato de evitar tener problemas con las autoridades y, para ello, he de cumplir con el horario de cierre.
   Antonio aprovechó el momento para evadirse.
   —Bueno, pos siendo asín no les entretengo más. ¡Qué tengan buenas noches!
   —Adiós Antonio —articuló Teresa desde el interior del cuarto que utilizaba para cambiarse de ropa.
   —Hasta mañana Susana —gritó, a la par que apartaba los cortinajes para salir.
   El miércoles, dando por hecho que este se presentaría en el club, ya que recordaba que al despedirse dijo «hasta mañana», Teresa esperaba la visita del apuesto joven; pero, este no dio señales de vida.

   «¿Habrá cogido miedo a ̔don Pepe̕ ?», pensó, con reiteración durante el resto de  la semana, sintiéndose decepcionada.

miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 4, Vidas Truncadas


El 15 de octubre de 1947, fruto de una relación esporádica que Luisa, una chica de 17 años, había mantenido con un desconocido, nació en Salamanca, Teresa. La adolescente y precipitada mamá, al verse sola y desamparada, ante la falta de recursos para sacar adelante a su bebé, acudió a pedir trabajo a un club de alterne que estaba situado a la salida de la ciudad, en la N-630, con dirección a Cáceres y, un par de años después, esta formalizó su relación sentimental con Arturo, el dueño de local.
   Hasta la edad de seis años, Teresa fue cuidada por María, su abuela materna y a partir de ahí, hasta alcanzar los dieciséis, la pequeña fue enviada a un internado que era regentado por monjas.
   Durante las vacaciones estivales, Teresa regresaba todos los años a la casa que su adorable abuela poseía en, Canta Gallo, un pueblecito serrano que está situado casi en el límite de la provincia de Salamanca con el de Cáceres.
   Al cumplir la mayoría de edad, ante la terquedad de la joven con respecto a seguir estudiando, Luisa decidió que acudiese al club a servir copas, con el único y claro propósito de concienciar a su caprichosa hija de que el dinero era algo que no venía así sin más. Por aquel entonces, Teresa se había convertido en una adolescente frívola que le gustaba vestir bien y sentía pasión por las joyas.
   Al poco tiempo, apareció por el local Pepe, un asiduo trasnochador de treinta y cinco años, el cual, a pesar de ser poco agraciado, contaba con el beneplácito de todas las meretrices por lo simpático y generoso que era con todas las que allí trabajaban. Pepe aparecía de vez en cuando por el local y se jactaba de gritarle a los cuatro vientos que a él no le importaba recorrer los kilómetros que hiciesen falta ni gastar los dineros que fuesen necesarios, siempre y cuando estos le proporcionasen felicidad.
   La primera vez que vio a Teresa, se quedó prendado con los encantos que esta había recibido de la Madre Naturaleza y, a partir de aquel día, comenzó a frecuentar el local con mayor asiduidad y, cada vez que acudía, la llevaba algún presente.
   Un año después, sin tener en cuenta los consejos de su madre, Teresa decidió irse con él. Ambos se trasladaron a vivir a la ciudad de Cáceres. Los padres de Pepe disponían de una acomodada posición social y contaban con un amplio patrimonio, todo ello fruto de una adecuada gestión, un exquisito trato a los clientes, una organizada productividad y, sobre todo, por la calidad que estos ofrecían a sus clientes a través de unos grandes almacenes dedicados a la venta prendas de piel y vestuario de alto standing. Durante cuatro años, la pareja se dedicó a viajar y a gastar dinero sin tener en cuenta que este era obtenido por la perseverancia y el sacrificio por parte de los tres hermanos de Pepe. Los mismos que, tras morir sus progenitores en un accidente automovilístico, tomaron la decisión de ofertarle una suma importante con el fin de evitar que su hermano menor dilapidase aquello que tantos años y esfuerzos les había costado a sus padres.
   Al aceptar la propuesta, se trasladaron a vivir a Plasencia, allí adquirieron una casa solariega en las inmediaciones de la Plaza Mayor y en los bajos de esta acondicionaron el lugar y lo convirtieron en un club de alterne. Sin importarles que por aquella época la ciudad contaba con varios locales de este tipo. Al cabo de un tiempo, el negocio iba viento en popa. Aquello propició que Teresa contase con un amplio y nutrido armario repleto de pieles y ropas de buena calidad y, en la caja fuerte, un surtido de delicadas y exquisitas joyas.
   Con el paso de los años, Teresa se había convertido en una mujer honesta, directa, decidida y perseverante. Tenía facilidad para hacer amistades. Sabía escuchar a los demás y estaba siempre pendiente de sus afectos. Su exuberante cuerpo, así como el contoneo de caderas al caminar. Su estatura algo más de lo normal, sus negros y rasgados ojos; su largo y ondulante pelo negro, moviéndose al compás del viento la impedían pasar inadvertida ante los ojos de los hombres. La gustaba viajar, fumar, el Gin tonic y lucirse bailando en las discotecas. Detestaba tener que cocinar y realizar las labores del hogar, pero si no le quedaba otra, procuraba hacerlo con esmero.

   Desde muy joven, Teresa soñaba con conocer a un hombre con espíritu aventurero, con buen corazón, que le diese estabilidad afectiva y que le hiciese sentir como una reina; aunque también, era una mujer capaz de sacrificarse por la persona que amaba. Tenía la costumbre de ahuecarse el pelo cuando estaba incómoda. Temía a las arañas, los ratones, a envejecer sola... Solía visitar a su madre al menos una vez al año y cuando iba a verla lo hacía sola, ya que Luisa nunca perdonó a Pepe que la hubiese arrebatado de aquella manera a su única hija.