sábado, 16 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 4, Vidas Truncadas



Pasaron un par de semanas hasta que —Tiempo que José estimó razonable para que Julián pudiese contratar un sustituto—, a eso de media mañana, Antonio se presentó en el polígono industrial y se paró frente a una grandiosa puerta metálica, toda ella pintada de gris azulado y en su parte más alta, xerografiado con letras rojas «Taller mecánico, chapa y pintura E. Martínez». A esa hora, los operarios se encontraban comiendo el bocadillo en los vestuarios.  «Aquí es» —se dijo a sí mismo, al bajarse de la Orbea. Acto seguido, con paso firme, se dispuso a entrar en aquel espacioso y descuidado lugar, sin presuponer en ningún momento que a su paso saliese un viejo, ruidoso y enfurecido pastor alemán que trataba de persuadir al recién llegado con sus gruñidos y mostrando sus fauces raídas y maltrechas. Ambos se pararon en seco, frente por frente, y, tras mirarse fijamente a los ojos, sin titubear ni un instante: «¿Qué te pasa bonito?... Ven aquí ven, ven, ven bonito ven» —dijo, sonriendo y golpeándose suavemente con su mano derecha sobre su propio muslo.
   Al comprender el viejo guardián que el desconocido no traía ninguna mala intención, bajó la cabeza y moviendo tímidamente su cola se fue acercando hasta que notó que alguien le acariciaba la cabeza y, en agradecimiento, este se enarboló de patas sobre Antonio y comenzó a lamer su mano.
   Al prestar atención, al arrojo y angustia con la que el viejo Sultán había gruñido, Andrés emergió, masticando, con un emparedado de jamón y queso entre las manos tras la puerta de un reducido y desidioso despacho que se encontraba situado a la derecha del portón principal:
   —¿Querías algo chaval?
   —Sí señó.  Buenos días, ¿sabe usté si está por aquí el señó Andrés?
   —Pues, depende de a qué Andrés andes buscando.
   —Al encargao.
   —Siendo así, estás de suerte —dijo mostrando una ligera sonrisa—. ¿Y para qué me buscas?
   —¡Ah!, pos, mire usté, que vengo de parte del Toribio… que m'ha dicho que aquí necesitan un pinche.
   Andrés lo miró de arriba abajo.
   —Sí, así es.  ¿Sabes algo de mecánica, tú?
   Antonio bajó la mirada y la voz.
   —N…no mucho —farfulló—.  La verdá es que solo me se da bien arregla las bicis y el amoto de mi padre, pero puedo aprendé.
   Tras pasarse la mano por la barbilla y pensárselo unos treinta segundos:
   —¿Cómo te llamas? —interpeló Andrés.
   —Antonio Hinojal Sánchez. Soy el hijo pequeño de José el pescaó, ¿conoce usté a mi padre?
   —Vives en la Data, ¿verdad?
   —Sí, señó.
   —¿Cuántos años tienes?
   —El mes pasáo cumplí los diecisiete.
   Andrés se pasó la mano un par de veces por el mentón:
   —¿Es la primera vez que vas a trabajar?
   —No señó, h'estao catorce meses trabajando en un almacén de la calle del Sol, en el de don Julián —especificó sin titubear, Antonio.
   —¡Ah!, sí, lo conozco…  ¿Y por qué has dejado de trabajar allí?
   —Pos, mire usté, le voy a decí la verdá, allí m'aburría mucho. Hay que hacé tos los días lo mismo.
   —Bueno, chaval, pero eso es algo normal en cualquier trabajo.  ¿Y crees que aquí no te aburrirás?
   —No, señó.  Aquí, no.
   —¿Y por qué supones que en este lugar será distinto?
   —Mire usté, eso es mu fáci, porque me gusta la mecánica.
   —Bueno, chaval, me gusta lo sincero y lo dispuesto que parece que estás.  ¿Sabe tu padre que has venido aquí?
   —Sí, señó.
   —Bien, pues, sí es así, dile a tu padre que se pase por la oficina, él tiene que firmar la autorización, ¡ah!, y no te olvides de traer la cartilla de la Seguridad Social y tu DNI para poder darte de alta en la empresa.
   Dominado por la emoción, sin poder evitar la irrigación de sus lúcidos y dilatados ojos:
    —¿Eso quiere de… decí qu…que m'han co…cogío  pa…pa  trabajá?   —farfulló.
   —Así es.
   —Muchas gracias señó Andrés… ¿Cuándo puedo empezá?
   —Ya te he dicho que antes tiene que venir tu padre.
   Y, tras despedirse, como siempre, tomó carrerilla y dando un salto se encaramó sobre su inseparable y servicial bicicleta y comenzó a pedalear enérgicamente siguiendo el trazado que la N-630 marca a su paso por la ciudad y, una vez superada la esquina de arriba del cuartel de la Constancia, giró hacia la derecha con dirección hasta la rotonda de Los Alamitos, y una vez allí, volvió a girar en el mismo sentido y, a través del acerado, bajo la fila de los centenarios y colosales eucaliptos que terminaban frente a la Prisióndel Partido: llegó a  la Data.

A la mañana siguiente, sábado, mientras trataba de quitar la verdinegra y raída lona que ocultaba y daba cobijo, en las frías y oscuras noches de otoño e invierno, a la decrépita Derbi, José alzó la cabeza al escuchar el leve chirriar que la maltrecha puerta del portal hizo al ser abierta y, al mirar hacia ella, vio aparecer a Antonio:
   —Vamos Pirata, súbete al amoto, que mos vamos p'al tallé, ¿tiés tos los papeles?           —preguntó haciendo un gesto con el mentón hacia arriba.
   —No, papa, no los he cogio porque usté no m'ha dicho na —arguyó—; pero no se precupe usté, que ahora mismo subo a por ellos.
   «Este muchacho, no sé a ónde tendrá la joía mollera».
   Después de varios y fallidos intentos, quejándose con voz ronca y agarrotada, el arcaico ciclomotor trataba, no sin pocas dificultades de ponerse en funcionamiento, entre amagos de ahogo e ímpetus por conseguirlo, entre rugidos de sofocación y una irrespirable humareda, entre un pestilente y fortísimo olor a gasolina mal quemada.
   Tras unos minutos, bajó las escaleras, como tenía por costumbre, y tras salir del portal:
   —Papa, ¿le pasa algo al amoto?
   —No, hijo, no.  Que está mu fría.
   —¿Solo fría, papa?
   —Bueno, también es verdá que tié su saños, pero aún carrula bien, ¡anda!, súbete que mos vamos —dijo después de que el vetusto ciclomotor lograse ponerse en marcha, tras vencer los achaques que el frío de la noche y los muchos años que sobre él pesaban.
   Unos minutos después, al llegar a la altura de la gasolinera de Los Álamos, aferrado con firmeza al talle de su progenitor, con la testa reclinada sobre la espalda de este, tras escuchar un indescifrable murmullo:
   —¿Qué dice? —inquirió subiendo dos tonos su voz—. No l'hentendio na, papa. 
   —¿Qué a ónde está er tallé? —gritó aún más fuerte, José.
   —Papa, está justo en frente de INPANSA, ¿m'ha oío usté? —gritó.
   Asintió un par de veces, sin apartar la vista de la transitada carretera. Al cabo de unos metros, aminorando la marcha, indicó a los demás conductores, con su brazo izquierdo, la intención de girar en ese mismo sentido y, un par de segundos después de realizar la maniobra, se bajaron del vehículo frente a la puerta principal.
   Sultán salió raudo a su encuentro, de manera amigable, al reconocer a Antonio; aunque al mismo tiempo, trató de persuadir a José mostrando su «ferocidad», y sus amarillentos y raídos dientes.
    —Tranquilo, mi niño, que es mi padre —dijo, al tiempo que se agachaba y lo estrechaba contra su pecho.
   El anciano y obediente animal cerró sus fauces, dejó de gruñir y comenzó a trotar y dando pequeños saltos evidenció que había comprendido el mensaje.
   Padre, hijo y el perro se dirigieron hacia un reducido grupo de obreros que se encontraban abstraídos en plena faena, entre un gran número de polvorientos y accidentados vehículos.
   Al percatarse Andrés de la presencia de los recién llegados se dirigió hacia estos tratando de limpiar sus pringosas y ennegrecidas manos, frotándolas en un deshilachado y colorido ramillete de algodón:
   —Hola, buenos días señó Andrés —saludó adelantándose sin poder reprimir su inquietud ni el estado de júbilo.
   —Buenos días Chaval.
   »Hola José, ¿qué tal, cómo estás? —saludó al tiempo que le tendía la mano.
   —La verdá es que no mos poemos quejá... enmientras que no farte el trabajo.
   —¡Oh!..., ¿es qué ya se conocían? —musitó Antonio.
   —Pues claro que sí… Plasencia no es más que un «pueblo», y los que somos de aquí nos conocemos todos, ¿verdad que sí, José?
   —Sí, asín es. Y, en nuestro caso de toa la vía, además de que semos casi familia.
   —Bien, pues, vayamos al meollo de la cuestión —dijo mientras se adentraba en el minúsculo y desidioso despacho—. A ver Antonio, dame la cartilla y el DNI.
   Tras retirar con sumo cuidado la diminuta goma, del símil negro y plastificado que hacía las veces de billetera, extrajo los documentos y los depositó sobre la mesa. Andrés comenzó a teclear con soltura en su prehistórica Olivetti, pluma 22, para rellenar los impresos oficiales y dar de alta en la Seguridad Social al nuevo empleado. Una vez concluido, tras marcar con lapicero una pequeña x, los depositó y presentó a la firma sobre el escritorio. En primer lugar sería Antonio y, mientras este garabateaba su rubrica, Andrés extrajo una pequeña lata negra y cuadrada de uno de los múltiples cajones que disponía la mesa. Después la abrió de par en par y miró hacia el padre de la criatura.
   José asintió con un leve gesto.
   —Ya sé que tengo que untá el deo y después ponelo encima de la cruz y, ¿con esto vale, no?
   —Sí, así es.
   —¿Y cuándo puedo empezá a trabajá?
   —El lunes, a las nueve y media, que es cuando abrimos.
   —¿Tié que traé ropa de trabajo?
   —No, no te preocupes por eso, José. Le daremos un «mono», aunque, con lo grande que es, no sé si tendremos de su talla.
   —¡Ah, güeno! Sí es asín, no hay más que jablá.
   —Venga, pues, hasta otro día José, y a ti, Antonio, hasta el lunes.
   —Adiós, adiós —dijeron uno detrás del otro.
    En esta ocasión, el ciclomotor arrancó al primer pedalazo y, tras encaramarse padre e hijo sobre este, dirigiendo una última mirada hacia el taller, se despidieron de Andrés con un leve movimiento de cabeza hacia arriba y este les respondió agitando la mano en alto al tiempo que retornaba a sus quehaceres.
   Quince minutos después, llegaron al barrio y, tras dejar el vehículo bajo la acacia de de costumbre, José decidió acercarse hasta la piconera, y Antonio, a deambular por la plazuela. De repente, sin saber porqué, comenzaron a desfilar por su cabeza un sin fin de lindos y placenteros recuerdos que le transportaron hasta su más tierna infancia; pero de súbito, al concienciarse de que ya nada era igual, comenzó a sentir, que su corazón latía al doble de lo normal, que sobre su frente afloraba un frío sudor y que un escalofrío recorría su cuerpo de arriba abajo. Temiendo que le pudiese estar dando un infarto comenzó a caminar hacia casa con paso largo y firme, cabizbajo, consternado… hasta llegar al portal, el tiempo se le hizo eterno, a pesar de que apenas eran cincuenta los metros que le separaban de su objetivo: estar al amparo bajo el techo familiar.
   Subió las angostas escaleras, como tenía por costumbre, tiró del cordón y directamente se adentró en uno de los dormitorios. Al observar Manuela hacia donde había dirigido su hijo los pasos, corrió a preguntarle:
   —¿T'ha pasao algo, hijo mío? —interpeló al tiempo que lo abrazaba.
   —No, mama, solo que estoy cansao —mintió para no preocuparla.
   —No sé por qué; pero, presiento que algo malo t'ha debio de ocurrí… te conozo mu bien, hijo… y esa cara que traís no es mu normá en ti.
   —Me voy a tumbá un ratino. Me duele un poquino la cabeza.
   Manuela puso la palma de su mano sobre la frente de este.
   —Pos, fiebre no tienes, hijo, pero si estas cansao cómo dices, acuéstate un poquino y enseguia te se pasará —argumentó tratando de alentarle.
Una hora después, se asomó con sigilo al dormitorio y al observar que estaba despierto:
   —¿No estas mejó, hijo mío?
   —Sí, mama. Ya estoy bien.
   —Pos, venga, alevántate, que estamos tu padre y yo esperándote pa comé.

   Lo acontecido durante la mañana, determinó que decidiese quedarse toda la tarde en casa junto a sus padres. Hasta que, a eso de las once y media, tras despedirse, con un par de besos, como siempre, y un hasta mañana: se marchó a dormir.

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