domingo, 31 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 8, Vidas Truncadas


El ocho de junio de 1985, después de salir de trabajar, Antonio y Teresa decidieron  acercarse hasta el ferial con la intención de darse un par de vueltas por la zona de las atracciones; pero al observar que estás estaban siendo cerradas al público hasta el día siguiente, optaron por acceder a la zona del Parque de los Pinos y contando con el beneplácito de los porteros, se adentraron en una de las muchas casetas privadas que se hallaban instaladas en la zona y, entre bailes y risas, la fiesta y la noche continuó avanzando sin ser conscientes del transito del tiempo.
   Dos horas después, cansados de bailar, dirigieron sus pasos hacia la zona de mesas y acordaron sentarse a tomar un par de copas tranquilamente:
   —A las güenas noches —dijo Mª Manuela, la Chaparrita—. ¡Dichosos lo ojos que te ven, Teresa!
   —Me alegro de verte Manoli… Créeme que siento de verás no haberme despedido de vosotras el día que rompí mi relación con Pepe; pero entiende que, cuanto menos tiempo estuviese allí…
   —No te precupes, mi niña, no hase farta que justifiques na: toas sabemos qu'eres güena gente.
  Al escuchar aquello, a Teresa se le alegraron los ojos.
   —Pero no os quedéis ahí en pie. ¡Sentaos aquí con nosotros! —invitó haciendo un gesto con la mano derecha a los recién llegados.
   —Supongo que vosotros dos ya sos conocéis, ¿no? —inquirió la Chaparrita mirando a Antonio y a Ernesto, su compañero sentimental.
   Los dos asintieron haciendo un gesto con la cabeza a la vez.
   —Vamos, Ernesto. Acompáñame a por las bebidas, ya sabes que en ferias solo sirven en la barra —indicó Antonio, y ambos se dirigieron hacia el mostrador.
   —¿Y cómo te va con él? —consultó la Chaparrita.
   —Muy bien, la verdad es que muy bien.  Sin duda alguna, es el hombre de mi vida; aunque, a decir verdad, cuando no estoy junto a él me aburro bastante.  Creo que eso de estar en casa cruzada de brazos esperando a que llegue tu amor: es algo que puede conmigo y me desespera.
   —Te entiendo, mi niña, y, más, después de llevá tanto saños en la noche.
   —Eso es lo que peor llevo; pero, por todo lo demás, estoy encantada… Es muy cariñoso conmigo y me trata como a una reina…   ¿A ti qué tal te va la vida?
   —La verdá es que der mi Ernesto no me puéo quejá, aunque sé perfestamente que su único interés es seguí cormigo, porque, cómo bien sabes tú, a él, no le gusta jincá er callo… Lo que me va mal ahora es er trabajo. Ar día siguiente de dirte, Pepe puso de encargá a la Marini, y cómo bien sabes tú: esa hija de p… no me pué ni vé… ¡Ah!, me s'orvidaba, ¿sabes que hay un clú que s'arquila en la zona La Vera?
   —No, no tengo ni idea, desde que estoy con Antonio apenas sé del mundo exterior.
   —Te lo digo, porque, como antes m'has dicho que t'aburrías en casa…
   —Me parece una buena idea. Mañana le comentaré, a ver qué le parece.
   —Si acaso es que sí: ya sabes que pués conta cormigo pa trabajá juntas de nuevo.
   Al observar que ellos regresaban pusieron fin a la conversación.
   —¡Vaya mierda de camareros!, media hora para servir cuatro p… copas —vociferó Ernesto al llegar junto a las damas y, tras el retorno, continuaron hablando y bebiendo hasta que la música cesó y, a través del micrófono, les comunicaron que había llegado la hora de cerrar e invitaban amablemente que fuesen abandonando la caseta.
   Al salir a la calle, cegada por sol, entrecerrando los ojos, Teresa miro el reloj de pulsera y comprobó que eran las nueve y diez.
   —Me temo que habrá que ir pensando en irnos a dormir —indicó con voz pastosa.
   —Sí, será lo mejó pa tos —corroboró la Chaparrita.
   —Bueno, pos, no s'hable más, ya nos veremos otro día —sugirió Antonio, dando la conversación por finalizada.

Cuatro horas después.
El bullicio formado por las charangas a su paso por de la calle del Sol les imposibilitaba el seguir durmiendo.
   —Cariño, ¿qué te parece si nos apartamos un poco de todo este ruido?  —sugirió con voz melosa, Teresa—. Tengo la cabeza a punto de estallar.
   —Me parece bien. Yo estoy igual; pero no creo que encontremos ningún sitio sin ruido…
   Teresa le dedicó una mirada tierna.
   —¿Por qué no nos vamos a comer a algún pueblo? —sugirió con voz suave.
   Antonio asintió.
   —Sí, claro.  ¿Te apetece ir al ventorro del Regino?
   Teresa, animada por la respuesta, puso cara y ojos de chica buena.
   —Me gustaría poder visitar los pueblos de La Vera, me han hablado muy bien de ese lugar,   ¿qué te parece, cariño?
   El rostro de Antonio adquirió un tono alegre y jovial.
   —Estupendo.  Conozo un sitio en esa zona que estoy seguro t'encantará.
  Se fundieron en un abrazo, se besaron apasionadamente, se levantaron y, tras ducharse, perfumarse y vestirse con atuendos cómodos, se dirigieron hacía donde estaba aparcado el automóvil, se subieron a este y, a través dela Calleja Larga  —Avda. de La Vera—, llegaron a la estación de servicio Los Cerezos, estacionó el vehículo y se adentraron en la cafetería para desayunar tranquilamente, y después de llenar el deposito de combustible prosiguieron el viaje por la N-110 y, a unos quinientos metros de la estación de servicio, tomaron, a mano derecha, la carretera de Jaraíz —actualmente la EX-203—, hasta que a la mitad de camino, entre Torremenga y Jaraíz de la vera:
   —Cariño, vas a tener que parar un momento —sugirió Teresa.
   —¿T'ocurre algo?
   —Nada grave, pero es algo que nadie puede hacer por mí y no puedo aguantarme ni siquiera un minuto más...
   Ante el improvisado desconcierto, accionando el intermitente derecho, Antonio se apartó de la carretera y detuvo el vehículo justo en frente de un conjunto de casas bastantes deterioradas, que tiempo atrás albergaron un club de alterne según se podía apreciar, desde la distancia, por el rojo farol que permanecía en la cima de una larga barra de hierro incrustada sobre el tejado, e in situ podía leerse en un maltrecho y oxidado cartel «Se alquila», junto a un número telefónico.
   Siendo sabedora de la improbabilidad de que por las inmediaciones pudiese haber alguien, se apeó del automóvil y, sin demora alguna, se arremangó la falda hacia la cintura, se bajó las bragas y vació su vejiga justo al lado del coche..., unos segundos después, se enjugó sus partes con un trozo de papel higiénico que llevaba en el bolso de mano, se subió la intima prenda, se bajó la saya y, tras reajustarse la indumentaria, se introdujo y acomodó en el asiento del copiloto:
   —Cariño, ¿has visto?
   —¿El qué, mi niña?
   —El cartel de se alquila.
   —¡Ah!, te refieres a eso. Sí, sí que l'he visto.
   —¡¿Y no te sugiere nada?!
   —Sí, que está abandonáo, y, por lo que se vé: desde hace mucho tiempo.
   —Cariño, ¿de veras que eso es todo lo que te sugiere?
   Antonio se encogió de hombros.
   —La verdá es que no se m'ocurre na más.
   El rostro de Teresa se irradió de júbilo.
   —Podríamos alquilarlo y abrir nuestro propio negocio, ¿qué te parece?
   —Mal.
   —¡¿Mal?! ¿Por qué?
   La faz de Antonio se tornó tan seria como la firma de un juez.
   —Mu fací.  Yo estoy más tieso que una mojama..., y porque sé, a ciencia cierta y así me l'has hecho sabé, tú tampoco lo tienes.
   Teresa esbozó una sonrisa.
   —Sí. Cierto es que no dispongo de efectivo... pero se te olvida, que puedo empeñar o vender las joyas que tengo en casa: total, ya no me las pongo.
   Él asintió.
   —Bueno, siendo asín es otra cosa.
   Teresa rebuscó en su bolso un bolígrafo y tomó nota del número que aparecía en el roñoso cartel y, del mismo lugar extrajo un par de cigarrillos, se los puso entre los labios y, tras darles fuego, le pasó uno a Antonio y, después de dar una larga calada, exhaló con energía la humareda al tiempo que miraba hacia Antonio, sin poder evitar la satisfacción que denotaban el brillo de sus lindos ojos negros y la amplia sonrisa dibujada en su rostro y prosiguieron con el viaje hasta llegar al siguiente pueblo y, sin más dilación, a eso de las tres,  llegaron al lugar elegido para comer.
   —¿En serio que no has oío hablá del lago de Jaraíz?
   —Tan cierto como que estamos aquí, mi amor.
   —Pos, además de bonito, en este sitio preparan la paella casi mejó que en Valencia… y un pollo asáo que ni te cuento. ¿Has probáo alguna vé el zorongollo?
   Teresa negó con la cabeza un par de veces.
   —¿Eso qué es, cariño?
   —Una ensalá de pimientos asáos, ¡que está de muerte!
   —Pues, ya sé lo que me voy a pedir para comer —dijo sonriendo ampliamente, dejando a la vista la blancura y la perfecta alineación de su dentadura.
   Un rato después de degustar y reposar la comida, a eso de las cinco y media, Teresa se dirigió hasta el mostrador, introdujo unas monedas y realizó una llamada desde el teléfono público y, tras ponerse en contacto con el dueño del burdel, acordaron reunirse media hora más tarde junto a las puertas de este para echar un vistazo al local. Entre tanto, Antonio había solicitado al camarero el importe de las consumiciones y entregado doscientas pesetas más de lo que indicaba el tique emitido por la caja registradora.
   Al regresar junto a su amor:
   —Gracias, cariño —dijo al tiempo que lo abrazaba desde atrás.
   Antonio se puso en pie y se volvió hacia ella confuso.
   —¡¿Gracias por qué?!
   Ella le abrazó aún más fuerte.
   —Por traerme a este maravilloso lugar —dijo emocionada.
   Él la estrechó entre sus brazos y la besó con pasión.
   —Ya te dije que te gustaría.
   —Este lugar es maravilloso y ni siquiera sabía de su existencia.
   Antonio la miró fijamente a los ojos.
   —Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos yendo, ya?
   Teresa miró el reloj.
   —Habérmelo dicho antes —dijo llevándose las manos a la cabeza, en ademán de desesperación.
   Un rato después, tan puntual como el Abuelo Mayorga, a las seis en punto.
   —Hola, buenas tardes —dijo el recién llegado, mientras trataba de recoger del asiento de atrás un par de muletas, de esas antiguas que se ponían bajo la sobaquera.
   —Hola —respondieron casi al unísono, la pareja.
   —Soy Agapito Hernández, el dueño de todo esto que tenemos enfrente —especificó, estando fuera del automóvil, al tiempo que les tendía su mano—: Supongo que ustedes me están esperando, ¿verdad?
   —Sí, así es… Me llamo Teresa y él, es Antonio, mi marido.

   Efectuados los saludos, accedieron al interior del edificio. Una vez visitadas las instalaciones y comentando el estado en que estas se encontraban, Teresa propuso al dueño que ellos asumirían los gastos de limpieza y puesta en marcha del local a cambio de tres mensualidades, y que, si en un futuro próximo la cosa funcionaba: podrían incluso formalizar el contrato de compra-venta tanto de la edificación como de los terrenos donde esta se hallaba ubicada y, siendo conforme el dueño, tras un apretón de manos dieron por formalizado aquel contrato verbal, Agapito les entregó las llaves y se despidieron los tres  con un: «hasta otro día».

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