miércoles, 3 de agosto de 2016

Capítulo III Episodio 11, Vidas Truncadas


Agosto de 1987, con motivo de la celebración de la festividad de la Virgen Blanca, patrona del pueblo más cercano a club de alterne, como todos los años, este se desbordaba como consecuencia de la afluencia de infinidad de lugareños procedentes de los pueblos colindantes y el retorno masivo, desde distintas ciudades españolas, de todos los nacidos en el lugar, acompañados por sus respectivas parejas e hijos.  Aquel año, la cosecha de cerezas había sido descomunal y la de tabaco auguraba buenos presagios, motivo por el cual, la mayoría de los vecinos participaban de dicha festividad embriagados y ataviados con sus mejores galas.
   Naturales y foráneos eran gustosos de conmemorar con alegría y esplendidez dicha fecha, no solo por el hecho de ser un día tan señalado eclesiásticamente, sino para brindar por la generosidad de la tierra y la bonanza del tiempo que habían hecho posible las abundantes cosechas. Era tal su entusiasmo que no les importaba invitar y compartir con los demás, la satisfacción por haber logrado salir victoriosos una vez más con el sudor y el esfuerzo de todo un laborioso año.
   Desde primeras horas de la mañana, Antonio, José y Teresa, participaban de los eventos y pasacalles que se vivían en el pueblo. Unas horas después, a eso de las tres, decidieron ir a comer a uno de los numerosos bares del lugar. A la puerta, antes de entrar, sobre una gran pizarra podía leerse:
 «Ración de paella 500 pts./ Sardinas asadas 300 pts.(la media docena y 500 la entera)/ Chuletillas de cordero 100 pts.cada una, el pan y la bebida corren por cuenta de la casa/».
   Al entrar en el local se dieron cuenta de que no había mesas disponibles y decidieron irse a otro que estuviese menos concurrido. Un par de metros antes de llegar a la salida fueron abordados:
   —Hola, buenas tardes señores, ¿se marchan ya? —consultó con voz ronca y grave un camarero, de unos sesenta años.
   —Sí, asín es —respondió Antonio—, aunque la verdá es que m'han hablado mu bien d'este sitio y nos hubiese gustáo comé aquí.
   —Bueno, ¡hombre!, no t'apures, que, to se pué arreglá —indicó el grueso camarero con una amplia sonrisa dibujada en sus grandes y carnosos labios.
   —Perdón, ¿cómo dice? —intercedió Teresa.
   —Que endentro tenemos un patio y tamién servimos allí... si no sos importa, claro.
   —Está bien —respondió Antonio—, pasaremos a vé lo cáy, y, si nos gusta: sin ningún problema jefe.
   Se trataba de un atractivo y acogedor patio, en cuyo interior había cuatro mesas montadas y dispuestas para atender las necesidades alimenticias de cualquier cliente que no le importase estar comiendo bajo la tupida sombra de un amplio, natural y cargado emparrado, del cual colgaban hermosos y dulces racimos de uva moscatel.
   —Jefe, nos quedamos —indicó con un guiño y una amplia sonrisa dibujada en su rostro, Antonio.
   Una vez acomodados alrededor de la mesa, mientras eran atendidos, observaron el ajetreado día que llevaban las mujeres que se encargaban de preparar los menús; A mano derecha, sobre un rincón, se hallaba una grandiosa y humeante parrilla, de unos tres metros de largo por uno de ancho, donde eran depositadas, en su parte izquierda, infinidad de frescas y apetecibles sardinas y, en el extremo opuesto, lentamente se iban asando las tiernas y jugosas chuletillas de cordero. Las incansables mujeres retiraban del fuego y colocaban sobre platos, con sumo cuidado, según la demanda de los camareros. A mano izquierda, a unos cuatro metros de la susodicha parrilla, tres enormes paellas y otras tantas mujeres se encargaban de preparar y servir las solicitadas raciones. El sonido y el olor que emanaban de ambos sitios no sólo inundaban el ambiente, sino que despertaban aún más el deseo de poder deleitar las exquisitas y sabrosas pitanzas.
   Al cabo de un tiempo, apareció el camarero con un cestillo de pan y un búcaro lleno de delicioso, turbio y fresco jugo de Pitarra.
   —¿Han decidio ya los señores? —consultó, dirigiendo la vista hacia los comensales.
   —Sí. Traiga paella pa los tres, una docena de sardinas y otra de chuletillas —indicó con tono suave el impaciente y hambriento, Antonio.
   —¡Por favor! ¿Podrían prepararnos una ensalada mixta? —consultó, Teresa.
   —Preguntaré a las cocineras a vé que dicen —dijo sin más, el gentil y atento camarero.
—Traiga también una gaseosa, ¡por favor! —indicó de nuevo Teresa.
   El camarero se dirigió hacia las guisanderas y, tras hablar con la de más edad, durante unos segundos, volviendo la mirada hacia la mesa le hizo un gesto asintiendo con su desplumada cabeza, Antonio levantó su mano derecha e hizo el ademán de ok.
   Mientras les traía el pedido, observaban con asombro, como los ajetreados trabajadores iban y venían continuamente del interior del bar al patio y viceversa, llevando y trayendo los platos, al tiempo que escuchaban al unísono varios encargos: «mesa tres, cuatro de paella y dos de sardinas; mesa seis, dos paellas, una de sardina y media de chuletas; mesa diez, cinco de sardinas y tres de chuletas» —contestando seguidamente las afanadas y atentas mujeres:  «¡Oído cocina!».
   —¡Hay que vé!, cuidao la cantidá de gente cánda hoy por aquí. ¡Ni que juera la Virgen del Rocío! —exclamó José.
   En aquél instante llegaba, portando en su mano y antebrazo derecho las tres raciones de paella y las sardinas y las chuletas en la izquierda.
   —Sí que es verdad, papa —respondió Teresa.
   Una vez depositados, con sumo cuidado, los platos sobre la mesa.
   —¡Buen provecho señores! —exclamó el amable y noble sirviente
   —¡Gracias! —respondieron al unísono.
   —¡Hmm…! La paella está deliciosa —indicó Teresa
   —Las sardinas tién güena pinta —anunció, José.
   —Pos, la ensalada y las chuletas no sos podéis ni imaginá —manifestó, Antonio.
   —¡Venga!, tos al prato y dejá ya de jablá  ¡Qué oveja que bala bocao que pierde!       —exclamó, dando por finiquitada la conversación, José.
   Una vez que terminaron de yantar, tras tomarse un café y reposar un poco, a eso de las cinco menos cuarto, se dispusieron a salir con la intención de acondicionar su propio local para abrirlo al público y, mientras que José y Teresa se encargaban de prepararlo todo, Antonio se desplazó hasta Plasencia para recoger a las chicas y, tras su retorno,  a eso de las ocho y media, las chicas estaban tomándose una copa por cortesía de la casa mientras de fondo sonaba el Hey, no vayas presumiendo por ahí, de Julio Iglesias.
   Al retirarse el astro rey para dar paso a la luna, el local se fue ocupando. Los lugareños estaban contentos y con ganas de gastar dinero, algunos eran ya clientes habituales y raro era el día que no se dejaban caer por allí: aunque solo fuese para tomarse un par de consumiciones.
   Entre copas risas y alegrías la noche iba pasando y, a eso de la medianoche:
   —Cariño, creo que deberías ir a buscar más chicas. La noche se está dando muy bien y estos quieren disponer de más carne donde elegir —sugirió haciendo un gesto pícaro, Teresa.
   —Tienes razón, iré hasta la praza a vé si están por allí la Mari, la Toñi, la Susí, o  la Gitana.
   —Sí traes alguna más, no te importe, la noche está prospera.
—Bueno, me marcho. Estaré aquí en un ¡plis! ¡plas!
   En torno a las doce y cuarto.
   Entró en el local, dando tumbos alguien de unos 45 años, cuyo aspecto físico dejaba mucho que desear, el susodicho era conocido en la zona por el sobrenombre de «el Tuerto». Sobre su rostro, una cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda por completo. Este se adentró hasta el fondo del local y ocupó uno de los taburetes junto a la barra. Un par de minutos después, Teresa se acercó hasta él.
   —Hola, buenas noches. ¿Qué le pongo?
   —¡Hola, preciosa! Me pones un coñac con Cocacola —exclamó con voz pastosa, al tiempo que le guiñaba el ojo bueno.
   —No tenemos esa marca, ¿le da igual que sea Pepsi?
   El Tuerto la miró con rabia.
   —Bien, si no hay otra cosa —gritó con tono despectivo—. Pórmelo.
   Tras servirle la copa y echar este un sorbo, apoyándose con los codos sobre el mostrador, retorciendo el pescuezo como si fuese un mochuelo, echó un vistazo de arriba abajo a todas y cada una de las chicas al tiempo que ponía cara de asco.
   Cinco minutos después, se acercó hasta él una de ellas:
   —Hola, buenas noches, guapo. Me llamo Isabel, pero todos me dicen la Legionaria.
   —¿Qué hoctias quieres, tú? —respondió sin dignarse a mirarla.
   —Nada, hablar si te apetece —sugirió con voz dulce y suave al tiempo que le acariciaba, con la mano izquierda, la espalda.
   —¿Y de qué cojones quieres hablá?
   —De lo que tú quieras mi amor…, ya sabes que aquí estoy para trabajar, mi niño.
   —¡¿Qué coño quieres decí con eso?!
   —Pues, que me puedes invitar a una copita…, y si te apetece podemos entrar al reservado, pero solo si tú quieres, ¿eh?
   —¡Déjalo!, no insistas y, además de que no tengo ganas, tú, eres mu fea. ¡Marcha de aquí! ¡Hala!, ¡vete a la p... mierda!
Al ver que el cliente no dejaba de menospreciarla esta se retiró y dirigió hacia otra de las chicas que estaba junto a la pared, esperando a que alguien solicitase sus servicios.
   —¿Cá pasao?, ¿por qué t'has venió  tan de repente? —curioseó la Chaparrita.
   —Es un estúpido, pues, no me dice en mi cara que soy muy fea ¡El hijo de p…!
   —Voy a probá suerte, a vé  qué me dise a mí.
   —Pues, vete preparando… que seguro te sorprende con algún disparate.
   Caminando con aires de marquesa, con un cigarrillo en su mano derecha, llegó junto al mal hablado cliente.
   —Hola guapetón, ¿llevas fuego, cariño? —dijo con voz melosa.
   —Toma y déjame en paz, o te pego fuego a ti —dijo a la vez que dejo caer el encendedor sobre el mostrador, el malhumorado individuo.
   —¿Qué te pasa, guapo? Parese que hoy no estás por la labó, ¿verdá?
   —Y a ti que hoctia te importa, ¿acaso te crees más guapa que la otra?
   —¡Qué borde eres tío!... ¿Tú de que vas?
   —Voy de lo que me se pone de los cojones… ¿Te quea claro, o te lo explico otra vé?
   Al regresar de Plasencia, Antonio se vio obligado a estacionar al lado a un par de vehículos oxidados que estaban abandonados junto a la explanada.
   Un par de minutos después, accedian al local, por la puerta de atrás, su padre, tres chicas y él.
   Nada más entrar, al percatarse de las voces que estaba dando el bullicioso y pendenciero individuo, se dirigió hacia él.
   —Hola, buenas noches. ¿Le pasa algo, «amigo»?
   —¿Acaso te crees que tengo que darte alguna explicación a ti?
   —Tómese la copa tranquilamente y, si hace falta, le invito a otra... pero deje usté a las mujeres hacé su trabajo —sugirió al tiempo que le daba unas palmaditas sobre el hombro, en plan amistoso—. Y si no le gusta ninguna, se tome la consumición y haga el favó d'abandona el local.
   El Tuerto volvió la mirada hacia Antonio.
   —¿Pero aquí se pué follá o no?
   —¡Por favor!, le ruego, que  modere su vocabulario—intervino Teresa—. Sí se refiere usted a qué si se puede entrar al reservado con las chicas: la respuesta es sí.
   —Pos, entonces, quiero entrá contigo preciosa —dijo haciendo un gesto obsceno con la lengua.
   —Lo siento amigo, ella está de encargá y no alterna con nadie —advirtió con tono serio, Antonio.
   —Me da igual, yo, solo quiero con ella. Las otras son unos cardos burriqueros.
   Antonio frunció el ceño, cerró las manos y apretó las mandíbulas.
   —Pos, va a sé que no «amigo», ella solo está pa mí.
   —Yo, tengo dinero y follo con quien me sale de la polla ¡Hijo de p…!
   Sin poder reprimir la ira, Antonio la emprendió a puñetazos contra el insolente e injurioso cliente hasta sacarle del club. Unos minutos después, retornó junto a su amada, sin interesarse lo más mínimo por el estado en que se pudiese encontrar el cargante y belicoso individuo al que había dejado tendido en mitad de la explanada, con el rostro y el atuendo completamente ensangrentados, tras haberle propinado una patada en la boca cuando el malintencionado cliente trataba de reincorporarse, después de haber recibido sobre su rostro media docena de mortíferos puñetazos.
   En el interior local, la noche prosiguió entre risas, copas y reservados sin darle mayor importancia a lo acontecido.
   —Papa, hoy s'está dando la noche de p… madre, es el día que más dinero estamos sacando desde cábrimos.
   —Ya lo veo, hijo, estos de los pueblos tién muchas perras y cuando salen de fiesta, salen a gastá.
   Sobre las cuatro y media, la bebida comenzó a dar signos de escasez y los clientes poco a poco fueron retirándose. Fue entonces, cuando uno de estos, al dirigirse hacia su vehículo observó que había alguien tirado en el suelo. Se acercó un poco más y, creyendo que podría estar dormido, hizo cómo que se tropezaba con él, pero al darse cuenta de que estaba rígido, se introdujo en su automóvil y se presentó en el puesto de la Casa Cuartel que estaba situado a un par de kilómetros.
   Tras aporrear fuertemente con la aldaba sobre la puerta.
   —¿Quién va? —gritó desde el interior, el número que estaba de guardia.
   —Abran, abran rápido —respondió hecho una madeja de nervios el recién llegado.
   —¿Qué voces son esas? —reprendió el guardia a través de un ventanuco que estaba incrustado en la puerta principal.
   —Vengo del club Las Palmeras. Al salir, he visto que hay un hombre tumbado sobre un charco de sangre. ¡Creo que está muerto!
   El guardia abrió el portón y le invitó a que entrase en el cuarto adyacente.
   —Siéntese ahí —indicó al tiempo que hizo sonar un timbre—, de me usted su DNI y cuénteme sin omitir detalle que es lo que usted ha visto allí.
   —Ya se lo he dicho antes: al salir del local he visto…
   Irrumpieron precipitadamente en el despacho el cabo y otro número
   —Hola, buenas noches —dijeron casi a la par—:¿Qué ocurre Sánchez? —inquirió el de mayor graduación.
   —Según este hombre, ha aparecido alguien que cree muerto en las inmediaciones del club de alterne.
   A continuación, la Benemérita dio aviso a la ambulancia que cubría la zona por estar en fiestas un par de pueblos cercanos. Quince minutos más tarde, al llegar esta y la guardia civil al lugar de los hechos, uno de los agentes se dirigió directamente al local e irrumpió vociferando, todo lo alto que su acampanada voz le permitía.
   —¡Quieto todo el mundo!, ¡encender la luz! ¡Vamos, rápido!
   Su compañero permanecía de pie junto al equipo sanitario. Y, tras realizarse los primeros auxilios in situ.
   —Aún está con vida, pero no sé si llegaremos… —respondió el facultativo al tiempo que ordenaba introducirlo en la ambulancia.
   —Estos sitios no traen más que problemas —gruñó el cabo mientras se dirigía al local.
   En el interior, todos estaban alborotados y confusos sin saber la causa de la presencia de las autoridades.
   —¿Quién está al cargo del local? —dijo nada más entrar el cabo.
—Servidó —dijo, dando un paso al frente, Antonio—, ¿ocurre algo?
   Blandiendo el arma de un lado para otro con la mano derecha.
   —Eso, me temo que me lo tendréis que aclarar alguno de los que estáis aquí —propuso enojado.
   —¡¿Pero de qué se trata, oficial?! —intervino, sin salir de su asombro, Teresa.
   —Hay un hombre que se debate entre la vida y la muerte camino del hospital, estaba ahí fuera tirado entre dos coches y cubierto de sangre.
   —Entonces, no s'hable más —sugirió Antonio—, quizás se trate de alguien a quien hace unas horas he tenío que expulsá d'aquí.
   Una vez anotados el DNI de todos los que allí se encontraban, a efectos de ser posibles testigos, tras precintar la entrada y prohibir que se  moviesen los vehículos entre los que apareció la víctima, Antonio fue conducido al cuartelillo y, tras la declaración, a eso de las once horas, fue trasladado y puesto a disposición del Juzgado de Primera Instancia de Plasencia, y desde allí mismo, a última hora de la tarde, hasta el Centro Penitenciario Cáceres I, ya que el juez ordenó su ingreso en prisión preventiva, como consecuencia del fallecimiento de la víctima antes de que esta pudiese ser atendida en el Hospital Virgen del Puerto, de Plasencia.


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