lunes, 8 de agosto de 2016

Capítulo III Episodio 16, Vidas Truncadas


Quince días después, tras haber celebrado en familia aquella triste y desmotivada Navidad, Manuel, tragándose el orgullo, decidió darse una vuelta hasta su antiguo centro de trabajo.
   —¡Hombre! Manuel —dijo sorprendido, Emiliano.
   —Hola. ¿Está el patrón?
   —Sí, está en el almacén hablando con Joaquín. No creo que tarde mucho en regresar, ¿querías algo?
   —Sí, hablá con él.
   Diez minutos después entraba por la puerta principal, Martínez.
   —¡Hombre! Manuel, ¿qué te trae por aquí?
   —Pos, ya, ves, aquí estoy —respondió con tono suave—. El trabajo en Sevilla s'ha terminao y vengo a vé si tienes argo pa mí.
   —Bueno, ya sabes que aquí siempre tenemos más o menos algunas cosillas que hacer, y siempre viene bien contar con personas formales y conocedoras del oficio.
   —¿Y?
   —Sí.  Tengo trabajo para ti, pero claro, será como oficial, ya que desde que te fuiste Joaquín es el que está al frente como encargado.
   —Sí, sí. No te precupes por eso. Lo entiendo. ¿Cuándo puedo empezá?
   —¿Te parece bien el lunes?
   —Está bien. Hasta la semana que viene, entonces.
   —Adiós, adiós —dijeron Martínez y Emiliano.
   El comienzo de año fue bastante distinto para Antonio, desde que regresaron de Sevilla, su estado anímico se vio considerablemente afectado:
   Teresa entró en el dormitorio donde se hallaba tumbado sobre la cama, Antonio.
   —Cariño, sería mejor que acudieses al médico, no es normal que estés tan apático, ya ni siquiera hablas conmigo…
   Él asintió con desgano.
   —Tienes razón, pero es que no m'apetece.
   —Pues, por eso mismo, mañana te acompañaré al ambulatorio.
   Tras recibirle el médico de cabecera y ver los síntomas que este presentaba.
   —Antonio, considero que, por tus antecedentes, será mejor concertar una cita con el psicólogo —informó, al tiempo que rellenaba el volante de citación con carácter de urgente.
   —Muchas gracias, doctor —dijo Teresa.
   —Y, ¡arriba ese ánimo campeón!, que tú puedes —animó el galeno.
   Tras acudir a la consulta de psicología, al comprobar el especialista que este requería de medicación le reenvió al psiquiatra y, un par de meses después, con la llegada de la primavera y la eficacia de la medicación, Antonio comenzó a sentirse mejor y, a partir de entonces, adquirió la sana costumbre de salir a pasear, todos los días, por la orilla del río hasta la altura del pantano, con el fin de respirar aire puro y oxigenar de paso su cabeza. El encuentro con la naturaleza le satisfacía por completo, caminaba erguido y con el pensamiento puesto en su infancia, cada uno de aquellos rincones le hacía recordar aquellos maravillosos años.
   Con la llegada del otoño, comenzó a frecuentar el bar de Ramón y poco a poco se fue habituando a la ingesta de cerveza y, en invierno, según él, para combatir el frío, a tomarse un par de copas o tres de coñac.
   —Cariño, ¿no te parece excesivo el alcohol que estás tomando últimamente?
   —Tampoco es tanto lo que bebo. Además, ya tengo edad pa sabé lo que me viene bien o mal, ¿no crees?
   —Cariño, no vamos a discutir por eso, pero creo que deberías dejar por lo menos las copas.
   —Es que, con el frío cáce, no voy a pedí cerveza —dijo tratando de justificar su negligente actitud.
   —También puedes tomarte un caldito, o un café —sugirió con tono afable.
   Antonio le dedicó una mirada apática.
   —Bueno, bueno, no me marees más.

Ante la falta de ingresos, viendo cómo pintaba el panorama en casa, Teresa no tuvo reparo alguno en hacer una visita a Pepe:
   —¡Hombre!, dichosos los ojos que te ven —dijo este al verla entrar en el local.
   Teresa tragó saliva.
   —El motivo de mi visita de debe a que necesito ayuda, eso es todo.
   Pepe sonrió ampliamente y le miró a los ojos, con el corazón en un puño.
   —Sí lo que necesitas es dinero, puedo dejarte lo que precises: ya sabes que para mí el dinero es algo que carece de valor y…
   —No, Pepe. Agradezco tu generosidad, pero prefiero trabajar: no por orgullo, sino por dignidad.
   El rostro de este se quedó en principio contraido y su mente contrariada, depués, reaccionó positivamente y esbozó una sonrisa.
   —Bien, pues cuando te apetezca, puedes comenzar.
   —Esto, espero que entiendas que en ningún caso estaré obligada a entrar al reservado, ¿verdad?
   —Pero ¿cómo puedes pensar eso de mí? —dijo con voz afligida—. Soy consciente de que tienes muchas amistades y de que estos te respetaran y se conformaran con estar conversando sin importarles invitarte a tomar las copas que gustes.
   —Comenzaré a partir de mañana —dijo mientras retornaba hasta la salida y, al apartar el pesado cortinaje, se volvió—. Adiós, buenas noches y muchas gracias por todo, Pepe.

El tiempo, como siempre…, continuó como tenía previsto el Destino.
Antonio, estuvo alternando estados depresivos, con pastillas y alcohol por espacio de dos años, sin ser consciente del deterioro personal y emotivo al que había llegado. Teresa, además de tener que lidiar y soportar los entresijos que conlleva el trabajar en la noche, durante el día tenía que tolerar la ausencia afectiva de su desmotivada pareja.
   A primeros de marzo de 1996, a mediodía, Teresa entró al dormitorio dónde aún permanecía acostado:
   —Cariño, ¿te ocurre algo? —consultó al tiempo que corría las cortinas
   —Sí —respondió él, secamente—. Me duele mucho la barriga, tengo ganas de gomitá y, tamién, me cuesta mucho respirá.
  —Cariño, será mejor que te levantes y te dé un poco el aire. Te vendrá bien.
   —No puedo. Me fallan las fuerzas.
   —Pero ¿qué es lo que te ocurre?
   —No sé, será catarro.
   —Pues no te he oído toser ni una sola vez.
   —No te precupes..., que en dos o tres días, estaré como nuevo.
   —Pero que cabezón eres, cariño.
   —Bien, déjame en pá, que me quiero dormí un rato.
   —Cariño, ¿Cuándo vas a ir al médico? No ves que así no puedes seguir, con hoy son dos días que apenas comes.
   —¡Que no quiero ir al médico hoctia!,  déjame en pá, ¡jodé!, si no es catarro, será la gripe y si no: pos, ya  me se  pasará.
   Antonio se levantó y condujo sus pasos hasta cuarto de baño con intención de vaciar la vejiga.
    —¡Jodé!, que escuro sale y que mal guele —se dijo para sí mismo, al tiempo que regresaba al dormitorio.
   —Cariño, ¿te has visto la cara que tienes?
   —¿Qué dices?
   —Que la tienes amarilla y, los ojos también…, no creo que se trate de la gripe. Tenemos que ir al médico —expuso, al tiempo que salió al rellano y pulsó reiteradas veces sobre el rojo botón del timbre de la puerta de enfrente.
   Antonio regresó al baño con la intención de comprobar si su aspecto era tan lamentable como le había informado.
   —¡Jodé! ¿Y esto de qué puede sé? —chilló sin ser conciente de que estaba hablando en alto, mientras se dirigía al dormitorio y, una vez allí, comenzó a vestirse todo lo rápido que sus mermadas fuerzas, nervios y preocupación le permitieron.
   —Va..., va..., ya voy —respondió una voz grave y altiva desde el otro lado de la puerta.
   —Hola, buenos días, señor Evaristo —saludó con voz trémula Teresa—. ¿Puedo hacer una llamada?
   —Sí, claro ¡Cómo no, por Dios!
   —Voy a llamar un taxi. Antonio no se encuentra bien y vamos a subir al hospital.
   —¡Este joio muchacho, no hay quien puéa con él! Mira que hace tiempo que le vengo diciendo que eso no es manera de viví, pero él, ni puto caso…,  ¿puede abajá solo, hija?
   —Si usted nos echa una mano creo que será mejor.
   —Sí, hija. ¡Faltaría más! Espera un poquino…, que me pongo la visera y mos vamos p'allá.
   Volvió la puerta sin más y regresaron al dormitorio donde Antonio trataba de vestirse.
   —¿Qué te pasa, hijo?
   —No lo sé. Solo sé que estoy mu mal y que no puedo con mi alma —respondió con voz arrastrada.
   Y, después de que Teresa le ayudase a terminar de vestirse y adecentarle un poco el cabello, comenzaron a bajar poco a poco las angostas escaleras.
   —Asujetate a mi espalda —indicó Evaristo, poniéndose delante— y tú, hija, agárrale por atrás.
   Unos minutos después, coincidieron al pisar el rellano del portal con la llegada del taxi y, al ver las dificultades con las que Antonio caminaba se acercó hasta ellos.
   —Tranquilo, amigo... Que las prisas y los nervios lo único que hacen es generar angustia y desaliento… Creo que será mejor que vayas recostado en el asiento de atrás —dijo el taxista.
   Al llegar al servicio de urgencias, Teresa y Antonio se acercaron hasta la ventanilla de admisión. Una vez indicados los síntomas y facilitada la documentación requerida por la auxiliar administrativa, fue sentado y conducido en una silla de ruedas directamente a una de las salas habilitadas para efectuar el primer contacto con el equipo médico. Mientras tanto, Teresa salió de la sala hasta la calle:
   —Señor Evaristo, ¿dónde está el taxi?
   —No te precupes hija, que ya está pagao.
   —Pero cómo…
   —Déjalo, hija. Lo que hace farta es que el Antonio se ponga güeno enseguía: que el dinero, al fin y al cabo, no es tan importante.
   Efectuado un exhaustivo reconocimiento y administrado los primeros medicamentos.
   —¿Algún familiar de Antonio Hinojal Sánchez, presente en la sala? —preguntó con tono altivo un celador.
   Teresa se puso en pié al tiempo que alzaba su dedo índice.
   —Por favor, sígame usted.
   Al final del corredor les estaba esperando el Dr. Aguado.
   —Teresa me dijo usted, ¿verdad?
   —Sí así es, doctor. ¿Cómo está Antonio? ¿Qué es lo que tiene?...
   —De ello quería hablarle.
   —Discúlpeme usted, doctor, son los nervios.
   —Según las pruebas que le hemos realizado, todo indica que se trata de una HVC, quiero decir, de una hepatitis vírica y aguda del tipo C y…
   —¿Y eso es grave doctor?
   —¿Usted y el paciente son…?
   —¿Eso qué tiene que ver, doctor?
   —Tiene que ver con que es algo que se puede contagiar y…
   —Vivimos en pareja.
   —Siendo así. Le aconsejo acuda usted a su médico de cabecera y que este solicite una analítica con el fin confirmar o desmentir si está usted infectada o no. Tenga usted esta hoja, aquí dice las medidas preventivas que hay que tomar de aquí en adelante para evitar el contagio.
   —¿Pero es grave esa enfermedad, doctor? —insistió Teresa.
   —Bueno, depende. Hay veces que esta cursa sin dar síntomas e incluso se puede llegar a curar por sí sola sin dejar secuelas. Lo importante es que él está hospitalizado y sabemos los pasos a seguir y…
   —¿Eso quiere decir que está fuera de peligro?
   —...en principio, si no se complica la situación, es muy elevado el número de personas que tras estar unos días ingresados lo superan sin más… pero entienda que no puedo garantizarle nada.
   —Gracias doctor, sus palabras parecen convincentes.
   —Tranquilícese, que si todo evoluciona según lo previsto, Antonio podría ser trasladado a planta incluso hoy mismo.
   —¿Es necesario que me haga el análisis urgentemente, doctor?
   —Eso es algo que depende de usted, pero le aconsejo que no se demore: porque de dar positivo, cuanto antes se atajen las enfermedades más elevadas son las posibilidades de superarlas.
   —¿Hay Alguna cosa más que debería saber, doctor?
   —No, de momento es todo. No obstante, en cualquier momento podrá ponerse usted en contacto conmigo a través de cualquier enfermera o celador.
  Unas horas después, el paciente, fue trasladado a la quinta planta, en la sección de medicina interna.
   Al día siguiente, sin respetar el horario de visitas, de tres a cinco, los familiares de Antonio comenzaron a visitarle desde primeras horas de la mañana y en una de las visitas que le hizo el internista, al comprobar que en la habitación se encontraban cinco personas:
   —Buenos días. Por favor, si son tan amables se salgan al pasillo.
   —¿Yo también? —consultó Teresa.
   —No, usted no hace falta, tiene el pase de permanencia, ¿verdad?
   —Sí —dijo al tiempo que le mostraba la cartulina naranja.
   —Entiendo que ustedes son familiares y que puedan estar interesados por la salud del paciente. Pero es mi deber informarles de que lo único que están haciendo es molestarle, pues él necesita estar tranquilo y relajado, tanto como la medicación. Así es que, por favor, les ruego abandonen la habitación y si de verdad están interesados en su restablecimiento, sería conveniente que se abstenga de visitarle al menos durante una semana.
   —No se preocupe usted por eso, doctor…, se lo comunicaré al resto de la familia —respondió Azucena.
   Unos días después, con el comienzo de semana, la medicación causó el efecto deseado y la mejoría de Antonio comenzó a dar signos de evidencia, a pesar de que el tono de la piel y el blanco de los ojos aún era visible el color amarillento:
   —Cariño, tienes que hacer por levantarte, fue lo que indicó ayer el doctor.
   —Sí, lo recuerdo…, pero es que no tengo fuerzas.
   —¿Has visto qué día tan bueno ha salido hoy? —dijo al  abrir la ventana—. No te puedes quejar, cariño…
   —¿De qué no me puedo quejá?
   —Pues del día tan maravilloso que está, de las vistas inmejorables que tienes desde aquí, de que tu enfermedad va remitiendo, de que estoy aquí para ayudarte a lo que necesites... ¿Te parecen pocas cosas, cariño?... Además, te conviene respirar aire fresco, ¿o es que te quieres quedar a vivir aquí?
   —Está bien, ayúdame a levantarme… pero solo estaré en pie un momento, que tengo miedo de caerme.
   —Venga, ¡arriba campeón!, que tú puedes —alentó, al tiempo que tiraba de él.
   Ambos caminaban con lentitud, Antonio encorvado y titubeante y, a pesar de que apenas distaban dos metros desde la cama hasta la ventana, tardaron tres minutos en recorrer la exigua distancia.
  —Mira, cariño, que vistas tan maravillosas. Desde aquí se puede ver el santuario de la Virgen del Puerto y, si miras hacía el Valle, el pantano.
Antonio llegó exhausto, sin aliento y, agarrado a la contraventana con una mano y con la otra apoyada sobre el radiador, sin llegar a erguirse, levantó la mirada.
   —Agárrame, agárrame que me caigo —dijo con voz trémula.
   —No te preocupes, cariño: que estoy detrás de ti.
   —¡Llévame al sillón!—gritó apenas sin fuelle.
   —¡Hombre! Pero si se ha levantado —exclamó el doctor que en ese instante se adentraba en la habitación—. ¿Qué tal se encuentra, Antonio?
   Sin levantar la mirada hizo un gesto con la mano derecha.
   —¿Solo regulin, regulan?
   —Hemos ido hasta la ventana, se ha fatigado mucho y casi se cae…
   —Bueno, pero eso es normal, está muy débil y después de una semana en la cama es normal que se encuentre mareado. No obstante, hay que intentar que vaya caminado poco a poco y que salga de la habitación, el cambio de aire es muy beneficioso, la cabeza se despeja y los pulmones hacen que la sangre se renueve y oxigene.
   —¿Está mejor, verdad? —consultó con voz queda, Teresa.
   —Efectivamente, hay claras evidencias de que su organismo está colaborando con los fármacos.
   —Gracias por todo, doctor —susurró sin poder evitar que sus lágrimas se hiciesen presentes.
  Un par de semanas después, durante la visita matutina:
   —Hola, buenos días, pareja —saludó el galeno—. No, no, tranquila. No hace falta que salga Teresa, hoy, además de que traigo buenas noticias, tengo que comentarles algunas cosas sobre la enfermedad que padece el aquí presente —dijo señalando a Antonio.
   —Bien, pues adelante, cuente, cuente usted, doctor. —animó Teresa.
   —Consideramos que la mejoría observada en el paciente, aunque sin estar curado del todo, hemos decidido darle el alta hospitalaria. No obstante, tendrá que seguir un tratamiento a nivel ambulatorio y seguir las pautas e instrucciones con rigurosidad, ya que de ello dependerá la sanación total.
   —Sí, sí, no se preocupe: se hará todo cuanto ustedes indiquen.
   —¿No dices nada, Antonio? —inquirió el doctor.
   —Que quiere que le diga…, yo me sigo cansado y sin fuerzas: no sé yo si…
   —No tienes por qué preocuparte, esta enfermedad cursa así y el cansancio, la fatiga es algo que permanece prácticamente hasta que esta desaparece. Y, aprovechando que has manifestado como te encuentras, he de haceros saber que el tratamiento al que va a ser sometido puede conllevar: perdida de peso, inapetencia, mareos, nauseas, vómitos, cambios de humor… Y, también, que hay que ser muy estrictos con la alimentación. Evitar las grasas, las comidas copiosas, es preferible comer menos cantidad y aumentar el número de tomas. Hay tomar líquidos como el agua, zumos naturales… Quedando totalmente restringidos el alcohol, el café y cualquier otra bebida excitante. Vamos, en una palabra, que tiene que cambiar todos sus hábitos. Tiene que intentar hacer algún deporte, pero sin excederse y comenzar con cortos paseos y descansando tantas veces como sea necesario.
   —¿En qué consistirá el tratamiento, doctor? —consultó Teresa.
   —Tendrá que acudir al centro ambulatorio para que le inyecten una dosis semanal de Pegiferteron alfa-2a, a ser posible siempre a la misma hora, todos los lunes —recalcó—. Así mismo, deberá tomar todos los días un complemento vitamínico y, su médico de cabecera, a través de analíticas periódicas hacer constar el seguimiento evolutivo de la enfermedad. ¡Ah, por cierto! ¿Se hizo usted la analítica, Teresa?
   —No, aún no. Pero, sí nos vamos de alta, hoy, le prometo que acudiré mañana mismo.
   —Bueno, pues por mi parte, no tengo nada más que comentar —dijo el doctor. A modo de despedida.
   —Adiós y gracias por todo —expresó Teresa.
   —Lo mismo le digo —articuló, sin estar conforme con ser enviado a casa.

   Unas horas después, a mediodía, tras ser dado de alta y, de que, desde cafetería, Teresa solicitase vía telefónica el servicio de un taxi, regresaron al anhelado y dulce hogar y, por la tarde, a eso de las cinco, acudieron a visitarle sus cuñadas y, un par de horas después, al salir del trabajo, sus hermanos.

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