lunes, 1 de agosto de 2016

Capítulo III Episodio 9, Vidas Truncadas


Tras levantarse de la cama, asearse y desayunar, Teresa introdujo sus joyas en el negro bolso de mano y, abandonando la estancia con las ideas bien claras, condujo sus pasos hacia el establecimiento donde estas habían sido compradas:
   —Hola, buenos días —saludó al entrar en la joyería—. ¿Está el dueño?
   —Buenos días, señora. No, en estos momentos no está, pero no creo que tarde mucho en venir —respondió el dependiente—, ha salido a tomar un café.  No obstante, sí usted no tiene inconveniente alguno, tal vez yo…
   —Esperaré un ratito, no tengo prisa ¡Gracias!
   —Está bien, como guste la señora.
   Teresa hizo que se interesaba por una de las piezas que estaban en los expositores.
   Cinco minutos después, el propietario del local se hizo presente.
   —Hola, buenos días —dijo acompañado a sus palabras de una visible sonrisa—, ¿La están atendiendo?
   —No, la verdad es que le estaba esperando a usted para comentarle algo.
   Al intuir el tono con el que ella habló, este le indicó con un gesto que le siguiese y, una vez dentro de la pequeña y ordenada oficina, la invitó a tomar asiento.
   —Bien, usted dirá —animó, el orfebre.
   —Pues mire, en primer lugar, decirle que desconozco si es o no habitual lo que le vengo a proponer.
   —Adelante, adelante, puede hablar con plena confianza.
   —Me ha surgido una necesidad económica y he pensado que tal vez usted podría ayudarme.
   —De veras que lo siento pero no tengo costumbre de dejar dinero a nadie; ya sabe, que el que presta dinero a sus clientes, corre el riesgo de quedarse sin las dos cosas.
   —No, no, ¡por favor!  No se trata de eso, sino de si me podría recomprar unas joyas que adquirí aquí, hará unos seis meses más o menos.
   —¿De qué piezas estamos hablando en concreto?
   Teresa levantó la solapa de bolso y, tras correr la cremallera, introdujo la mano para extraer las alhajas y, sin ningún tipo de remordimiento, las depositó sobre la mesa.
   El orfebre abrió un cajón de la mesa y asió una lupa aplanática y acromática de diez aumentos para observar con precisión cada una de las piezas.
   Al cabo de un rato.
   —Sí, recuerdo que todas se han adquirido en este establecimiento, pero la verdad es que no acostumbro a recomprar nada… Las joyas de segunda mano en Plasencia no tienen salida y no merece la pena correr riesgos y...
   La expresión facial de Teresa quedó contrariada.
   —¡¿Entonces?!
   El mostró una sonrisa tan desleal como sus intenciones.
   —Pero, bastase que usted es una buena clienta, y siendo por una necesidad, y sin que sirva de precedente, podría ofrecerle como mucho…, como mucho: un tercio del valor que ustedes pagaron.
   «Que hijo de la gran p..., menudo pájaro que está hecho», pensó—: La verdad, es que es bastante menos de lo que me esperaba, pero está bien, acepto el trato —dijo luciendo una sonrisa tan falsa o más que la actitud mostrada por parte del acucioso joyero.
   —¿Podría indicarme el número de cuenta para realizar la transferencia?
   —Me vendría mejor en efectivo, ¿sería posible?
   —Por mi parte no hay inconveniente alguno, pero tendrá que comprender que una cantidad tan elevada no se puede tener en cualquier sitio, así es que si a usted no la importa: tendrá que esperarse hasta que regrese de la entidad bancaria; pero no se preocupe, es aquí mismo, en la calle del Sol.
   —Vale, está bien... Mientras tanto, iré a tomar un café ahí en frente.
   —¡Ok!, de acuerdo.
   Veinte minutos después, Teresa apuró de un sorbo el cálido y negro líquido, dejó sobre el mostrador el importe exacto y se despidió del camarero y, tratando de evitar el contoneo de sus caderas al caminar, atravesó la calle y se introdujo directamente en la joyería.
   El satisfecho usurero le entregó un sobre y, tras contar el dinero, dando las gracias por las atenciones recibidas.
   —Hasta otro día «señores»   —dijo sin más, antes de abandonar el lugar.
   —Adiós, señora, adiós.
   Teresa regresó al domicilio, a eso de las doce, y, por el estrepitoso ruido que hacía el calentador, dedujo que Antonio se estaría duchando.
   —Ya estoy aquí, cariño —vociferó desde el salón.
   —Ya, ya t'he oío. ¿A ónde has ío tan temprano?
   —Ahora te cuento, mi amor.
   Un par de minutos después, Antonio salía, tal cual había venido al mundo, secándose el pelo con la toalla. Se dieron un par de largos y apasionados besos y, una vez informado de todo cuanto había acontecido durante su salida, después de elegir y ponerse ambos un atuendo cómodo, salieron a la calle y caminaron con dirección hasta donde estaba estacionado el R-6 y, tras accionar la puesta en marcha, pusieron rumbo, como cada lunes, hacia la Data y, al llegar a la plazuela, se detuvieron bajo la sombra de una de las acacias.
   —Hola buenos días —dijeron los recién llegados.
   —Hola, hola —respondieron José y el «tío» Manolo.
   —Papa, ¿tiene que hacer algo esta tarde?
   —No, hija, no,  ¿por qué?
   —Porque vamos a ir a un sitio y me gustaría que usted nos acompañase.
   —Venga familia, me retiro: que ya va siendo hora de dir a comé —indicó el «tío» Manolo, al tiempo que se despedía haciendo un gesto con la mano.
   —Sí, sí, nosotros tamién mos vamos a dir subiendo p'arriba —expresó José.
   Una vez en casa, la pareja le puso al día con respecto a sus planes para el futuro.
   —Me paece bien, hijo, que quías tené tu propio negocio, pero ¿qué vas a jacé con el trabajo?
   —Papa, de momento seguiré en él, no vaya a sé que se dé mal la cosa y…
   —Eso está mu bien, hijo.
   —Bueno, ¿qué?, ¿echamos sopas o comemos? —consultó Azucena.
   —Comemos, hija mía, comemos: que ya va siendo hora.
   Después de nutrirse, para no perder la arraigada y noble costumbre extremeña, se echaron la siesta hasta que, a eso de las cinco, tras levantarse y asearse, bajaron los tres a la calle y, una vez en el interior del vehículo, emprendieron la marcha poniendo rumbo al destino previsto, y media hora más tarde estaban junto al caserón.
   —Ya hemos enllegáo, ¿qué le parece el sitio, papa? —instó sin ocultar la emoción que le embargaba en aquellos instantes.
   —¡Buf!, menúo fregao necesita esto pa ponelo en marcha, ¡mama mía! —espetó al tiempo que se llevó la mano a la cabeza para echarse la visera hacia atrás.
   —Sí, papa.  Tiene usté toa la razón: pero ya contamos con eso.
   Mientras padre e hijo intercambiaban opiniones, Teresa abrió la puerta que daba acceso al interior y, tras encender las luces, Teresa esbozó una sonrisa y, acto seguido, hizo un gesto para invitarle a pasar.
   —Espero que no se asuste usted con lo que hay dentro.
   José, haciéndose el gracioso, la miró y se santiguó antes de adentrase.
   Una vez dentro del establecimiento.
   —Pos, la verdá es qu'enviendolo ende aquí endrento no está tan mal como paecía.
   El rostro de Teresa se tornó jubiloso al escuchar aquellas palabras.
   —Creo que después de una limpieza a fondo, unos retoques de pintura por aquí y otros por allí será más que suficiente para empezar —explicó, rayando la felicidad, ella.
   —La paré de ajuera es mejó pintala con cal: es más barata y branquea mucho más.
   —Sí, papa.  Tiene usted razón, y si lo hacemos nosotros mismos más barato aún.
   —Lo que no m'entra en la cabeza, hija, es a qué son viene el nombre de Las Parmeras, cuando aquí no se ven más que ancinas.
   —Según nos dijo el dueño, papa.  Hace muchos años, en la parte de atrás de la casa había un jardín muy grande y en él, dos enormes palmeras que sobrepasaban la altura del tejado de la casa y, que con el tiempo, estas se secaron y las tuvieron que cortar para evitar que se cayesen encima de la casa.
   —¡Ah!, ahora lo entiendo to.
   —Bueno, papa, pos, con esto y un biscocho, hasta mañana a las ocho —recitó Antonio, dado por concluida la visita.
Pasada la noche.
   Después de levantarse y haber desayunado, Antonio y Teresa fueron a buscar a José.
   Al llegar a la plazuela, ella se apeó del vehículo para cederle el asiento del copiloto:
   —Buenos días, papa, ¿qué lleva usted en la bolsa? —consultó.
   —Na, poca cosa, hija: una tortilla de patata cá jecho la Azucena, dos ristras de chorizo y la metá d'un queso de cabra... No se púe dir a trabajá sin llevá algo pa echá un bocáo.
   —¡Qué cosas tiene usted, papa!
   —Ya sabes, hija, que, jombre precavío vale por dos.
   Antonio hizo un gesto de apremio.
   —¡Venga, móntese ya!, que como sigamos asín, me parece que nos lo tendremos que comé en casa.
   —No seas tan agonías, hijo, que entoavía temos que pará pa cogé er pan y argo pa bebé.
   Una vez adquirido lo que precisaban en el ultramarino, el almacén de cal y el de pinturas: prosiguieron el viaje poniendo rumbo al destino y, al llegar a este, padre e hijo comenzaron a sacar todo aquello que les parecía innecesario y lo fueron amontonando en la parte de a atrás del edificio, para más tarde prenderle fuego. Mientras tanto, ella se encargó de la limpieza de los aseos y de amontonar los putrefactos colchones y las mugrientas sábanas, que fue hallando sobre los camastros existentes en cada una de las estancias que, tiempo atrás, fueron utilizadas durante los encuentros sexuales.
   A mediodía, hicieron una pausa para reponer fuerzas con las viandas y el vino que hasta allí habían llevado. Tras saciar el apetito, se tomaron un par de horas de asueto y, al término de estas, prosiguieron con la quema y las tareas previstas hasta que, a eso de las once, después de asegurarse que el fuego quedaba totalmente exento de peligros, abandonaron el lugar felices y satisfechos a la par que extenuados por el ajetreado día.
   Durante los siguientes días, padre e hijo, se encargarían del acondicionamiento de los alrededores y de encalar todo el exterior del edificio y ella, de los cuartos interiores.  Teresa comenzó a pintar primero, con tonos cálidos, los reservados y, a continuación, por los techos de los aseos con esmalte en blanco mate y, por último, los cabezales de las camas y somieres con purpurina plateada.
   La actividad llevada a cabo por los tres forasteros no pasaba inadvertida para los lugareños.
   En las tabernas, por las noches, entre los corrillos de casados y solteros no se hablaba de otra cosa que no tuviese algo que ver con los últimos acontecimientos que estos habían observado con el trasiego de idas y venidas a las fincas colindantes.
   —¡A vé si l'abren pronto y m'ahorro el paseo hasta Prasencia! —soltó con énfasis y eufórico Genaro, el tabernero.
   —Ponmos la espuela que mos vamos pa casa —indicó Macario, el «Bizconde» de Torremenga.
   —Lo que mos jace falta es que traigan tías güenas p'al desfogue —dijo un sexagenario, mal trazado, barrigudo y desdentado.
   Diez días después, llamaban la atención, a ambos lados de la puerta principal, no solo por el tamaño, sino por el logrado aspecto realista, un par de palmeras y, junto a los pies de estas, un llamativo cartel metálico, que, en rojo sobre blanco, anunciaba perfectamente legible desde la carretera, sin necesidad de tener que aminorar la marcha: «Abrimos el viernes».

El jueves, sobre las cinco de la tarde, la pareja se dejó caer por la plaza con la intención de reencontrarse, cómo habían acordado vía telefónica un par de días antes, con Mª Manuela, en una de las terrazas:
   —A las güenas tardes —dijo al tiempo que se acomodaba en una de las butacas de aluminio, la Chaparrita.
   —Hola Manoli, ¿qué hay de eso que hablamos? —inquirió Teresa.
   La recién llegada hizo el ademán de calma con ambas manos.
   —Tranqui, tía.  No t'apures…, que de momento pués contá con más gente.
   —Manoli, ¿t'apetece tomá algo, mi niña? —consultó Antonio.
   —Sí, pídeme una servesita, bien fría…, que me vendrá mu bien…  Osú, la caló que hase hoy, por Dioh.
   Teresa se acercó a esta mirándole a los ojos.
   —¿Y quiénes son? —curioseó.
   —Tú, fíate de mí y estate tranquila… Ya sabes que yo no me ajunto con cuarquiera  —alardeó la Chaparrita.
   —Sí, eso ya lo sé,   ¿pero cuántas? —insistió.
   Antonio alzó la mano derecha y chasqueteo los dedos corazón y pulgar.
   —¡Eh!,  camarero —gritó—, cuando pueda nos trae tres cervezas.
   —¡Bien frías, por favor! —matizó Teresa.
   —Ya t'he dicho que cormigo semos tres.
   Media hora después, se unieron al grupo, Mª Luz, la China y Mª Isabel, la Legionaria,      dos jóvenes preciosas cuya edad rondaba los veinticinco años, ambas naturales de Plasencia. Estas, al igual que la Chaparrita habían optado por dejar de ejercer en el club de Pepe por lo mismo—: «la Marini es la hija de p… más grande que te puedas encontrar por la vida», pensamiento que compartían al cien por ciento las tres meretrices.
   —¿Qué os parece si hablamos de las condiciones económicas? —propuso Teresa.
   Las tres asintieron, Antonio prefirió mantenerse al margen por entender que aquellos menesteres le correspondían a Teresa. Él tenía hablado y asumido que sería el encargado del transporte, la protección, reponer los botelleros y colaborar en la limpieza,   con la participación esporádica de su padre.
   —Ya sabéis, chicas, que esto es nuevo también para nosotros y en cuanto a clientela no tenemos ni idea de cómo nos pueda ir —informó Teresa
   —La verdá es que yo prefiero asegurá dos mil pejetas diarias de sueldo y el resto de lo que m'haga, copas y reserváos ar cincuenta: po lo menos hasta que vea un poco el funcionamiento   —propuso la Chaparrita.
   —Yo tamién pienso iguá —indicó la China—, más vale pájaro en mano: que irse pa la casa a verlas vení.
   —¿Y tú Isabel? —consultó Teresa al creer que esta se hallaba totalmente abstraída.
   —No, no. A mí me gusta correr riesgos, ya me conocéis: prefiero el setenta, tanto en copas como por servicio realizado.
 Teresa asintió un par de veces y prosiguió.
   —El traslado y tres copitas por noche corren por cuenta nuestra, el resto será al cincuenta por ciento para vosotras dos —dijo señalando a la Chaparrita y a la China— y para ti al 70%... Nos reuniremos aquí mismo todos los días en torno a las seis de la tarde. Os advierto que, la que no esté presente a las seis y cuarto se quedará en tierra y si quiere ir a trabajar se tendrá que buscar la vida por sí misma, ¿os queda todo claro?
   Las tres asintieron con un leve movimiento de cabeza.
   —Pues, siendo así, por mi parte: no tengo ninguna cosa más que decir.

   Apuraron las consumiciones y, después de abonar la cuenta Antonio, se pusieron en pie y, tras despedirse, se alejaron de la plaza poniendo el rumbo por distintas calles de la transitada ciudad.

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