viernes, 30 de septiembre de 2016

Capítulo II, episodio 5, En el Fondo del Mar...




    Tres años después.
   Como cada 23 de abril,  las Ramblas se vestían de fiesta para albergar a los miles y miles de visitantes que hasta allí acudían por infinidad de motivos: unos, los más tradicionales y pudientes para regalar una rosa roja, que simboliza la pasión, acompañada de la señera, la bandera de Aragón, y una espiga de trigo, símbolo de fertilidad…; los enamorados y menos acomodados solo se atrevían con la rosa, otros acudieron para adquirir libros que, además de contar con un generoso descuento, incluían dedicatoria y firma del autor, y el resto, la gran mayoría: para  curiosear sin más. —A pesar de no ser día festivo, en la Comunidad Autónoma de Cataluña, no se redujo la afluencia de público, ya que, son muchas las empresas que permitían a sus empleados tomarse un día de asueto.
   Desde primeras horas de la mañana, Meritxell y Alberto paseaban por las Ramblas, asidos del brazo, como lo hacen los que verdaderamente están enamorados. Él vestía de sport: un blazer oscuro, camiseta blanca, vaqueros azules y calzaba unos cómodos y discretos tenis, que le permitían caminar erguido con ademán gentil y gracioso; ella, lucía un discreto y estampado vestido de mangas largas, al más puro estilo evasé, zapatos negros sin tacón, portando en su mano izquierda, además de una preciosa rosa, un bolso a juego con el conjuntado diseño y, sobre su rostro, dibujada una mueca evidenciando que «iba más ancha que larga».
   Ambos caminaban envueltos entre la muchedumbre y la algarabía que se respiraba en el ambiente, hasta que llegaron al stand que andaban buscando para adquirir La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafon; un libro que, además de resultar ganador de muchos premios, había sido seleccionado ese mismo año por 81 escritores y críticos latino-americanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.  La fila que se había formado en torno el escritor barcelonés era dilatada y avanzaba con tanta parsimonia que causaba la sensación de que esta remedaba a los camaleones cuando se desplazan por las ramas en busca de algo que llevarse a la boca. De repente, el murmullo se fue transformando hasta alcanzar la absoluta nitidez. De fondo, se percibía una música celestial al tiempo que el público haciéndose oír lanzaban al viento: «¿Para cuándo su próxima novela?..., ¿nos sorprenderá cómo siempre?..., ¿es cierto que no necesita dormir?..., ¿de dónde saca usted tantas historias?..., ¿es cierto que muchas de las cosas que aparecen en sus novelas las ha vivido usted en propias carnes?..., ¿cómo hace para crear las adictivas tramas y argumentos? ¡Mis felicitaciones señora!
   —¡Señora!... ¡señora!... ¡señora! —gritó reiteradas veces al tiempo que se ponía en pie Carlos Ruiz Zafon—, ¿se encuentra usted bien? —consultó sin salir de su desconcierto.
  Frente a él se encontraba con la cabeza ladeada hacia la izquierda, la mirada entornada, y un hilo de espesa saliva colgando de la comisura de sus voluptuosos y entreabiertos labios.
   Al reaccionar esta lo primero que notó fue un repentino calor al arrebolarse su rostro.
   —¡Oh!, discúlpeme usted, entre el calor que hace y la emoción que me embarga, me he dejado llevar…—alegó tratando de justificar el estado de complacencia al que había llegado como consecuencia de su capacidad de soñar despierta.
   —No se preocupe, no hay nada que disculpar: sencillamente me asusté al verla en el estado en que usted se encontraba… ¿señora?
   —Meritxell, me llamo Meritxell Capdevila Doménech —dijo acompañando sus palabras de un esbozo de sonrisa.
   «Con todo el cariño del mundo para mi emotiva y gran admiradora Meritxell C. D.»  —dedicó y rubricó, el afamado escritor barcelonés. Y, después de abonar el precio del ejemplar y cumplir con el protocolo de cortesía, tan arrebolada como pueda estar un tomate maduro en el mes de agosto, haciendo aligerar el paso a Alberto, se perdieron entre los cuchicheos y el gentío tratando de pasar inadvertidos.
   Al llegar a la zona de El Gòtic:
   —Cariño, ¿te apetece tomar un refrigerio? —propuso con tono afable Alberto, unos minutos después.
   —Sí, claro que sí. Este sofocante calor me ha dejado la garganta tan seca y áspera como un royo de esparto —alegó Meritxell, al tiempo que con el mentón señalaba hacia la puerta de restaurante La Lluna, en señal de consulta.
   —Está bien, entremos aquí mismo —respondió él.
   Al entrar en el local, Alberto escuchó una voz familiar, que procedía desde el otro extremo del local, gritando su nombre, y este barrió el establecimiento con la mirada hasta dar con alguien que le indicaba con las manos que se acercase, y volviendo la mirada hacia atrás:
   —Cariño, ¿sabes quién es?
   —No, no. Desde aquí no le reconozco.
   —¿Te acuerdas de mi primo Abelardo?
   —La verdad es que no. Ya sabes que para asociar caras soy un desastre.
   —Bueno, es normal. Solo le has visto una vez, en el entierro de mi difunto padre.
   Al llegar junto a él, después de saludarse con una incomprendida efusividad por parte de los recién llegados, tras solicitar al camarero tres cervezas como unos segundos antes había acordado el grupo familiar.
   —¿Qué tal?, ¿cómo os va? —dijo Abelardo, fragmentando el silencio surgido como consecuencia de el imprevisible y desmesurado saludo,
   —Bien, bien… la verdad es que a pesar de lo de mi padre, no nos podemos quejar —respondió Alberto—. ¿Y a ti, cómo te va la vida?
   —Ahora me va bastante bien, de hecho, ayer mismo, después de dos años, me hicieron fijo en la empresa.
   —Ya me puedes perdonar primo, pero no recuerdo a que te dedicabas…
   —No te preocupes, es normal, tampoco hemos tenido mucho trato… ahora trabajo como ordenanza en la editorial Planeta DeAgostini.
   Al escuchar las últimas palabras pronunciadas por Abelardo…, a Meritxell se le iluminaron los ojos de la misma forma que lo hace el cielo en las fragorosas noches de San Juan.
   —Pues, mira que bien.  Tú trabajando en una editorial y tu primo casado con una escritora    —dijo alzando la voz con la intención de desviar la insípida conversación.
   —¡¿No me digas?! —exclamó Abelardo—. ¿Y desde cuándo escribes?
   —Lo he venido haciendo desde que tengo uso de razón, pero la verdad es que aún no tengo nada publicado…
   —¿Y eso?
   —Porque aún no he presentado ningún manuscrito a las editoriales… no sé bien como va eso y…
   Abelardo la miró a los ojos y le brindó una amplia sonrisa.
   —No te preocupes, prima… ahora puedes contar conmigo.
   —¡Oh!, ¿de verdad?… ¡No sabes cuanto tiempo llevo esperando oír algo así!
   Echándose la mano al bolsillo de atrás de su pantalón vaquero, sacó la cartera y de esta extrajo un billete de diez euros, que entregó en mano al camarero para abonar las consumiciones, y una tarjeta de visita que ofreció a Meritxell… y, tras recoger el cambio. Abelardo consultó su reloj de pulsera y comprobó que las manecillas indicaban las dos y cuarto.
   —¡Uff!, ya me podéis perdonar, se me hace tardísimo: hoy tenemos invitados en casa.
   La despedida se presentó de manera tan repentina, que la improvisada justificación les dejó casi tan fríos y desconcertados como a Abelardo la efusividad del encuentro. 
   —Cariño, aprovechando que los nenes están con tus padres y lo tarde que se nos ha hecho, ¿qué te parece si nos quedamos aquí a comer?
   —Me parece fenomenal… días como este: me tendrían que salir más a menudo. Alguien se ofrece a ayudarme a cumplir mi sueño y anhelo y un apuesto y gentil caballero me invita a comer… ¡qué buen tema para una novela...!  
   —Gracias por lo que me corresponde, cariño —respondió a la par que comenzaban a avanzar hasta el salón comedor
   Al llegar junto a la puerta, el maître salió a su encuentro.
   —Buenos días señores —dijo con voz clara y pausada.
   —¿Mesa para dos? —sugirió Alberto.
   El maître asintió e indicó haciendo un gesto con su mano derecha.
   —Síganme, por favor.
   Los tres se detuvieron frente a una de las mesas que estaban dispuestas para dos comensales.
   —¿Les viene bien aquí? —consultó con tono sugerente.
   —Sí, está bien —respondió Alberto a media voz.
   —Sí, sí… perfectamente —reafirmó Meritxell.
   Tras acomodarlos en el lugar y ofrecerles la carta, sin hacer el menor ruido, el maître se retiró hasta una distancia prudente y les dejó durante unos minutos, justo los que tardó la pareja en decidirse y, sin moverse del sitio, con la mirada indicó a un atento y joven camarero que se acercase a la mesa, y este hallándose a un par de pasos de la pareja, dibujó una leve sonrisa en su rostro, y libreta y bolígrafo en mano, después de saludar correctamente a media voz, con tono afable.
   —¿Los señores han decidido ya que van a tomar?
   Los dos asintieron a la par con un ligero movimiento de cabeza.
   —De primero, tomaré ensalada con queso brie crujiente; de segundo, pierna de cordero con verduritas asadas y aceite suave de menta y de postre crema catalana —informó Meritxell.
  El mesero dirigió la mirada hacia el otro comensal, he hizo un gesto interrogativo para indicarle que estaba preparado para tomar nota.
   —Pez espada con arroz al curry, crema criolla de tomate, salvia y naranja y crema catalana.
   —¿Algún vino en especial? —dijo acompañando a sus palabras con una sugerente y cerúlea mirada.
   —Eso lo dejamos a tu elección —señaló Alberto.
   El joven tomó aire y sin poder ocultar el intenso placer que le produjeron aquellas palabras.
   —¿Les parece bien un Pi del Nord del 98?
   —Perfecto —respondió Meritxell y, mientras les servían, se dedicó a contemplar con admiración y detenimiento aquel lugar que tanto la había impresionado al entrar. Por un lado, la luminosidad que aportaba al salón la claraboya que estaba junto al rincón donde les había acomodado el maître; por otro, la decoración de estilo Belle Époque.
   Las cuatro y media señalaban las manecillas del reloj de pulsera de Meritxell cuando esta lo miró al salir del restaurante.
   —¿Qué te ha parecido el sitio, cariño? —curioseó Alberto.
   —Me ha encantado. La comida estaba riquísima, el servicio inmejorable, el lugar es muy romántico y, con respecto a la calidad-precio, excelente.
   Una semana después, Meritxell se puso en contacto, vía telefónica, con Abelardo, so pretexto de tomar juntos un café y aprovechar así el encuentro para entregarle el borrador de «Ecos del Pretérito», una novela que mezclaba la intriga y el misterio con el romance de una joven pareja.



jueves, 29 de septiembre de 2016

Capítulo II, episodio 4, En el Fondo del Mar...


Miércoles, 18 de febrero de 2004
   Regresaba a la ferretería después de haberse tomado un café con leche y un bollo en el bar de enfrente, costumbre que mantenían desde el primer día los tres descendientes de Vicente Doménech, respetando con excesiva rigurosidad los turnos establecidos en su día por su progenitor y, siempre, dentro de los quince minutos de asueto que les permitía a partir de las diez.
   El recién llegado hizo un ademán de extrañeza, antes de pronunciar palabra alguna.
   —¡¿No ha llegado, papá?! —consultó Alberto.
   —Pues, no… aún no —respondió Alejandro— y la verdad es que es muy extraño en, él.
   —Le hemos estado llamado varias veces, pero no coge el teléfono —informó Jaime, poniendo cara de preocupación.
   —Me acercaré hasta casa para salir de dudas —dijo Alberto, con un pie fuera y el otro aún dentro del establecimiento.
   A eso de las once, después de haber pulsado reiteradas veces sobre el interfono,  al no hallar respuesta alguna e invadido por el desconcierto, asumiendo que no le quedaba más remedio que subir los sesenta y cuatro peldaños que mediaban entre el portal y el rellano donde se ubicaba la vivienda donde él mismo había venido al mundo 35 años atrás, comenzó a subirlos sin prisa pero sin pausa, viéndose  obligado a hacer un alto en el camino: «¡Hay que ver!, con la de veces que me las he subido hasta de tres en tres… ¿Me estaré haciendo viejo? A partir de hoy, cuando se me termine este paquete, dejaré de fumar» —pensó, y después de tomar aire y soltar varios suspiros, tras rehenchir los pulmones continuó avanzando de manera sosegada hasta alcanzar su objetivo.
   Una vez frente a la blindada puerta, en sapeli, de manera reiterada y mecánica pulsó el timbre «Sí seré tonto… si no me ha contestado antes  por qué lo  tendría que hacer ahora» —pensó al tiempo que con su mano derecha se golpeaba sobre la frente y, tras sacar la llave de su bolsillo e introducirla en la cerradura, accedió a la vivienda.
   —¿Papá? —dijo mientras se dirigía hacia la cocina, tras darse cuenta que la luz estaba encendida—, ¡¿papá?! —exclamó mientras corría hacia el salón-comedor, todo lo rápido que el mobiliario le permitía, al descubrir que Vicente se hallaba caído en el suelo. Y, sin darle tiempo a pensarlo, se arrodilló junto a él y una vez que comprobó  que estaba rígido y frío —aulló más que gritó— llevándose las manos a la cabeza, con el característico ademán que expresan los que se dejan llevar por la desesperación, quedando tan inmóvil como cualquier estatua de bronce durante unos interminables segundos.  Después se levantó y comenzó a deambular de aquí para allá por toda la casa sin saber muy bien a quién llamar primero. Al final, se decantó por avisar al Servicio de Emergencias 112, y una vez que informó de todo cuanto sabía, se puso en contacto vía telefónica con sus hermanos.
   Veinticinco minutos después, se personaron en la vivienda tres Mozos de Escuadra (Policía de la Generalidad de Cataluña) y cuando estos procedían con acuerdo al protocolo establecido ante la mínima sospecha o indicio que indique que pueda tratarse de una muerte violenta, llegaban sudorosos y jadeantes el personal sanitario y los técnicos en emergencias. Abajo se había quedado un agente para hacerse cargo de la circulación vial y de la vigilancia de la UVI móvil, mientras atendían la urgencia.  Una vez que Vicente fue reconocido por el médico, este no pudo hacer más que certificar su muerte y así lo hizo constar en el boletín informativo que decía, entre otras cosas, que: «don Vicente Doménech Prol, varón de 65 años, había fallecido como consecuencia de haberse atragantado con un trozo de carne mientras se encontraba en su casa cenando placidamente».
   La policía, después de haber escrutado cada rincón del lugar de los hechos, al no observar ningún indicio de violencia y dando por valida la conclusión a la que había llegado el facultativo:
   —Por nuestra parte solo nos queda dar parte a la funeraria y que estos le trasladen al tanatorio que le corresponda —informó a Alberto, el agente de mayor graduación.
   Tras consultar con la mirada a los gemelos, que apenas habían llegado a tiempo para escuchar al Mozo.
   —Está bien, de acuerdo —articuló el primogénito entre sollozos mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de papel.
   Por segunda vez, desde que Vicente se hiciese cargo treinta años atrás de la dirección del negocio familiar, la persiana  permanecía bajada en horario comercial, y junto a esta un cartel que decía: «Se ruega disculpen las molestias. El establecimiento permanecerá cerrado hasta las 9:30 horas del sábado 21 del presente por asuntos familiares» y, debajo de este, una esquela que indicaba la hora y el lugar del sepelio.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Capítulo II, episodio 3, En el Fondo del Mar...


   12 de octubre de 1997, Hospital Universitario Valle de Hebrón.
   Meritxell dio a luz a su primogénito. El mismo que, después de ser cortado el cordón umbilical y liberado  su cuerpo de restos sanguinolentos, comenzó a llorar  desesperadamente al recibir el inesperado castigo que le propinó aquella mujer de aspecto brujeril, cuyas  manos estaban tan frías como lo puedan estar las aguas de cualquier río en pleno mes de enero,  so pretexto de comprobar no solo  la capacidad pulmonar, sino de hacerle sacar el genio a aquel indefenso ser que se hallaba concentrado en apenas  sesenta y seis centímetros. El neonato arrojó un total tres mil quinientos cincuenta y tres gramos en la báscula.
   Cuatro años después, asistida por la misma comadrona, Meritxell dio a luz, a quién, un mes después de su alumbramiento, le sería impuesto el nombre de Patricia.  Esta, a diferencia de su hermano, nació con un peso de dos kilos ochocientos ochenta y dos gramos repartidos equitativamente en los cincuenta y cinco centímetros del envase.
   Tras el nacimiento de la pequeña Patricia, Irene e hija acordaron que sería mejor rescindir el contrato laboral y que la parturienta se inscribiese en el INEM como demandante de empleo hasta que la recién nacida fuese admitida en la guardería.
   Por aquel entonces, Meritxell se había convertido en una asidua a las series televisivas, ya que el hecho de permanecer tanto tiempo en casa era algo que le sacaba de quicio. Con la llegada de las festivas Navidades, sintiéndose acompañada de sus familiares más cercanos, el asunto se soliviantó un poco:
   —Cariño, ¿sabes qué me haría muchísima ilusión?
   —No, la verdad es que no tengo la más remota idea, pero tal vez si me lo desvelas tú…
   —Ha ocurrido algo que deberías saber, la llegada de Patricia y el tiempo que me voy a estar en casa ha hecho resurgir en mí algo que tenía casi olvidado y quiero recuperar el tiempo perdido y mi ilusión de convertirme en escritora: como bien sabes... es algo que anhelo desde que apenas era una niña y…
  —Me parece estupendo cariño, últimamente he visto cómo te ibas viniendo abajo anímica-mente y puedes creerme que no sé cómo hacer para que esto cambie.
   —Un ordenador personal, eso es todo cuanto necesito ahora mismo para recuperar mi ánimo y mi ilusión.
   —Pero ¿sabrás manejarlo?
   —Creo que sí, el Querty lo domino a la perfección y el teclado del ordenador usa el mismo sistema y, además desde hace unos meses —dijo mostrando en alto un ejemplar de cómo aprender a manejarse con el Office.
   —Pues, si lo tienes todo tan claro… no entiendo a que estabas esperando —respondió   Alberto antes de convencerla para salir en busca de aquel aparato que, en principio, serviría para solucionar la situación de desánimo en la que esta se hallaba.
   Meritxell había acudido previamente y en solitario a la consulta de su médico de cabecera y este le había indicado que: «tal vez se trate de una ligera depresión post parto, no obstante, si con lo que te he prescrito no notases mejoría alguna, te vuelves a pasar por aquí y te envió al especialista». 
   Unos días después, dejándose llevar por la euforia, al mediodía,  se sentó frente al ordenador, comenzó  a teclear y,  en menos que tarda en morir cualquier insecto que ha sido atropellado por una apisonadora, notó que algo escalaba por su tubo gástrico a la par que una mano invisible atenazaba su garganta y, precisamente cuando sus pulmones demandaban oxígeno, un sudor frío se apoderó de todo su ser  «¿Acaso tendrían razón las profesoras y  en realidad era cierto que no valía?» —se dijo para sí misma mientras se ponía en pie. Abrió uno de los cajones del aparador y extrajo uno de los manuscritos, que guardaba como oro en paño, y, al comenzar a transcribirlos, observó que, efectivamente, su tesoro más preciado, sus trabajos, sus apuntes estaban colmados de faltas de ortografía o al menos así lo señalaba el detector de fallos que emplea el programa del editor de textos Word.
   A la mañana siguiente, sin pensárselo, condujo sus pasos hasta una librería y, tras consultar al dependiente, adquirió un volumen de gramática básica de la lengua española y lo mantuvo en secreto, ni siquiera su marido estaba al tanto. Durante medio año estudió ortografía con ahínco, cómo si la vida le fuese en ello y, de buenas a primeras, sintió que algo en su interior la incitaba a seguir escribiendo. Fue como si después de tantos años de castración vocacional, de repente, tras la eclosión, le proporcionasen la energía suficiente como para ganar la batalla al tiempo y continuar escribiendo la novela. Comenzó a escribir una serie de novelas cortas de intriga y misterio que a pesar de creerse con capacidad y dotes suficientes como para atreverse a escribir cualquiera de los géneros que admite la literatura; aunque en realidad, no era más que una burda copia de, Se ha escrito un crimen, una serie televisiva que creó furor en España y que de manera magistral  era interpretada por Ángela Lansbury, una septuagenaria actriz, metida en el papel de detective como Jessica Fletcher. La única diferencia entre lo que esta escribía y la serie, consistía en que la protagonista era Susana Capdevila, una joven y avispada dependienta que resolvía de manera rápida y eficaz cualquier misterio surgido en el distrito de Gracia, uno de los diez en que está dividida la Ciudad Condal.
   Dos años después.
  A mediados de septiembre, Alejandro y Patricia fueron admitidos en el Colegio de Educación Infantil y Primaria Patronato Doménech. Esto le permitiría a Meritxell retornar al trabajo, junto a su madre, pero en régimen de media jornada, de nueve y media a dos de la tarde, por el hecho de que, además de ocuparse de las tareas de la casa, una fuerza interior la incitaba a narrar todo aquello que por su mente pasaba, ya que según ella: «mi futuro está entre las letras, los personajes, las emociones, la trama, la imaginación…».
   Por las tardes, después de recoger a los niños del colegio y darles la merienda, estos se pasaban las horas sentados en su habitación frente al televisor viendo  una y otra vez la infinidad de películas de dibujos animados que ordenadamente se hallaban apilados sobre una librería, mientras que su mamá,  continuaba escribiendo de manera frenética  sentada sobre un cómodo sofá de tres plazas, con el portátil sobre su regazo, sin ser consciente de que su cabeza no descansaba ni de día ni de noche y, como consecuencia, el insomnio fue uno de los primeros síntomas en hacerse presentes; pero ella, no lo asumió como un problema, sino como una circunstancia que le había permitido concluir su primera novela, de corte romántico, en un tiempo record, menos de un año, comenzándola a escribir en 16 de septiembre y  terminándola el 15 de agosto de 2003, y,  después de disfrutar de  tres  semanas de vacaciones junto a su esposo e hijos en Ibiza, tras darle varias vueltas a la cabeza, decidió que había llegado la hora de hacer cambios con respecto a su forma de escribir y el género literario: con el fin de medirse a sí misma.




martes, 27 de septiembre de 2016

Capítulo II, episodio 2, En el Fondo del Mar...





   Enero, 1997
   Meritxell se encontraba en la cocina terminando de recoger la mesa y se dirigía hacia la fregadera para dejar el plato y los cubiertos que había utilizado para comer, cuando en la sala de estar, comenzó a sonar el teléfono, dejándolo todo precipitadamente sobre la pileta se dirigió hasta el ruidoso aparato:
   —¿Sí?, ¡dígame!
   —¿Qué tal os va la vida? —consultó con voz clara y altiva.
   —¡Hombre, qué alegría más grande, Juan! —exclamó—. La vida, gracias a Dios, nos va bastante bien. Ya sabes…, tu primo sigue trabajando en el almacén con los mellizos y acatando sin rechistar las órdenes de tu querido tío Vicente…, y, yo, para no variar, continúo codo con codo trabajando junto a mi madre y encargándome al mismo tiempo de atender a los clientes y de la contabilidad y la fiscalidad de los dos negocios.
   —Me alegro de que todo vaya viento en popa… y, hablando de todo un poco, ¿por qué no os animáis y pasamos un fin de semana juntos aquí?... Estoy convencido de que un descanso os vendría bien.
   —Sí, sí: por supuesto. ¿Os viene bien el próximo fin de semana?
   —Ya sabes que aquí podéis venir cuando os apetezca.
   —¿Se puede poner Trinidad?
   —No. En estos momentos se encuentra en el pueblo, ya sabes que aquí el pescado fresco solo llega los martes.
   —Bueno, pues, dale recuerdos de mi parte y, si no tienes nada más que decirme, el sábado a primera hora estaremos ahí.
   —Ok. En eso quedamos entonces. Adiós.
   —Adiós, adiós.
   El tío Vicente era un sexagenario alto y corpulento de cortos y plateados cabellos que, tras el inesperado fallecimiento de su esposa, había tenido que asumir la ardua tarea de sacar adelante a sus tres hijos y el almacén de ferretería que este había heredado tras el fenecimiento, veinte años atrás, de sus progenitores. Adela, su esposa, murió cuando Alberto, su primogénito apenas contaba con seis años de edad y cuatro los gemelos Alejandro y Jaime; pero, a pesar de tener que lidiar con las vicisitudes que se vio obligado: el tío Vicente estaba convencido de que tenía suficientes motivos para estar completamente satisfecho de todo cuánto había conseguido. Para él, el hecho de haberse tenido que dedicar en cuerpo y alma durante años para hacer resurgir un negocio que tenía los días contados, dar estudios a sus tres hijos y conseguir que estos se mantuviesen unidos como una piña y con intenciones de seguir al frente del negocio que durante generaciones había proporcionado el sustento y cierto nivel de vida a los descendientes de D. Alberto Doménech Castellblanc: nunca lo consideró un sacrificio, sino más bien como un deber para con sus descendientes más directos.

Sábado ocho y media de la mañana, en la comarca de Tarragona.
   Era la primera vez que la pareja se desplazaba hasta el lugar, aunque no así en el caso de Alberto, ya que durante su infancia este era el lugar donde los mellizos y él pasaban los periodos estivales.
   Al acceder a la población, el traqueteo de las ruedas al transitar por las empedradas calles propició que Meritxell se quedase anonadada al comprobar que todas ellas conducían hasta una pintoresca plaza donde las fachadas intercalaban de manera artística las zonas encaladas con las de mampostería y sillería vista.
   —Mira —dijo señalando con el dedo índice—, allí junto al estanco está tu primo.
   —No se te escapa una, cariño —respondió él haciendo un leve movimiento con la cabeza y guiñándole un ojo.
   —Menudo morlaco que está hecho, cómo para pasar desapercibido, ¿cuánto medirá?
   —Siempre le he oído decir que cuando fue tallado para cumplir el servicio militar —que por aquel entonces era obligatorio—, le indicaron que medía 1, 85 y que pesaba 92 kilos, aunque tengo entendido que con el paso de los años se puede mermar un par de centímetros o tres.
   —La estatura no sé si habrá perdido algo; pero de lo que sí estoy segura es que ahora pesará más de 100.
   —Sí, y es posible que incluso alguno más, diría yo —admitió sonriente, Alberto.
  Al detenerse y estacionar junto a Juan, tras efectuar las correspondientes muestras de cortesía y trasladar el equipaje desde el maletero del Opel hasta el del Nissan Terrano II 2.7 TDi Confort Plus 5p., color verde aguamarina, debido a la fragosidad del único camino que conducía hasta la masía, comenzaron a recorrer los tres kilómetros que distaban desde el núcleo poblacional hasta detenerse en frente del vetusto edificio.
   Poco antes de llegar salieron galopando y dejándose llevar por el alborozo que en ellos infundía el reencontrarse con su dueño, gritando y saltando uno sobre el otro y sin dejar de manifestar su estado de júbilo, un blanco y negro Mastín del Pirineo, de tres años y un peludo Pastor Catalán de capa gris, de dos, entonando ambos los ladridos que efectúan los canes cuando están excesivamente contentos.
   —No morderán, ¿verdad? —consulto acongojada.
   —Solo muerden cuando presienten el miedo en las personas —respondió Juan.
   —Entonces yo no me bajo —afirmó.
   —No te preocupes mujer. Ellos solo muestran su fiereza cuando tienen que defender nuestras pertenencias.
   Al descender del vehículo y comprobar lo cariñosos que se mostraron los «careas» con los recién llegados: su temor desapareció por completo. Meritxell se deleitó durante unos segundos observando en rededor, y se encontraba valorando para sus adentros las extrañas sensaciones que le causó aquel lugar tan desconocido y agradable a la vez, cuando observó que, junto a sus pies una huidiza gallina roja, cuya cabeza y cuello lucían tan pelados como el de los buitres leonados, corría que se las pelaba al ser esta perseguida por dos hermosos y escandalosos gallos. Gallos que, justo en frente de Meritxell, comenzaron a revolotear lanzándose envites, uno contra el otro, intentando clavarse los espolones, al igual que si fueran de pelea. Ella no tenía ni idea del porqué de aquella desagradable situación hasta que, unos segundos después, al ver que la culpable de toda la algarabía estaba esperando tumbada con la intención de que al llegar el vencedor junto ella dejarle posarse encima. La recién llegada fue testigo de cómo, tras el fugaz encuentro amatorio… después de batir enérgicamente sus alas, prorrumpió alternando entre cacareo y cacareo con un reiterado y ensordecedor qui-quiri-quí, como diciendo: «¡Ea!, ahí queda eso», y, tras una distendida y ruidosa carcajada, Meritxell se interesó por aquel caserón, cuya antigüedad constaba en números romanos en mitad de la clave del arco «AÑO Ð MCM» que permitía el acceso a la casona  a través de un portalón de estilo románico que, por el tamaño y las nobles maderas con las que este había sido construido la evocaron en principio al Medievo y después hasta el escenario de una película de época y, más tarde, hasta un lugar donde se habían descubierto infinidad de espeluznantes y horripilantes crímenes que aún estaban sin resolver...
   Meritxell regresó de su abstracción al percibir el sonido que propició Juan al introducir en la cerradura, una enorme y pesada llave de hierro.
   Al observar Alberto la palidez que reflejada en su rostro:
   —Cariño, ¿te ocurre algo?» —consultó, acercándose a ella.
   —Tranquilo mi amor…, no me pasa nada… Es algo que me ha sobrevenido de repente y he sentido en mis propias carnes de manera espectacular…, es algo difícil de explicar… He notado cómo si al entrar en un entorno rural estuviera saliendo de una máquina del tiempo y pudiese respirar la esencia de otras épocas y lugares.
   Juan, enarcando la ceja derecha, se volvió hacia su primo y le consultó con la mirada. Alberto, con sigilo movió la cabeza hacia los lados, y sin pronunciar palabra alguna, se encogió de hombros.
   Al pasar los tres por el umbral de aquella impresionante y destartalada masía, lo primero que la llamó la atención, fue el calor y el delicioso olor que emanaban desde un mismo punto. Lo segundo, valiéndose de la vista comenzó a recorrer cada rincón,  con la misma precisión que lo haría un águila que va en busca de una presa con la que saciar el apetito de sus polluelos, y ayudándose de su fino olfato, tal cual lo haría cualquier lebrel, con la nariz en alto y olisqueando, llegó hasta una de las paredes que estaba recubierta con pequeños y blancos azulejos, donde estaba ubicado un artilugio desconocido para ella y que además de estar capacitado para cocinar los alimentos, también se encargaba de proporcionar una agradable temperatura a aquella descomunal estancia y, junto a esta, dos enormes barreños donde se lavaban y aclaraban los enseres, y, a su lado, un artesanal y rústico escurridor. En tercer lugar, a mano izquierda, se hallaba un amplio aparador que había sido realizado, ¡vete tú a saber cuándo y por quién!, con madera de pino natural y barnizado con un tono caoba y, junto a este, colgando de unos ganchos, se hallaban un caldero de cobre, varias y diversificadas cacerolas, cazos y pucheros de color rojo oxido y alguna, que otra sartén, y, bajo estos utensilios, dos arcones frigoríficos y una vieja nevera donde poder abastecerse de carne, pescado y verduras como si estuvieses en un centro comercial. Siguió curioseando y observó que, en la pared de la derecha, se encontraba el acceso a través de una pequeña portezuela a la despensa donde pendían los apetecibles y deliciosos productos derivados del cerdo… y, descansando sobre las repisas de esta, un número importante de quesos de oveja, unos tiernos, otros curados y el resto a medio curar.
   —¿Os apetece comer algo? —propuso Juan.
   —No. Gracias, ya hemos desayunado al salir de casa —respondió la pareja casi a la par.
   —Está bien, como queráis —dijo al tiempo que les indicaba con un gesto que le siguiesen y, a través de una escalera, accedieron a la parte de arriba de la vivienda.
    El distribuidor de esa planta servía para conducir hasta los cuatro dormitorios. Dormitorios que, además de la espaciosidad, contaban con un voluminoso armario empotrado y una formidable balconada, en cuyo lugar podían estar una docena de personas sin que por ello se sintieran invadidos y  desde allí mismo podían disfrutar de las espléndidas vistas que ofrecían, tanto la fachada que estaba orientada hacia el sur como la del norte, sobre la vasta comarca de Tarragona. Y, una vez instalados los huéspedes en la extensa y austera habitación, tras dejar el equipaje sobre un sillón de mimbre que estaba junto a la cama, después de que los anfitriones les mostraran la casa desde el desván hasta el leñero: un caserón amplio y desvencijado, como los que aún quedan por la comarca de Ribera de Ebro (Tarragona), retornaron a la cocina.
   Juan se había adentrado en la alacena, con un morral colgando del hombro, con la intención de llenarle de vituallas y, tras atrancar la puerta con un rudimentario pestillo de metal, les comunicó que era hora de emprender la excursión que tenía programada para ese día, de una manera tan imprevisible como usual:
   —Arreando que es gerundio.
   —¡¿No esperamos a que regrese Trinidad?! —dijo alzando la voz Meritxell.
   Juan se acercó hasta la cocina económica y, tras comprobar el punto de sal de lo que sobre esta se estaba cocinando, «¡Humm!, esto está diciendo cómeme!» —dijo mientras retiraba el puchero de la fuente de calor y ponía una tapadera encima—. Ella regresará, a eso de mediodía. Cada vez que baja al pueblo no sé cómo se las apaña; pero el caso es que..., cuando no es por una es por otra… ya sabes, siempre aprovecha para darle un poco a la sin hueso.
   —Bien…, pues, siendo así: no se hable más —repuso dando a entender que estaba de acuerdo Alberto.
   Media hora después se encontraban frente a una pequeña y rustica edificación en mitad de un campo repleto de árboles que estaban en plena floración.
   —¡Qué imagen tan preciosa! —exclamó Meritxell.
   —Almendros —respondió Juan, con voz templada—, ¿no lo habías visto nunca?
   —Pues, aunque parezca extraño: la verdad es que no, ¿y aquellos otros?
   —Son algarrobos —dijo volviendo la vista hacia atrás mientras abría la puerta de la edificación— y eso que hay sobre la estantería son las algarrobas.
   —¡Ah! tampoco las he visto nunca.
   —Pero seguro que sí las habrás comido más de una vez sin saberlo.
   —No creo. No suelo comer nada que no conozca previamente.
   —¿Estás segura? —indagó esbozando una leve y sutil sonrisa.
   —Y tanto como que ahora mismo estamos aquí.
   Alberto permanecía en silencio dejando actuar a su primo a su libre albedrío.
   —¿Te gusta el chocolate?
   —Me encanta y es mi perdición —respondió al tiempo que se echaba una mirada de arriba abajo sobre sí misma—, pero sigo sin comprender... qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando.
   —Pues, te diré que prácticamente toda la producción de esta finca va destinada a la manufactura de empresas chocolateras y cosméticos, ya que son de calidad suprema..., y el resto se aprovecha para la preparación de piensos compuestos para animales..., y en tiempos de escasez formaba parte de del menú de las personas.
   —¿Se pueden comer crudas?
   —Por supuesto, pero hay que tener cuidado con los pipos. Toma un cacho y pruébalo.
   Meritxell se introdujo el trozo de algarroba en la boca y estuvo paladeándola durante unos minutos.
   —¿Qué tal, cariño?, ¿a qué te saben? —curioseó Alberto.
   —¡Humm!, la pulpa me resulta un poco gomosa; pero el sabor es dulce y agradable.
   —Bueno, pues, como dice el refrán: «Nunca te acostarás sin saber alguna cosa más», o algo por el estilo —señaló Juan, luciendo una amplia sonrisa que dejó al descubierto la palidez  de sus dentadura.
   Salieron de la estancia y pasearon por la inmensidad de la finca durante más de una hora.
   —Estos árboles, a pesar de que nunca los he visto si sé lo que son —señaló Meritxell, tratando de hacerse la entendida.
  —Cariño, ¿estás segura de lo que dices?
  —Sí, por supuesto que sí. Ya sabes cuánto me gustan a mí las aceitunas… así que son aceituneros —dijo al tiempo que cogía una y se la introducía en la boca—. ¡¡Puaj!!, ¡por Dios!, ¡¡¡buf!!!, ¡qué amargosas que están!
   Alberto y su primo, sin poder evitarlo, rieron a mandíbula partida durante unos minutos.
   —Pero ¿cómo se te ocurre? —dijo estando más calmado, Juan—, las aceitunas requieren de un proceso de endulzamiento previo al aderezo y no, tampoco se llaman aceituneros, sino olivos.
   —Esto me pasa por ser atrevida; pero no os preocupéis, que de aquí en adelante: ante cualquier duda preguntaré antes de precipitarme.
   Al terminar de hablar esta, durante unos minutos, rieron los tres como verdaderos posesos.
   —Bueno…, qué…, habrá que ir a echar un bocado —propuso Juan.
   —La verdad es que, no sé si me atreveré a probar nada, visto lo visto…       —alegó Meritxell con tono jocoso.
   —No te preocupes querida prima: puedo dar fe de que lo que viene en el morral, además de haber sido previamente procesado, se ha degustado una pequeña porción.
   Al retornar del paseo y adentrarse en la edificación, Meritxell tuvo la sensación de que esta era más grande de lo que a primera vista se apreciaba desde fuera. Y, como hiciera en la casa principal, recorrió con la mirada aquel recóndito y austero lugar donde no había más que lo meramente imprescindible: una amplia y rustica mesa rectangular, dos bancos de iguales características flanqueando los costados de esta, un pequeño aparador junto a una de las encaladas paredes —todo ello realizado de manera artesanal por él mismo en madera de algarrobo— y, sobre un rincón, una pequeña chimenea, y junto a esta un montón de leña bien seca y apilada, en previsión por si un día amanecía frío o por si hubiese que cocinar algo.
   Unos minutos después, Juan depositó sobre la mesa un  generoso taco de jamón, un tercio de queso de oveja, de media curación, una ristra de chorizo, un trozo de panceta adobada y una hogaza de pan casero… y sacando una garrafa de vino de detrás de unos aperos de labranza que había sobre una de las encaladas paredes, haciendo un gesto con la mano invitó a sus acompañantes a que se sentasen a la mesa para dar cuenta de las apetecibles, deliciosas y olorosas viandas que desde los platos gritaban con energía y desesperación: «cómeme… cómeme… cómeme». Y, tras la degustación y saborear el delicioso y pegadizo vino tinto, sin darse cuenta del tiempo transcurrido: se hizo la hora de regresar.
   Al retornar el camino con dirección a la masía, Juan divisó a lo lejos a su esposa y, con el 4x4, partió al encuentro. Al llegar a su altura, detuvo el vehículo y se bajaron los tres. Y, una vez concluido el protocolo de saludos y cortesías implícitas en las normas cívicas, antes de reemprender la marcha, Meritxell decidió continuar el camino a pie con la intención de acompañar a Trinidad y a Margarita, la burra que utilizaba la prima cada vez que tenía que desplazarse hasta el pueblo en busca de provisiones.  Alberto y Juan lo harían en el Nissan, aprovechando el tiempo del recorrido para hablar de sus cotidianidades.
Margarita, a pesar de que guardaba un enorme parecido con el Asinos europeus nada tenía que ver con la especie, ya que ella: era de pura raza catalana. Era una burra de grandes proporciones, así lo evidenciaban su más de 1,60 m. desde el casco hasta la cruz y los 365 kilos que había testificado la báscula de la almazara la última vez que estuvieron allí…, aprovechando que de manera mecánica se había subido en esta: «¡Ea!, ya que así lo ha decidido: veamos cuántas arrobas pesa», propuso Juan, al almazarero.
   —¡Vaya!, pues, sí que engaña la jodida —exclamó el empleado al ver lo que indicaba el tique de tara.
   —¡Hombre!, tampoco es para tanto… —repuso Juan saliendo en defensa de la borrica—, date cuenta que está aparejada y entre la albarda y la cabezada: qué menos que veinte kilos habrá que descontar.
   —Sí, claro –respondió rápidamente el empleado sin necesidad de tener que utilizar ni lapicero ni calculadora—, pero, incluso así: estamos hablando de 30 arrobas ¡Qué no es moco de pavo!, y, por si no te has dado cuenta, te recuerdo que estamos hablando de un asno y no de un elefante.
   Margarita, a pesar de su carácter energético y temperamental se mostraba atenta y cariñosa tanto con las personas como con los animales de su entorno familiar, le encantaba que le rascasen entre sus «orejotas» y, cuando esto sucedía, su hocico se retraía tratando de evidenciar lo agradecida que estaba a través del esbozo de una sonrisa.
   Margarita caminaba —justo delante de Meritxell— con el ramal recogido sobre el cuello, como si de un fular se tratase, por aquella angosta, escarpada y retorcida senda que tantísimas veces habían recorrido su ama y ella.
   —Hay que ver, desde que he llegado a este lugar no he dejado de sorprenderme.
   —¿Cómo así, prima?
   —No entiendo que, teniendo un burro a tu disposición, vayas caminado.
   Margarita, que hasta entonces su única preocupación había consistido en tener que  decidir si pegar un mordisco aquí o allá, en pos de lo apetecible que le pareciesen los herbáceos manjares que se hallaban a ambos lados de la vereda, aminorando la marcha, levantó la cabeza tanto como le permitió su largo cuello y, con la oreja izquierda dirigida hacia adelante y con la derecha hacia atrás, cómo si intentase descubrir que habría detrás de aquellas malsonantes palabras que acababa de pronunciar aquella desconocida, continuó caminado como si tal cosa; pero eso sí, con la oreja vuelta, por si acaso...
   —Vayamos por partes. En primer lugar, cuando me casé y vine a vivir a la masía, y de esto hace ya la friolera de veinte años, Margarita ya estaba integrada en la familia… —Sin poder evitar que sus ojos se humedecieran, prosiguió con sus argumentos—. Y, si quieres disfrutar al máximo de la compañía de un animal, objeto o persona… cuando estos envejecen hay que tratarlos con mucho tacto, cariño y librarles de  todas las causas y cargas que puedan minar su bienestar —Hizo una pausa  y, tras enjugarse los ojos con un pañuelo—: y, en segundo lugar: ¿te has dado cuenta del tipo que tengo? —dijo señalándose de arriba abajo con la mano derecha.
   —Sí, sí, ya me he dado cuenta que te conservas muy bien.
   —¡Cómo esto siga así no sé a dónde iremos a parar con tanto modernismo! ¡Y lo que aún es peor! —exclamó llevándose ambas manos a la cabeza, en claro ademán de desesperación—, como nadie ponga empeño en ello: acabaran extinguiéndose.
   —¿El qué, prima?
   —Parece como si los que nos gobiernan ignorasen el daño que nos están causando tanto con la maldita industrialización como con el modernismo… y no creas que me estoy refiriendo solo a las personas... Antes, cuando los burros abundaban y estos acompañaban a los rebaños de cabras, ovejas y ganado vacuno... y todos andaban pastando a su libre albedrío por las dehesas y los montes: entre unos y otros se encargaban de mantenerlos limpios de pastizales y maleza..., y como consecuencia de ello: contribuían a evitar los incendios de toda la extensión geografía española ¿Acaso creen que pueda existir algún sistema preventivo más económico y eficaz?
   —Pero tendrás que entender, prima, que todo en la vida tiene que avanzar… sin mencionar a nadie más, y por ponerte un ejemplo, en mi caso particular, de no ser por mi ciclomotor, además de llegar tarde al trabajo, estaría como vendida, ¿te imaginas lo cómodo y rápido que te resultaría bajar de la masía al pueblo, de hacerlo motorizada?
   Margarita, revolviendo la oreja izquierda hacia atrás por lo que acababa de entreoír, con sigilo fue alzando el rabo y, como aquel que no quiere la cosa, dando rienda suelta a su esfínter: se liberó ruidosamente de todo el aire que henchían sus intestinos.
   —¡¡¡Puaj!!!, ¡qué hija de puta!, ¡se ha peído en toda mi cara!
   Margarita continuó su marcha, como si tal cosa, y, alzando su voz: «¡Hiaaa, hiaaa! ¡Hiaaa, hiaaa! ¡Hiaa, hiaaa! —dijo replicando la actuación de quien la precedía
   —¡Vaya!, parece ser que la muy puta no ha tenido bastante y ahora, además, para su propio regocijo: tengo que aguantar sus risas.
   —La culpa no es de ella, sino mía y te ruego que me perdones: se me olvidó advertirte que las caballerías  cuando avanzan por terrenos que requieren de un esfuerzo físico, lo primero que hacen es reunir las fuerzas donde más lo necesitan y para ello se desprenden con facilidad de sus gases y excrementos.
   —No es necesario que salgas en su defensa Trinidad... Y, a pesar de que soy de ciudad, entiendo que al igual que nosotros tienen necesidades fisiológicas. Pero tendrás que admitir que no es plato de buen gusto recibir semejante pestilencia y, precisamente, justo cuando necesitaba llenar de aire mis pulmones.
   Alertados por el alboroto que formaron los canidos, Alberto y Juan salieron de la masía para recibir a sus respectivas parejas.
   —¿Qué os pasa con ese barullo que os traéis? —curioseo Alberto con tono agradable.
   Meritxell comenzó a narrar con todo lujo de detalle y valiéndose de exagerados aspavientos consiguió que todos se contagiasen de su inesperado ataque de risa.
   —¿Pasamos a comer o qué? —preguntó Trinidad.
   —Yo estoy llena —repuso Meritxell pasándose la mano a la altura del estómago.
   —También estoy servido —objetó Alberto imitando el gesto de su esposa.
   —Yo comeré algo, aunque solo sea por acompañarte —respondió Juan.
   —Cariño, tampoco hace falta que te sacrifiques tanto por mí. Entiendo que echado un bocado a media mañana ahora no os apetezca comer. 
   Al terminar Trinidad de comer, tomando café y una copita de licor y los tertulianos pasaron la tarde intercambiando opiniones sobre la vida, los gustos personales, la familia, la Ciudad Condal, y, sin ser conscientes del transcurso del tiempo, llegó la hora de cenar…
   —Bueno, qué, ¿echamos sopas o comemos? —propuso Trinidad con tono afable.
   —Comemos, comemos —respondió Juan—. ¡Qué tengo más hambre que los pavos del tío Manuel!
   —Nosotros vamos a cenar parte del cordero estofado que había preparado para mediodía      —informó Trinidad—, me imagino que será mucho para vosotros a estas horas, ¿verdad?
   —Por las noches, en casa solemos cenar algo ligerito, una tortilla francesa, sándwiches vegetales o de jamón de York y queso… —informó Meritxell.
   —Pues, aquí os puedo preparar unas tortillas y queso fresco y algo de picoteo, aceitunas, almendras y poco más —repuso Trinidad.
  Después de consultar con la mirada a Alberto.
  —Tomaremos tortilla y queso.
   Trinidad fue en busca de los huevos a la alacena y del frigorífico sacó medio queso fresco y regresó junto a la cocina.
   —Deja, no te molestes. Las tortillas las puedo hacer yo misma prima.
   —Bien, como quieras… ahí en el escurridor hay platos y en el aparador están los cubiertos.
   Al cascar los huevos para batirlos a Meritxell se le escapó un chillido.
   —¡Hala, hay uno con dos yemas!
   —Salen bastantes —añadió Trinidad, mientras retiraba del fuego las porciones de estofado que había separado previamente de la cazuela grande —tenemos seis gallinas que los suelen ponerlos con esas características.
   —Qué distintos son a los que compramos en Barcelona —dijo al observar el naranja fuerte de las yemas.
   —Estos no tienen tanto colesterol como los de granja —respondió con orgullo Juan.
   Un rato después, sentada a la mesa.
   —¡Humm!, las tortillas están deliciosas y que conste que no lo digo porque las he hecho yo, sino por su sabor... ¿Y por qué tienen menos colesterol?
   —La alimentación es la base fundamental, recuerda que animales y personas somos lo que comemos, y las cosas naturales carecen de tantos potingues como se echa a los piensos para el ganado y los conservantes y, ¡vete tú a saber!, cuantas inmundicias comeremos sin ser conscientes de lo nocivas que puedan resultar para nuestro organismo.
   —Bueno, cariño… cállate un poco y déjanos cenar tranquilos —sugirió con tono amable Trinidad.
   Terminaron de dar cuenta de los platos a degustar y Meritxell se ofreció a ayudar a Trinidad a fregar y recoger todo antes de volver a reunirse en torno a la mesa para relajarse e intercambiar opiniones con respecto a los pros de vivir en el campo y los contras de hacerlo en la ciudad… y dos horas después, tras desearse mutuamente «felices sueños y que paséis buena noches», los cuatro se fueron a dormir.
   La austeridad de la habitación era tan pronunciada que Meritxell no tuvo que invertir más de medio minuto para darse cuenta que el conjunto estaba formado por un armario empotrado, donde se hallaban perfectamente dobladas y colocadas un par de juegos de blancas sábanas y tres o cuatro mantas de pura lana en color hueso, decoradas con dos estrechas franjas en marrón, un altísimo lecho de matrimonio, cuyo cabecero y  pie de cama estaban realizados con algún material que, aun si ser de forja se asemejaban bastante a esta, embellecidos con adornos  de metal dorado y, por encima del cabecero, realizada en escayola una pequeña réplica de la Virgen del Claustro.
   Las paredes, pintadas de azul pastel le hizo pensar que tal vez se debiera a que los primos lo hicieron proyectando que algún día la familia se incrementaría, y que, al final, después de los años transcurridos desde que estos se habían casado: ya daban por finiquitado el asunto con respecto a los tonos azules, los rosas y la descendencia.
   A eso de media noche, dando por hecho que los anfitriones estarían dormidos, la cama donde se hallaba la joven pareja comenzó a emitir un chirrido que puso sobre aviso de que ambos estaban entregados en cuerpo y alma al placentero y gozoso arte de amatorio.
   —¡Vaya!, parece que lo han cogido con deseo —susurró irrumpiendo el silencio Trinidad.
   —Déjalos que gocen y se aprovechen ahora cuanto puedan, que con el paso del tiempo: ya lo irán dejando al igual que lo hemos ido haciendo los demás, ¿o es que ya no te acuerdas cuando teníamos su misma edad?
   —Sí, claro. Recuerdo aquellos días en que lo hacíamos tantas veces como días tiene una semana, y ahora quedamos satisfechos con hacerlo una sola vez cada siete días.
   —Los años no pasan en «balde» para nada ni nadie, cariño mío… y los próximos que cumpla serán 55.
  —No, no, mi amor, si yo no te estoy recriminando nada: afortunadamente para mí, me siento realizada como mujer y persona y, en gran parte, te lo debo a ti.
   —Gracias por hacérmelo saber, cariño. No hay mayor satisfacción para el ser humano que se precie, que, cuando alguien está intentando hacer las cosas lo mejor que puede, le sea reconocido: no hay dinero suficiente en el mundo para igualar el cumplido.
   Alrededor de las tres de la mañana, Meritxell se despertó con una perentoria necesidad de evacuar aguas menores y, procurando no hacer más ruido del necesario, buscó a tientas con los pies las cómodas pantuflas que había dejado bajo la cama justo antes meterse entre las blancas y frías sábanas. No le importó lo más mínimo el tener que lanzarse a la aventura a oscuras, ya que desconocía por completo la ubicación de los interruptores y, con más miedo que patas tienen los mil pies, comenzó a bajar las escaleras en penumbra. Y, si por si eso fuera poco, a cada paso que daba le seguía un pequeño crujido que no servía más que para incrementar la incertidumbre y aumentar notoriamente su ritmo cardiaco. Al llegar al último peldaño, al comenzar a caminar sobre aquellas baldosas cuyos dibujos y formas geométricas, a las claras del día, le habían hecho imaginar que estas  formaban  parte de un mosaico que remedaba a las preciosas y vistosas alfombra persas, el silbido que emitían las tejas al ser atravesadas por la ferocidad del insomne y trasnochado viento, que parecía haberse puesto de acuerdo con los muebles y las sombras que acechaban en la oscuridad, le hicieron ver que estas se iban transformando poco a poco y que cada vez estaban más cerca: creyó a ciencia cierta que lo único que pretendían era atraparla. De repente, notó como si su corazón quisiera salirse del pecho…, un nudo en su garganta se había empeñado en impedir el paso al aire que demandaban sus pulmones, un sudor tan extraño como desagradable se apoderó de su frente y, al sentir cómo un escalofrío le recorría el cuerpo de arriba abajo, comenzó a desandar el camino que  hasta allí había recorrido… y, sin importarle ni el ruido ni si despertaba a los demás o no, subió las escaleras con tanto miedo y celeridad  que ni siquiera fue consciente de que su perentoria necesidad había cesado de repente, al haber sido liberado el amarillento, húmedo y tibio líquido que a través de sus piernas se había ido deslizando a su libre albedrío, quiero decir: «que se meó por las patas para abajo, vamos».
   Al llegar a la habitación, cayó en cuenta de que si se había levantado era debido a algo, fue entonces cuando se percató de todo cuanto había acontecido en tan desventurada acción y, tras desprenderse con sigilo de todo cuanto estaba mojado, recogió una toalla que previamente había sacado y colocado sobre el sillón de mimbre justo antes de acostarse y, con ella, se secó las piernas y sus partes más íntimas y, seguidamente, después de ponerse una braga limpia, se metió en la cama como si nada hubiese ocurrido.
   A eso de las nueve y media, los jóvenes invitados bajaban en silencio y, olisqueando una estela invisible como lo haría cualquier animal, se adentraron en la cocina siguiendo el agradable aroma a café recién hecho, que desde aquella estancia desprendía un rojo, tiznado y oblongo puchero cuyo único asa lateral presentaba un desconchado que evidenciaba que este habría sufrido algún que otro percance.
   —¿Trinidad? —dijo con voz altiva Alberto.
   —Estoy en el baño…, ahora mismo salgo.
   —Nada, nada. Tranquila. Era solo por saber si había alguien en la casa.
   —¿Qué tal se ha pasado la noche? —dijo a modo de saludo, desde al otro lado de la puerta de la cocina.
   —Buenos días prima —Sonaron las dos voces a la vez.
   —¿No habéis extrañado la cama?
   —La verdad es que yo caí en coma al poco de acostarnos —respondió Alberto tratando de justificar los inoportunos chirridos manifestados por el acusador somier.
   —A mí me costó un poco más; pero una vez que cogí el sueño, hasta ahora y porque me ha despertado él —alegó Meritxell, señalando con el mentón hacia su marido.
  —Y, el primo, ¿dónde anda? —consultó Alberto.
  —Estará al caer ya, porque hace como media hora que ha terminado de ordeñar a las veinte ovejas que tenemos y tan solo le faltaba echar el pienso en los comederos y llenar de agua los bebederos que están dentro del prado que hay vallado en la parte de atrás de la casa, y pasar por el gallinero, para otro tanto de lo mismo, y recoger los huevos que pusieran ayer tarde.
   —Pues, ¿a qué hora os habéis levantado?
   —A la misma de todos los días, sobre las cinco más o menos: es la única forma de que nos dé tiempo a hacer todas las gestiones que conlleva el vivir en el mundo rural.
   —¡Hombre! Juan, si antes te mencionamos antes apareces —exclamó Meritxell.
   —Hola, buenos días —respondió con manifiesta alegría—. Quiero imaginar que sería para bien, ¿verdad?
   —Pues, no te creas que te estábamos dejando muy bien parado… —insinuó con tono festivo ella.
   Juan se dirigió al cuarto de baño y, tras «cambiar el agua al canario», y lavarse las manos con un trozo de jabón casero, se adentró en la despensa y, seguidamente, condujo sus pasos hasta la cocina económica. Alzó el brazo para descolgar de la pared una sartén onda y jaspeada, de esas antiguas de dos asas, y la puso encima de la placa, echó un generoso chorretón de aceite de oliva Virgen y cuando este alcanzó la temperatura óptima, tras cascar contra su borde un par de huevos y freírlos, una vez que los retiró del candente líquido, agregó un par de trozos o tres de chorizo rojo y  la estancia se llenó de un momento para otro de aquel sencillo pero a la vez tan apetecible manjar. Regresó junto a la mesa dónde los huéspedes comenzaban a tomarse un tazón de café que les había preparado Trinidad, antes de ir a recoger la ropa que tenía tendida desde el día anterior en el desván.
    —Si os apetece estáis a tiempo —dijo ofreciéndoles el plato.
    —¡Ufff!, cualquiera se mete eso ahora… —repuso Meritxell haciendo un gesto negativo con la cabeza.
   —Gracias primo, pero la verdad es que a estas horas un cafecito y poco más.
   Juan se levantó a por una hogaza y asió también una botella de aceite y, tras cortar un par de rebanadas, sobre una de ellas fue esparciendo un hilo del oro líquido.
   —Toma y disfruta de estos sabores tan puros y beneficiosos —le ofreció e indico a Meritxell.
   —Eso si lo voy a degustar —respondió al tiempo que extendía su mano derecha para recoger el ofrecimiento—. Según tengo entendido es muy saludable y me apetece comprobarlo.
   Sin perder ni un segundo más, se lo llevó a la boca deseosa de descubrir a que sabía.
   —¡Humm!, está bastante mejor de lo que me había imaginado. ¡Está delicioso!
   —Me alegro por ti prima. Además de lo bueno y nutritivo que es, viene muy bien para la salud. Lo que es a mí, me va de maravilla.
   En esos momentos regresaba del desván Trinidad.
   —Bueno, a ver si vamos jarreando: «Que de noche nos vamos todos a Madrid, pero cuando llega el día aún seguimos aquí».
   —Perdona prima, pero no capto la indirecta. Sé que va por algo, pero ahora mismo como que no tengo ni idea.
   —¿Ya no os acordáis en lo que quedamos anoche?
   —Sí, claro que nos acordamos: no estamos tan desmemoriados.
   Alberto miró su reloj y tras comprobar que eran las diez y cuarto.
   —Yo sí la entiendo, según acordamos a estas horas deberíamos de estar de camino hacia el lugar que íbamos a visitar.
  —¡Ah!, si es por eso: yo, ya estoy preparada.
   —Pues, venga: no se hable más —indicó Juan poniéndose en pie y, después de recoger la mesa, se dirigió hacia donde estaban los barreños y, tras fregar lo cubiertos que se habían utilizado para el desayuno—: Arreando, que es gerundio —gritó.
   Tres cuartos de hora después, dejando atrás el núcleo poblacional e incorporándose a un camino de tierra, bastante adecentado, por cierto, llegaron al destino:
   —¡Hala!, ya podéis bajaros —indicó Juan, con la intención de dejar estacionado el todoterreno ocupando la mitad de la cuneta para dejar la vía libre y no obstaculizar el tránsito rodado.
   Al descender del vehículo, a eso de las once, frente a ellos, a unos cincuenta metros, destacaban sobre todo el conjunto y a ambos lados del camino, dos torres de defensa pentagonales que custodiaban y permitían el acceso al extenso yacimiento ibérico (superficie cercana a los cuarenta y dos mil metros cuadrados). Unos minutos después, los cuatro se adentraron en el poblado y Juan, a modo de guía turístico, comenzó a narrar con todo lujo de detalles lo que almacenaba en su testa:
   —El llamado Tesoro de Tivisa fue descubierto realmente en mil novecientos veintisiete y está formado por cuarto páteras de plata dorada y dos collares; aunque, anteriormente, en mil novecientos doce, aparecieron un conjunto de pendientes, pulseras, anillos y monedas... y, en mil novecientos veinticinco, un par de bueyes de bronce. Muchas de las espectaculares piezas arqueológicas localizadas en el asentamiento se encuentran actualmente en el Museo de Arqueología de Cataluña, en Barcelona.
   A medida que transcurría el tiempo y avanzaba la interesante y caudalosa información, la intensidad de la voz de Juan fue disminuyendo hasta el punto de llegar a pasar inadvertida para los oídos de Meritxell… De súbito, el espacio se llenó de rumores, de animales y de gentes que iban de aquí para allá. Por un lado, vestidos con un traje de tela con ribetes rojos, al más puro estilo de los romanos, los guerreros se estaban preparando para algo; por el otro, con una especie de peineta sobre un trabajado moño y cubierto todo por una mantilla, se paseaban con tanta parsimonia o más que un camaleón, un par de sacerdotisas que semejaban la viva imagen de La Dama de Elche.  La paz y el sosiego que reinaba entre aquellas gentes que conversaban apaciblemente unos, y, construyendo vasijas otros, que adornaban con todo tipo de animales y escenas de caza fueron irrumpidos, sin previo aviso, por la algarabía que hizo que todo diese un giro de más de 180º.  En lo alto de las geométricas torres, aullaban lastimosamente, y a la par, una pareja de lobos que hacían presagiar que algo no iba bien. El estrepitoso relinchar de los ahora temerosos corceles evidenciaba un nerviosismo desaforado y, «como por arte de magia», los nobles y hasta entonces pacíficos guerreros se habían transformado por completo.
   Los aguerridos íberos, unos ataviados con las telas descritas en párrafo anterior, calzando unas alpargatas que se ataban a los pies y hasta las piernas y cubiertos con el sagum —una prenda de lana utilizada en invierno— para protegerse del tan fugaz y variable cambio climático y los otros con las piernas y los pies enfundados en una especie de botas de piel y pelos de animal. Unos y otros corrían blandiendo en alto sus armas con una única dirección e intención: dar alcance a quienes ladera abajo huían al igual que los que lo hacen para librarse de ser quemados, quiero decir, despavoridamente. Aquellos extraños seres que vestidos en concordancia a la época en que se halla ubicado el primer cuarto del apenas recién pasado siglo. A diferencia de los unos y los otros, el objetivo principal por el que estos galopaban con tanta angustia y desesperación no era otro que el de ponerse a salvo de sus «enemigos» y, a pesar de que iban cargados como bueyes con los tesoros más preciados de quienes trataban de capturarles y, por lo que estos intuían,  no con muy buenas intenciones…, sus ágiles piernas les permitieron arribar hasta una embarcación que, además de lucir en lo alto del palo mayor una ondeante y negra bandera cuya implícita simbología me voy a permitir obviar,  estaba anclada en la misma orilla del río que goza de tener la fama de ser el más caudaloso de toda la Península Ibérica. Entre el poblado y la embarcación mediaban ciento quince metros de distancia y, entre la realidad y la ficción, la friolera de casi cuatro horas.
   —Meritxell —gritó acongojado y reiteradas veces Alberto—, ¿te ocurre algo?
   Esta permanecía inerte, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda, con la mirada centelleante y, de la comisura del labio inferior de la entreabierta boca, pendía un fino y viscoso hilo de saliva.
   —Cariño, Cariño. —Insistía Alberto, al tiempo que la agarra de ambos hombros y la zarandeaba con sumo cuidado.
   —¿Qué?, ¿qué pasa?, ¿qué son esos gritos?
   —Me has asustado, cariño —respondió con voz trémula—. Ha sido terminar de hablar Juan y al volverme hacia ti y verte en ese estado tan…
    —No, no. Tranquilo mi amor: es tanto el sosiego que aquí se respira…, que, sin darme cuenta, me he dejado llevar por mis pensamientos hasta donde estos han querido.
   Juan y Trinidad se miraron a los ojos y, ante semejante situación, y, sin nada que decir ni objetar, se encogieron de hombros dando el asunto por zanjado.
   —¡Jo!, como pasa el tiempo —repuso Meritxell al sentir lo vivido como algo efímero. 
   —Sí, que ya va siendo hora de regresar…
   —¿Perdona?... ¿cómo dices? —consultó fijando su mirada en los ojos garzos y grandes de Juan, cuyos párpados llamaban la atención por tenerlos marchitos y enrojecidos, como suelen tenerlos las personas que leen mucho o viven la vida de prisa.
   —… a la civilización —afirmó Juan poniendo rumbo hacia el Nissan.
   Al llegar al núcleo poblacional y detener el vehículo bajo un árbol.
   —Cariño, ¿dónde vamos ahora? —susurró más que habló Trinidad.
   —Siendo la hora que es y aprovechando que estamos junto al bar, ¿se os ocurre otra cosa mejor que entrar a comer?
   —¡Lo que hay que ver, Señor mío! —dijo alzando la voz, Trinidad—, a pesar de los años que llevamos juntos aún consigues sorprenderme.
   Alberto y Meritxell, actuando de igual forma que hicieron en la página anterior Juan y Trinidad…
   —Y eso, según tú propio criterio, ¿qué quiere decir?, ¿que es bueno, malo?
   —Eso, cariño mío, quiere decir lo que he manifestado sin más: ya sabes que yo no soy de andarme por las ramas.
   Una vez que dieron cuenta del variado menú del día y tomar café en la sobremesa, tras abonar la cuenta el mismo que conducía y hacía de anfitrión, propuso retornar al punto de partida y los demás asintieron con diferentes gestos. Y, a eso de las cinco y media, fueron recibidos con todos los honores por: una veintena de baladoras ovejas, los efusivos y variados ladridos de los dos canes y el inconfundible y poderoso rebuzno de Margarita.
   —¡Qué graciosos! —dijo con voz altiva Meritxell—, parece como si todos a la vez nos quisieran saludar.
   —Parece no: es lo que están haciendo —aseveró Trinidad, mientras se dirigía hacia el vallado para dejar en libertad a los que tras este se encontraban.
   —¿Y las gallinas dónde están? —curioseó Meritxell.
   —Estarán a punto de meter la cabeza debajo del ala y echarse a dormir.
    Pasaron al interior de la vivienda y mientras que Alberto y Meritxell subieron a la habitación para recoger sus pertenencias, Juan entró y salió un par de veces de la masía para dirigirse hasta el vehículo.
   A eso de las ocho y media terminaron de tomar un poco de sopa y unos filetes de ternera que Trinidad había dejado en el frigorífico tras sacarlos del congelador antes de salir de excursión, con la intención de freírlos a la vuelta.
   —Bueno, la verdad es que se está muy bien aquí, pero habrá que ir pensando en regresar a Barcelona —sugirió Meritxell después de haber consultado su reloj de pulsera.
   —Pues no se hable más —indicó Juan poniéndose en pie con tanta agilidad como lo haría un gato, a pesar de su corpulencia…
   —Si esperáis un poco, os acompaño —sugirió Trinidad.
   —¡Faltaría más, cariño! —exclamó Juan.
  Diez minutos después, llegaban junto al Opel y se apearon del 4x4.
   —¡Valla!, ¿no hay luz en la plaza? —exclamó Meritxell.
   —Se habrá ido —respondió Trinidad—. Hace tiempo que viene dando problemas el transformador y en ello están, pero ya sabes...: «las cosas de palacio van para despacio» y en los pueblos aún más.
   —No cierres aún el maletero —indicó alzando la voz Juan, mientras Trinidad y él se dirigían a la parte trasera del Nissan.
  Alberto y Meritxell se miraron durante unos segundos y se encogieron de hombros.
   —Pero ¿qué traéis ahí? —preguntó Meritxell.
   —Nada, un pequeño detalle en agradecimiento a vuestra visita —especificó Juan.
   —No era necesario tomarse tantas molestias: somos familia —repuso Alberto.
   —Pues, más a nuestro favor —reafirmó Trinidad secundando a su esposo.
   —Bueno, venga… —comunicó Juan—, que a nosotros no nos gustan las despedidas y, a vosotros, aún os quedan más de dos horas de recorrido para llegar a casa.
  Después de abreviar el protocolo de reencuentros y despedidas entre familiares amigos y conocidos, la joven pareja se acomodó en los asientos y, tras abrocharse los cinturones de seguridad, bajando de manera manual los cristales para despedirse con las manos «pero eso sí, en cuanto que lleguéis hacernos una llamada para quedar tranquilos»—dijo Juan—: «cuenta con ello primo» —dijeron los dos casi a la par y a la vez que emprendían la marcha.
   Veinte minutos después, se unieron al tráfico que rodaba por la AP-7.
   —¿En qué piensas, cariño? —indagó Alberto.
   —En todos y cada uno de los maravillosos momentos que hemos vivido y compartido este magnífico y sosegado fin de semana... He disfrutado tanto de estos dos días... que incluso he notado como si el tiempo se hubiese detenido para dejarme saborear las fragancias que pululan por ese aire tan puro... Es tan difícil de explicar… he sentido como si la quietud del campo se pudiese percibir a través de las fosas nasales y escuchar la tranquilidad de la esencia de las gentes que en él viven… de cómo encaran su día a día con otro talante que los que vivimos en la ciudad… sus mentes serenas y paladear el agradable sabor de tomarse la vida de otra manera.
   —Cariño, me dejas perplejo. Nunca lo hubiese imaginado y más sabiendo lo del percance con Margarita.
   —He de decirte que a pesar de lo poco que les gusta hablar y expresar sus emociones en público… me he sentido muy cómoda con ellos... Me he dado cuenta de lo atentos, generosos y sinceros que se han mostrado... y se percibe que son muy felices.
   —Bueno, cariño. Ahora ya sabes que en mi familia nos viene en los genes.  Es algo que nos dejó en herencia nuestro queridísimo y extrañado bisabuelo por parte materna. Prudencio tenía este por nombre y puedo dar fe de que era un hombre cabal. Todos los que le conocían le guardaban respeto, y no solo se descubrían ante él cuando coincidían en cualquier sitio, sino que además le reverenciaban.  Ante aquella galantería siempre les decía lo mismo: «Os agradezco el saludo, pero, ¡por favor!, os ruego que no me hagáis sentir ridículo». Pero ni así, con sus buenas formas, logró convencerles y, al final, él, para no ser menos, les respondía de igual manera. Vivió tan acorde a su nombre que, la prudencia le permitió disfrutar de más de 100 años, en concreto hasta los 103, con sus noches y sus días. En la tarde-noche del 31 de diciembre de 1977, tras tomarse un vaso de leche que le ofreció su nieta Carmen, su corazón se fue apagando y en un suspiro se fue: sin darles tiempo a enterarse ni a él ni a su descendiente.
   —¡Qué historia más bonita! Cariño, ¿te imaginas si llegásemos nosotros?
   —En cuanto a la felicidad de los primos, creo que se debe a que están tan integrados en este medio que ni siquiera necesitan de entrar en los bares ni de acudir a los supermercados y no es por no gastar dinero, sino porque no forma parte de su forma de percibir la vida, ellos aman y respetan a la naturaleza, a los animales y a todo cuanto les rodea… y, se muestran ante los demás agradecidos de la vida que les ha tocado vivir.
   —Quiero algo así para nosotros —dijo Meritxell con voz melosa.
   —Todo se andará cariño...
   El tiempo se fue tan rápido que cuando quisieron darse cuenta estaban bajándose del vehículo en el interior del garaje. Al abrir el maletero para recoger el equipaje observaron que junto a un saquete de tela en cuyo interior había tres quesos, uno de ellos fresco e introducido en una tartera de aluminio cerrada herméticamente, cuatro ristras de chorizo rojo, una garrafa de boca ancha (con capacidad para diez litros) rellena hasta el mismísimo brocal de aceitunas aliñadas, al gusto por Trinidad, y otras dos de aceite de oliva Virgen de su propia cosecha, molturadas en un pueblo cercano, y en una antiquísima pero bien conservada huevera de alambres, tres docenas de frescos y hermosos huevos camperos.
   Trinidad y Juan se encontraban recogiendo todo cuando sonó aquella reliquia de aparato que gozaba de ser el primer teléfono que había sido instaló en aquella apartada zona.
   —¿Sí? ¡Dígame! —pronunció Juan.
   —Qué ya hemos llegado —respondió Alberto.
   —¡¿Ya?!, joder… pues sí que le has dado fuerte: no os hacía en casa hasta dentro media hora.
   —El GSI 1.8 de inyección directa no está preparado para el campo, pero en autopista ya pasa de los 220 km/h. si le pisas a fondo, pero vamos, que no he pasado de 180.
   —Bueno, bueno, qué más da el cómo: lo importante es que estáis en casa sanos y a salvo.
  —Venga, primo, no te entretengo más que las cinco dan enseguida. Muchos besos y gracias por todo.
   —Besos, igualmente y gracias por la visita.
   —Adiós, adiós.
   —¡Eh!, cariño no te demores mucho que tengo ganas de ti y te estoy esperando —dijo Meritxell a media voz y tumbada en la cama como si estuviese emulando a la Maja Desnuda, de Francisco de Goya y Lucientes.