lunes, 10 de octubre de 2016

Capítulo II, episodio 14, En el Fondo del Mar...



29 de abril de 2009, seis y media de la mañana, en el garaje de los Doménech-Capdevila.
   —Está todo, ¿verdad? —consultó Alberto.
   Meritxell rodeó el Avant hasta situarse frente al maletero con la intención de cerciorarse.
   —Sí, cariño. Por mí, cuando quieras.
   Una vez que la unidad familiar se acomodó en el interior del vehículo, Alberto introdujo en el GPS los datos que le había facilitado unos días antes Andrés Caparrós, esperó a que se cargasen la ruta y el mapa, seleccionó la opción sonido y, sin más preámbulos, pulsó sobre la tecla «Ir a destino» y, una vez que el vehículo pisó sobre el asfalto, tras accionar el mando a distancia para cerrar el garaje: pusieron rumbo al destino. Y, al igual que siempre que se trasladaban en este: los ocupantes del asiento trasero se entretenían escuchando música uno y jugando...; los demás, uno pendiente del tráfico; la otra, tecleando frenéticamente sobre el regazado portátil «Tomar Carretera de Aribau y Vía Augusta hasta los túneles de Vallvidrera... continuar hacia la C-16» —indicó con voz mecánica desde la consola donde estaba ubicado el GPS.
Andrés Caparrós, además de ser amigo de Alberto desde la infancia, había heredado la lonja que durante generaciones había atendido las demandas de las mercerías de la ciudad, y aprovechando, por un lado, la decadencia del sector y, por el otro, el auge que había experimentado la construcción prácticamente desde el cambio de siglo, valiéndose de los conocimientos empresariales que había adquirido años atrás acudiendo a la Facultad de Economía y Empresas en la Universidad de Barcelona, desde el 2002 se había convertido en el dueño y gestor de la inmobiliaria que estaba contigua al renovado y fructifico negocio de los Doménech. Andrés, como todo buen negociante, siendo conocedor del transito de clientes y la cantidad de bolsas con las que estos salían del establecimiento: propuso a Alberto la idea de disfrutar del puente de mayo rodeados de los maravillosos paisajes y el sosiego que ofrecen de manera gratuita los pueblos de alta montaña.
   —Incorpórese a C-16/C-58 —dijo utilizando el mismo tono voz, el utilísimo aparato—: Continuar por C-16 —indicó de nuevo, dos kilómetros después.
   A pesar de no coincidir con las vacaciones estivales o invernales el transito de vehículos era abundante, Alberto no podía distraer la atención de la vía para contemplar la esplendorosa hermosura que comenzaban a mostrar los Pirineos Orientales.
   —Girar ligeramente a la derecha para incorporarse a E-9 —indicó la familiarizada voz después de un largo silencio—: Incorpórese a D-70 hasta Impasse Saint-Joseph —irrumpió el silencio ciento ochenta metros después—: Ha llegado a su destino —informó pasados unos segundos.
   Las 8:30 marcaba el reloj de la consola del Avant cuando Alberto detuvo y estacionó el vehículo, seguidamente, los cuatro ocupantes se bajaron y comenzaron a estira piernas y brazos.
   —Buenos días —dijeron casi a la par Andrés y Ana María, su esposa, luciendo una amplia sonrisa—: ¿Qué tal el viaje? —consultó él tendiendo la mano a Alberto.
   —Bien, bien, aunque he de reconocer que de no ser por el GPS no sé si ahora estaríamos aquí.
   —La verdad es que yo ni siquiera me he enterado —dijo y explicó Meritxell—: me he conectado a Internet  y como siempre: el tiempo se me ha pasado sin ser consciente.
   Andrés consultó a los jóvenes, Alejandro, que  se había quitado uno de los auriculares al descender del coche, respondió prácticamente lo mismo que su madre; Patricia «igual que ellos dos» —respondió señalándoles con el mentón y, sin más que añadir, continuó dándole a las teclas.
   Tras el recibimiento.
   —Bien, pues entonces..., si os parece bien, podríamos ir a visitar la vivienda.
   Alberto consultó con la mirada a su esposa e hijos.
   —Todo perfecto. Tú dirás —indicó Alberto
   —Subamos a los coches y vayamos hacia allí —indicó señalando hacia el horizonte, Andrés.
   Unos minutos después, tras estacionar los automóviles en frente del a la adosada vivienda.
   —Voilá —dijo desde el otro lado de la calle— a vuestra disposición, en ella disfrutaréis del largo fin de semana...
   Frente a ellos, se erguía una preciosa vivienda unifamiliar, de dos alturas, construida siguiendo la estética de las típicas casas ceretanas, mezclando piedra y madera. Sobre el inclinado tejado, a dos aguas y recubierto de pizarra natural, destacaba estilizada chimenea y sobre esta una metálica y negra veleta. La línea que separa lo público de lo privado estaba compuesta por un muro, de un metro de altura, recubierto con piedra artificial modelo Sierra LIGHT Ruggine (color pizarroso oscuro) y entre pilastra y pilastra, una verja lacada que le daba un acabado metálico natural tipo forja y, justo en el centro del muro, una puerta mecanizada de doble hoja, realizada y terminada siguiendo los patrones de la verja, que permitía ver a través de los  estilizados barrotes una senda de 1,20m² de ancho por tres de largo embaldosada con adoquín de barro natural cocido en horno de leña y, a ambos lados de esta, un pequeño parterre de césped bien cuidado y lindas flores en los laterales. En el extremo izquierdo del muro, una puerta de iguales características, excepto en las dimensiones, conducía hasta el soterrado garaje.
   —¡Adelante, familia! —dijo tras abrir la puerta Andrés, haciendo al compás un ademán de cortesía.
   La fachada estaba recubierta con el mismo material que el muro divisorio, pero más bien tirando a beige. Los dinteles y pilares de las ventanas balconeras estaban realizados con vigas de madera laminada, lacadas en roble negro.
   —Como podéis observar, la carpintería exterior, está realizada  en madera de iroko —informó Andrés, antes de situarse en el soportal, frente a la rústica puerta de entrada y, tras girar reiteradas veces la lave que había introducido en la cerradura, haciendo un gesto con la mano les invitó a entrar. Coincidiendo con la apertura, un dispensador eléctrico lanzó un agradable aroma a flores silvestres y, a continuación, cómo si de un museo se tratase, fueron guiados por los anfitriones. Los Doménech-Capdevila, escudriñaban cada rincón sin perderse el más mínimo detalle. Los techos estaban constituidos por vigas transversales, de madera laminada de 80x120mm, separadas unas de otras a un metro, lacadas en caoba, y sobre estas, en sentido contrario, cubriendo los vanos, lamas de pino natural teñido de sapeli. En la planta baja, los suelos  estaban cubiertos por cerámica porcelánica de 16x100cm en color cerezo lapado, simulando ser  tarima flotante (no por ahorrar costos, sino porque es mucho más resistente al desgaste y el transito de personas). A mano derecha, un amplio salón-estar (40m²), en cuyo techo destacaba una lámpara de porte moderno realizada en negra forja; y a la izquierda de este, se hallaba una espaciosa cocina abierta, con forma de u, cuya pared frontal estaba revestida con azulejos de 10x10cm con distintas tonalidades que iban desde el crudo al beige, colocados de manera ajedrezada y, delimitado la parte alta de la baja, a modo de cenefa, intercaladas algunas piezas decoradas con  vegetales, aves, frutas y utensilios acordes. El mobiliario, todo él construido con madera de roble natural lacado en mate y los electro-domésticos incrustados en su lugar correspondiente. Sobre la encimera, de granito verde, llamaban la atención un horno microondas y la rústica grifería, ambos en acero inoxidable, y alumbrado el conjunto, desde el techo, un paflón fluorescente y, a través de una puerta acristalada, situada en el lateral derecho de la cocina, accedieron a una terraza de unos 30m² con vistas a las cercanas montañas. Al lado izquierdo de la puerta de entrada, se hallaba un aseo con las paredes revestidas de azulejos cerámicos de efecto oxido en formato 20x40 colocados en horizontal,  y, tras una mampara de aluminio lacada en cerezo oscuro, un plato de ducha  de carga mineral en color grafito, a ras de suelo. Y, entre el salón y la cocina, frente a la puerta de entrada, al otro extremo del salón-estar, una descansada y compensada escalera, toda ella construida en madera, dividida en tres tramos y quince peldaños, que conducía hasta la segunda altura. Una vez allí, observaron que el inclinado techo estaba formado por vigas y cuarterones de diverso grosor teñidos de roble oscuro y entablado con lamas de abeto de 250x25x2cm.  patinado en caoba. Los suelos estaban revestidos de tarima flotante en roble arrabal, las puertas, armarios empotrados en roble blanco. En el desahogado distribuidor se podían ver a primera vista, sin necesidad de encender las luces gracias a una enorme claraboya situada en la misma cumbre del tejado, cinco puertas y, tras abrir la que estaba frente a ellos, Andrés accionó el interruptor y se sorprendieron tanto por la espaciosidad como por el hecho de que el dormitorio principal estaba completamente amueblado, en el centro se hallaba un moderno canapé cubierto por una funda nórdica, y, a ambos lados de este una mesilla con su correspondiente lamparilla.  Andrés se dirigió hacia el ventanal e invitó a que los Doménech-Capdevila se asomasen a contemplar las vistas.
   —Desde aquí se puede ver todo el valle —dijo apoyándose sobre el negro y forjado balaustre, Alberto.
   —Las vistas son espectaculares —gritó, dejándose llevar por la emoción Meritxell.
   —Como os habréis dado cuenta, la casa está perfectamente equipada para entrar a vivir: de hecho, desde que se construyó en 2005 y hasta el día de hoy: se ha estado alquilando tanto en verano como en invierno a quienes se desplazan para practicar alguna actividad de montaña.
   Al salir del dormitorio principal, abrió la que estaba junto a este a mano izquierda, un dormitorio juvenil, y a la izquierda de este, dando a la fachada posterior, un baño completo y en mitad del techo de este una claraboya con dos funciones, ventilación y proporcionar luz durante el día, y bajo esta una bañera vista de hierro fundido, apoyada sobre unas garras en acero inoxidable y lacada en blanco, adornada con una línea desigual de flores verdes y amarillas de distintas formas y tamaños al rededor de esta. Las paredes revestidas, hasta media altura, de manera ajedrezada con azulejos de 10x10 alternando el verde claro de unos y el crudo de los otros, y el suelo con el mismo material que la plata de abajo. Retornando al despejado vestíbulo, a la derecha de la puerta central, se hallaba otra jovial habitación muy parecida a la anterior, una cama de 90 cubierta con un edredón estampado y,  tras abandonar el baño, abriendo la puerta que daba a la fachada de atrás, un pequeño cuarto tan vacío como despoblado. Todos los cuartos tenían en común, su forma abuhardillada, las ventanas balconeras y las claraboyas.
   —¡Ah!, se me olvidaba deciros que la vivienda está totalmente domotizada —añadió Andrés.
   —¿Y eso qué es ? —curioseó Patricia.
   —Se llama domótica al conjunto de sistemas capaces de automatizar una vivienda, aportando servicios de gestión energética, seguridad, bienestar y comunicación, y que pueden estar integrados por medio de redes interiores y exteriores de comunicación, cableadas o inalámbricas, y cuyo control goza de cierta ubicuidad, desde dentro y fuera del hogar. Se podría definir como la integración de la tecnología en el diseño inteligente de un recinto cerrado... O, lo que es lo mismo, las persianas, la calefacción, cerrar las llaves de paso de agua, de gas... sin necesidad de estar en casa, por ejemplo, se te ha olvidado conectar la alarma, o apagar la calefacción, o la quieres encender para que cuando llegues la casa no esté tan fría, es tan sencillo como llamar desde el móvil y darle la orden a la unidad de control que está situada junto a la puerta de entrada y de manera manual indicando las ordenes a través de la pantalla táctil... Aquí, está todo mecanizado —dijo, mientras recogía un mando a distancia que estaba junto a la puerta y, tras accionar los botones, la persiana incorporada en la claraboya subía o bajaba dependiendo de la intencionalidad de Andrés «Bueno, pues ya solo nos queda bajar para ver el garaje» —indicó Ana María.
   Al llegar a la planta baja.
   —Pues mientras vosotros lo veis, los niños y yo nos ocuparemos de sacar el equipaje del maletero y meterlo en la casa.
   —Me pido la habitación que está junto al baño —gritó Alejandro.
   —¡Jo!, que listo —protestó Patricia—... y parecía tonto el niñato.
   —¡Ja, ja, ja!, haberte espabilado listilla.
   —¡Venga! Dejaos ya de tantas tonterías y ayudarme. Que cuanto antes terminemos, mejor para todos —sentenció Meritxell.
   Media hora después, se hallaban todos paseando por las inmediaciones del lago de Osséja, Andrés, como buen negociante, sabía que palos tocar.
   —Además de lo que habéis visto, muy cerca de aquí se puede practicar el golf (hay cuatro campos en un radio inferior a los once kilómetros), para esquiar hay dos pistas menos de veinte minutos en coche, senderismo a pie, a caballo, en bicicleta... En fin, cualquier actividad que se pueda realizar al aire libre y no solo eso, además de venir en coche, se puede venir tanto en tren como en autobús... y qué decir en cuanto a la calidad de vida o la paz, el aire y sosiego que aquí se respira...
   —Sí, la verdad es que el lugar es digno de tener en cuenta —admitió Alberto.
Ana María y Meritxell conversaban sobre las posibilidades que ofrecía el lugar donde se encontraban para pasar un día de pic-nic y disfrutar de mundo rural estando al pie de casa. Los niños, mientras que los adultos conversaban, se distraían contemplando las diferentes actividades acuáticas que realizaban la mayoría de los que estaban de acampada en aquel maravilloso lago.
  Y, para rematar la faena, el que iba haciendo las veces de guía turístico, les invitó a comer en un restaurante cercano. De primero, los adultos tomaron zarzuela de mariscos, Alejandro y Patricia ensalada catalana; de segundo, Meritxell y Ana María pidieron bacalao con pasas y piñones, Alberto y Andrés conejo a la catalana y, calamares a la romana los dos hermanos. Para acompañar, alternaron vino blanco para la zarzuela y el pescado y tinto, gran reserva, Costers del Segre, para la carne y refresco de cola tanto para la ensalada como para los rebozados. De postre, crema catalana unos y arroz con leche los otros. Durante la sobremesa, los adultos tomaron café solo ellos y cortado y con leche, ellas, y, para brindar, alzaron los cuatro chupitos de ratafía catalana y emulando lo de arriba, abajo..., tras abonar la cuenta, salieron a pasear por los alrededores del lago hasta que, al caer la tarde se despidieron hasta el día siguiente.
   Pasada la noche.
  Al amanecer, alertada por el armónico trinar de los pájaros y la intensidad calórica y lumínica  percibida en su rostro como consecuencia de la penetración de los oblicuos rayos de sol a través de las rendijas de la persiana, Meritxell se despertó y, tras realizar varios estiramientos y bostezos, se levantó tan contenta como unas castañuelas en día festivo, se calzó las pantuflas y, con tanto sigilo como un felino que está dispuesto a sorprender y dar caza a su presa, se lanzó  escaleras abajo y condujo sus pasos hasta el aseo y después, tras hacer sus necesidades y asearse, hasta la cocina y, una vez allí, buscó en la parte alta de los armarios y, de uno, cogió un cazo y cuatro tazas; de otro, un tarro de café soluble y un bote de leche condensada que habría dejado allí posiblemente el último inquilino y abrió uno de los cajones de la parte baja y comprobó que había un juego completo de cubertería para seis servicios. Lavó todos los utensilios, puso a calentar agua en el cazo y, cuando alcanzó el punto de ebullición, apagó la vitrocerámica, abrió el tarro de cristal y, seguidamente, extrajo tres cuchadas colmadas del disoluble producto y,  al entrar este en contacto con el hirviente líquido y fusionarse, desprendió un apetecible y aromático efluvio que a la velocidad de la luz se expandió por toda la casa. Tomó el bote de leche condensada y, sirviéndose de un cuchillo, abrió dos pequeños orificios en laterales opuestos y posicionándolo  sobre el cazo, a una cuarta de altura más o menos, comenzó a dejar caer  sobre el negro y amargo café un hilo de la espesa y dulce leche al tiempo que,  con la otra mano, ayudándose con una cuchara fue removiendo hasta que el café tomo el color y el dulzor que estipuló conveniente después de irlo probando de vez en cuando. Se dirigió hasta el frigorífico decidida a guardar la leche sobrante; pero al llegar frente a este, se detuvo un instante y, sin poderlo evitar, puso sobre sus labios uno de los orificios y, tras una larga sorbida «Hmm, qué rica» —dijo  al evocar en ella un momento de su más tierna infancia.
   —Buenos días mamá —dijeron los tres casi a la par, ya vestidos y preparados para emprender el nuevo día.
   —Qué maravilloso es despertarse con el canto melódico de los pájaros y el olor a café recién hecho, ¿verdad?
   Padre e hija se miraron e hicieron un esbozo de sonrisa en señal de respuesta.
   —Se conoce que debo de entender poco de campo, sonidos y pájaros... pues mi imaginación me hizo pensar que el metálico y molesto ruido provenían de los gritos proferidos por unos cacharros que se negaban a ser bañados a una hora tan temprana —respondió con tono irónico Alejandro—; aunque he de reconocer, que al percibir el agradable olor: mi estado anímico se ha transformado considerablemente mamá.
   —Lo que si os digo es que hoy el desayuno será más bien ligero... he estado mirando por toda la cocina y...
   —¡Ja!, que te crees tú eso —respondió Patricia blandiendo un paquete integro de galletas rellenas de chocolate.
   —Gracias hija por ser tan previsora —articuló emocionada, la golosa mamá.
   —Que conste, que si han llegado hasta aquí: es porque anoche no me acordé y, hace un rato, al sacar de la maleta la ropa que llevo puesta: me he puesto tan contenta que sin darme cuenta  se me ha pasado el cabreo de haberme despertado por culpa del escándalo que has armado al abrir y cerrar los armarios.
   Todos rieron durante unos minutos las ocurrencias de los benjamines de la casa.
   Estaban terminando de introducir los utensilios en el lavavajillas cuando escucharon el estentóreo y reiterado toque de claxon. Alberto condujo sus acelerados pasos hacia el salón y, tras pulsar el botón para subir un poco la persiana: «Ya están aquí... daos prisa» —chilló al reconocer el negro Nissan Pathfinder de Andrés, dejándose llevar por la impaciencia.
  Cumplimentado el ritual de saludos, una vez acomodados en el interior del vehículo y abrochados los cinturones de seguridad, partieron hacia en destino previsto: el lago de Matemale (Francia).
   Al llegar al lago, a eso de las diez y cuarto, junto al aparcamiento principal, Alejandro miró a través de la ventanilla, se giró hacia Patricia y le consultó con la mirada, ella asintió exhibiendo una linda sonrisa:
   —Papá, ¿podemos probar qué se siente? —preguntó Alejandro a la par que se acicalaba el llamativo y estilizado tupé.
   —Sí, claro: se supone que hemos venido a disfrutar.
   El ritmo cardíaco de los jóvenes iba in crescendo al ser conscientes de que los próximos en subirse a las camas elásticas serían ellos. Nervios y ansiedad se adueñaron durante el tiempo que tardaron en colocarles las medidas de seguridad. Tomaron impulso siguiendo las instrucciones y al experimentar la sensación de poder «volar» se vieron envuelto en una explosiva mezcla de sentimientos encontrados, tan pronto los chillidos eran de terror como los gritos, de júbilo.
   —¿Os apetece  dar una vuelta en trineo? —consultó Andrés.
   Padres e hijos se miraron mutuamente y se encogieron de hombros.
   —¡¿Sin nieve?! —exclamó Meritxell.
   —No es necesario, los trineos, en lugar de esquís llevan ruedas.
   —Sí, sí, sí, sí—respondieron al unísono y entusiasmados Alejandro y Patricia.
   —Vayamos entonces —indicó Alberto.
   Al llegar a la zona destinada a esta actividad, tras el cálido recibimiento por parte del musher, comenzó una entretenida charla sobre el aprovechamiento de los perros y las distintas razas que componían la tripulación, y, una vez explicadas las instrucciones y las palabras claves que tendrían que utilizar durante el trayecto, padres e hijos, supervisados continuamente por el musher, partieron hacia la ruta destinada a los principiantes.  Los veinte minutos que duraba la aventura les supo a poco o al menos así lo intuyó Andrés al ver la cara que pusieron al poner los pies en tierra los Doménech-Capdevila.
   —No os preocupéis: podréis volver a repetirlo cualquier otro día.
   —¿Os gustaría motar a caballo? —sugirió Ana María.
   Todos asintieron con reiterados y enérgicos movimientos de cabeza.
   —No es necesario tener experiencia, los caballos son muy dóciles y están acostumbrados a tener que lidiar con todo tipo de público.
   —Mejor que sea así, porque me imagino que no tendrá nada que ver con montar en moto, ¿verdad?
   —No, no, nada que ver...; pero puedo asegurarte que no entraña ningún riesgo, y fíjate si será fácil, que hasta yo me animo a venir de vez en cuando.
   A eso del mediodía, retornaron al punto de partida.
   —Ya que estamos aquí podríamos irnos de pic-nic —sugirió Alberto al ver como otros recogían su correspondiente cesta de alimentos.
   —Fenomenal —respondió Andrés—, de hecho os lo iba a proponer.
   Se pusieron en la cola durante unos minutos para recoger las vituallas.
   —Solo nos falta encontrar el lugar apropiado para degustar estas exquisiteces —dijo después de recoger la Visa y salir del establecimiento portando una gran cesta en su mano derecha, Alberto.
   Unos pasos después, ocuparon una de las típicas mesas de madera que estaba situada bajo un centenario y frondoso árbol y comenzaron a depositar sobre esta el contenido de la cesta: dos salchichones, seis porciones de queso, un hermoso taco de jamón, dos botellas de vino de la región, refrescos de cola, pan con tomate, escalivada, ensalada catalana, macedonia de frutas, tres tabletas de chocolate y un kit de media docena de vasos, platos y cubiertos desechables y después de reposar un par de horas, antes de despedirse del lugar y regresar a Osséja, se fueron a  practicar el tiro con arco, durante un par de horas.

  El domingo, ambas familias habían acordado, en la víspera, dedicarlo al relax. El cielo amaneció de un azul intenso, la temperatura era tan agradable que invitaba a pasear. Alberto consultó a los suyos y se animaron a disfrutar tanto del espectacular día como de las últimas horas por las inmediaciones del lago de Osséja. Se estaba también por allí que, sin darse cuenta, se hizo la hora de comer. Entraron en el restaurante, se metieron entre pecho y espalda: de primero una contundente y sabrosa ración de mar y montaña; de segundo, lubina a la brasa rociada con vinagre y ajos refritos, para acompañar tomaron cerveza los adultos y refresco de cola los jóvenes; de postre, optaron los cuatro por una porción de tiramisú. Durante la sobremesa, además de tomar café, Alberto y Meritxell, tras compartir con sus hijos una breve y efusiva conversación, acordaron por mayoría absoluta que sí. Alberto sacó su móvil del bolsillo y marcó un número:
   —¡Dime, campeón! —respondió Andrés, tras descolgar y haber reconocido el número que aparecía en la pantalla.
   —¡Oye, qué sí! —exclamó Alberto.
   —Que sí, ¿qué?
   —Mañana, a primera hora, me pasaré por tu despacho para tramitar la documentación.
   —Perdona, pero no sé de que me estás hablando.
   —Que nos quedamos con la casa.
   —No creerás que te he invitado a pasar el fin de semana con el propósito de realizar una operación mercantil, ¿verdad?
   —No me creo nada. Hace años que le prometí a Meritxell que con el tiempo tendríamos nuestra casa de campo y que mejor lugar que este para llevarlo a cabo.
   —La verdad es que no tenía en mente el venderla, pero bástese que seas tú el interesado, creo que podremos llegar a buen puerto.
   —Bueno, pues nada. Nos vemos en Barcelona.
   —Adiós, adiós ¡Hasta mañana!
   —¡Chist! ¡Chist! —dijo Alberto, al tiempo que levantaba la mano para llamar la atención del camarero que les había atendido.
   —Buenas, ¿deseaba algo más, señor? —saludó, y consultó con voz clara el joven mesero.
   —Sí, cuando pueda me trae la cuenta.
   —Un momento por favor.
   Regresó en menos que canta un gallo, depositó sobre la mesa el típico platillo con el tique, Alberto lo miró, se levantó para extraer la billetera del bolsillo trasero de su pantalón vaquero y le entregó el importe de la factura más diez euros.
   —¡Muchas gracias, señor!
   —A usted por el buen servicio, y felicite también a los de la cocina de mi parte... —agradeció y, seguidamente, indicó a los suyos—: ¡Venga!, todos en pie, que nos vamos para Barcelona.
   —¡Qué tengan buen viaje señores! —dijo luciendo una sonrisa sincera el servicial joven.
   Y, sin más preámbulos, salieron del establecimiento, condujeron sus pasos hasta el aparcamiento y, tras introducirse en el vehículo, ponerse cómodos y abrocharse los cinturones de seguridad y del mismo modo que habían  llegado tres días antes, se marcharon...

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